Precursores de la revolución industrial y antepasados directos de la robótica, pocas cosas hay tan representativas de la Ilustración como los autómatas y la mezcla de curiosidad, asombro y repulsión que dejaban a su paso. Su relación con el público es el símbolo de una transición difícil: el paso del oscurantismo medieval al espíritu científico de la Era de la Razón.
El juguete filosófico
Históricamente, un autómata es una máquina automática capaz de ponerse en marcha a sí misma. Según la Real Academia, un autómata es el “instrumento o aparato que encierra dentro de sí el mecanismo que le imprime determinados movimientos”.
En su obra ‘El Maquinista’ (1747), el médico y filósofo Julien Offray de La Mettrie describe el cuerpo humano como un sistema cuyos engranajes son equiparables a los de una máquina; “un reloj, pero inmenso”, recuperando el principio del animal-máquina desarrollado un siglo antes por Descartes.
En el Siglo de las Luces el Todopoderoso se convirtió en relojero y el relojero, en aprendiz de Dios
La Mettrie concebía la naturaleza como un sistema comprensible y, por lo tanto, reproducible por la ingeniería humana. Hasta aquel momento, la creación de la vida, y por extensión la imitación de la vida, eran un proyecto vinculado a lo divino y su consecución; una afrenta castigada con la muerte.
En el Siglo de las Luces, con la llegada de la imprenta, los avances científicos y la revolución industrial, el Todopoderoso se convirtió en relojero y el relojero, en aprendiz de Dios. Los ‘automatier’ pusieron en entredicho las ‘verdades’ populares sobre la naturaleza del ser humano y la existencia del alma. Los más famosos del siglo XVIII fueron Jacques de Vaucanson, Friedrich Von Knauss, el Barón Von Kempelen y Pierre y Louis Jaquet-Droz.
Jacques de Vaucanson: el rival de Prometeo
Fascinado por los relojes y sus mecanismos internos desde la infancia, Vaucanson acabó sus estudios secundarios con los jesuitas en Marsella y entró como novicio en la Orden de los Mínimos de Lyon, donde le dieron un estudio y algún dinero para trabajar.
Allí construyó sus primeros androides (diseñados para servir la cena y recoger la mesa) y allí habría seguido si no fuera porque un superior de la Orden tachó sus proyectos de blasfemos y ordenó que todos sus trabajos fueran destruidos.
Sin taller y sin proyectos, Vaucanson abandonó Lyon y a los Mínimos y se encaminó a París. No volvería hasta muchos años más tarde para instaurar el que sería el primer telar completamente automático del mundo.
Cuando los trabajadores de las fábricas se levantaron contra la maquinaria que les quitaba puestos de trabajo, Vaucanson tuvo que escapar de noche, disfrazado con el mismo hábito con el que llegó la primera vez, el de la orden de los Mínimos. Pero eso es parte de otra historia que merece ser contada en otra ocasión.
En la capital francesa aprendió anatomía, medicina y botánica y conoció a los filósofos de su época. Entonces, lo que hoy se conocen como disciplinas científicas eran partes de la filosofía natural, y los intelectuales estaban particularmente tan interesados en los procesos fisiológicos como lo estaban en la física, la astronomía y las bellas artes.
Vaucason instauró el que sería el primer telar completamente automático del mundo
Vaucanson era particularmente ambicioso y ya había recaudado algún dinero (se entiende que de nobles ateos) para trabajar en otros autómatas cuando una larga enfermedad le postró en la cama durante cuatro meses.
Enfebrecido y endeudado, en la cama de su pensión dibujó los bocetos de lo que sería su obra maestra. Una vez recuperado, los repartió entre varios relojeros y así nació el primer autómata de la era moderna, que sacaría del apuro y le daría fama mundial.
El primer autómata era músico
El corazón del mecanismo estaba en el pedestal; allí, un cilindro de madera que giraba alrededor de su propio eje accionaba quince palancas
Presentado en la Academia de Ciencias Francesa en 1738, el primer autómata era un androide de tamaño natural que tocaba la flauta (ver animación). Estaba inspirado en el fauno de mármol de Antoine Coysevox y tenía un repertorio de doce canciones, que tocaba con la precisión y el aire de un intérprete de carne y hueso.
El corazón del mecanismo estaba en el pedestal. Allí, un cilindro de madera que giraba alrededor de su propio eje accionaba quince palancas que manejaban los ‘pulmones’, nueve fuelles que enviaban aire a todos los diferentes segmentos que constituían el engranaje ‘físico’ del músico: laringe, labios, lengua y dedos.
Aunque se habían visto varios autómatas en Europa y algunos hasta accionaban pequeños instrumentos en los carrillones de las catedrales más modernas de la época, el flautista ‘respiraba’. Jamás se había visto nada igual.
Vaucanson alquiló un pretencioso salón en el centro de París para mostrar su artilugio en público y el éxito fue atronador. En dos meses recibía más de 75 visitantes al día por el equivalente al salario obrero de una semana.
Voltaire rebautizó a Vaucanson ‘el rival de Prometeo’, Diderot incluyó un dibujo del flautista en el primer volumen de su Enciclopedia y convirtió la descripción del flautista en el texto de la palabra ‘androide’.
Un año más tarde, Vaucanson añadió dos nuevos autómatas a la serie. El primero tocaba el caramillo y el tamboril, el segundo hacía algo mucho más innecesario y asombroso: era un pato que hacía la digestión.
El pato de Vaucanson
“Sin el pato cagón”, comentó Voltaire, “no quedaría nada que nos recordara la gloria de Francia”
Después del flautista, el nuevo músico de Vaucanson pasó sin pena ni gloria, pero el pato causó sensación. “Sin el pato cagón”, comentó Voltaire, “no quedaría nada que nos recordara la gloria de Francia”. El folleto de la exposición presentaba “un pato artificial de cobre dorado que puede beber, comer, graznar, chapotear y digerir de la misma manera que lo haría un pato vivo”.
El artilugio era doblemente interesante porque los médicos aún no se habían puesto de acuerdo sobre si el organismo trituraba los alimentos durante la digestión o los disolvía mediante jugos gástricos, y por la contradicción del proyecto mismo: una de las ventajas de ser autómata es que no se necesita comer.
Por motivos relacionados con su propia salud, Vaucanson estaba especialmente preocupado por estas cuestiones y se sirvió de su juguete como demostración de sus propias teorías. El pato tenía en su interior un circuito de tubos que derivaban en un pequeño laboratorio interior donde el grano era reducido por medio de productos químicos.
El estómago no trituraba los alimentos, después de todo. Una vez acabado, los deshechos pasaban por el intestino para ser finalmente expulsados y recogidos primorosamente en una palangana de plata.
Los autómatas salieron de gira mundial (por Europa) y acabaron por desaparecer, mientras Vaucanson se dedicaba a otras cosas. Cuando, un siglo más tarde, el pato reapareció en la Exposición Universal de París de 1844, el mago Robert-Houdin
Cuando el pato reapareció en la Exposición Universal de París de 1844, el mago Robert-Houdin descubrió que la digestión del famoso palmípedo tenía truco
La reacción del mago fue curiosa: en lugar de sentirse decepcionado por la mentira de Vaucanson, Robert-Houdin alabó su capacidad de improvisación. “Claramente”, dijo, “Vaucanson no era sólo un maestro de la mecánica; hay que arrodillarse ante su genio para el embrujo”.
El automatier había dejado de jugar a Dios para convertirse en mago. Uno de los resortes del cambio fue el autómata más famoso de todos los tiempos: el jugador de ajedrez del Barón Von Kempelen.
El Turco de Von Kempelen
El Turco era una figura de madera tallada, vestido con un turbante y un rico atuendo oriental, en referencia a las tierras lejanas donde se había originado el ajedrez. Frente a él había un gran cajón con dos puertas frontales que, al abrirse, mostraban sus engranajes, y un cajón donde se guardaban las piezas del juego.
Sobre el cajón había un tablero de ajedrez. Von Kempelen lo construyó en 1769 para entretener a la emperatriz María Teresa en su palacio de Schoenbrun, Vienna, y lo desmanteló enseguida, preocupado por la controversia que suscitaron sus habilidades. Poco después volvió a montarlo a petición del sucesor al trono y el autómata comenzó una carrera de éxitos que duraría más de cien años. El escándalo, también.
Los primeros panfletos dijeron que era “para la mente, lo que el flautista de Vaucanson fue para el oído”, pero se quedaron cortos. Las creaciones de Vaucanson demostraban que los procesos naturales eran mecánicos y replicables, una idea revolucionaria en la época pero científicamente razonable.
Pero donde el flautista respiraba y el pato digería, el jugador de ajedrez ‘pensaba’, y hasta los ateos más rabiosos de la época protestaron. Aunque no podían demostrarlo de ninguna manera, aquello no podía ser.
Kempelen mostraba las ‘tripas’ de su exótico amigo antes de cada representación para demostrar que no había trampa. Los dos viajaron por las principales ciudades de Europa, desde Rusia a Inglaterra, donde el Turco cosechó un éxito tras otro.
En la Real Academia de las Ciencias de París, ganó contra Benjamin Franklin y perdió una única vez contra Danican Philidor, el ajedrecista más famoso del XVII. Philidor dijo que había sido el encuentro más agotador de su vida.
Expertos de uno y otro lado del continente publicaron artículos acerca de su mecanismo, cuyas teorías iban desde la existencia de un enano o un niño que ejecutaba los movimientos desde el interior del cajón, hasta la posesión diabólica.
El secreto de Von Kempelen sobrevivió con altibajos hasta 1834, cuando un hombre llamado Jacques Mouret lo vendió a ‘Magazin pittores’ por una botella de Brandy
El Turco inspiró numerosos cuentos y novelas, entre ellos los autómatas de E.T.A. Hoffman, y el mismísimo Edgar Allan Poe escribió un relato. En 1784, Von Kempelen vendió su máquina para dedicarse a otras cosas y el Turco acabó en manos de Johann Nepomuk Mäzel, un ingeniero de la corte de Viena que ha pasado a la posteridad como inventor del metrónomo.
Con Mäzel, el turco derrotó a Federico el Grande de Prusia, al ingeniero Charles Babbage (inventor del primer ordenador de la historia) y al propio Napoleón, al que eliminó en 24 movimientos durante la campaña de Wagram.
Ajedrecistas famosos de todos los rincones llegaban en masa al Café de la Regencia, centro del círculo de ajedrez de Paris, para enfrentarse al Turco una y otra vez, tratando de pillar ‘el truco’ o vencer a la máquina. El secreto de Von Kempelen sobrevivió con altibajos hasta 1834, cuando un hombre llamado Jacques Mouret lo vendió a ‘Magazin pittores’ por una botella de Brandy.
Mouret, una antigua gloria del ajedrez que había acabado en la ruina, alcoholizado y enfermo, describió cómo había dirigido las partidas desde el interior del Turco durante años, con ayuda de un espejo y un ingenioso juego de imanes. La lista de ‘directores’ del Turco es casi una recopilación de los mejores jugadores de la época. Antes de Mouret estuvieron William Lewis, William Schlumberger y Johann Allgaier.
Pierre Jaquet-Droz: pienso, luego existo
El Turco pasó de mano en mano durante décadas y acabó consumido en un incendio, al igual que los músicos y el pato de Jacques de Vaucanson. Casi se diría que fueron castigados por su audacia, por parecerse demasiado a la creación divina (esto es, nosotros).
Por suerte, tres de los autómatas más celebrados de todos los tiempos mantienen un excelente estado de salud en la región de los lagos de Ginebra, donde pueden ser visitados al menos una vez al mes.
El escritor, el dibujante y la mujer musical de Pierre Jaquet-Droz fueron mostrados por primera vez en Neuchatel, Suiza, en 1774, junto con el pato de Vaucanson y el Turco de Von Kempelen. Aunque no eran tan ambiciosos como para pretender ser humanos, sus compañeros de exposición tenían truco, mientras que los artistas de Jaquet-Droz eran piezas artesanales de la más exquisita relojería, sin trampa ni cartón.
Todavía pueden verse en el museo de Neuchâtel, en la región de los lagos suizos y, por suerte para nosotros, hay varios videos en Youtube donde se ven las máquinas en acción. El dibujante todavía hace retratos de Luis XV, Jorge III y María Antonieta. El escritor moja su pluma en tinta de verdad y escribe, en una caligrafía envidiable, cosas como “Pienso, luego existo”, prueba irrefutable de que su creador gozaba de un excelente sentido del humor.
Y la tercera, la dama musical, toca cinco piezas en el clavicordio sin equivocarse ni una sola vez desde 1776. El cartel de su primera gira decía que era “una virgen vestal con el corazón de acero” (como la Hadaly de Villiers de l’Isle Adam), pero un periodista que acudió al estreno dijo que “parecía agitada con una ansiedad y una falta de confianza que no siempre se aprecian en la vida real”.
Freud utiliza un cuento clásico de E.T.A. Hoffmann, ‘El Hombre de Arena’, para desarrollar su teoría de “lo siniestro”; la duda de que un ser, aparentemente animado, sea en efecto viviente; y, a la inversa, de que un objeto sin vida esté en alguna forma animado. No es casualidad que Frankenstein, de Mary Shelley, el Vampiro de Polidori y el Prometeo Desencadenado de Percy Bysshe Shelley nacieran en el lago Ginebra, a pocos kilómetros de allí.
Gracias a los tres artistas, el mundo occidental estaba, al mismo tiempo, horrorizado y fascinado por el Prometeo moderno y la promesa nunca cumplida del todo de dar vida a lo que no la tiene. Hoy día, varias disciplinas se dedican a la consecución de ese imposible, entre ellas la robótica y el estudio de la inteligencia artificial.