Parece demasiado joven para saber tanto sobre economía y demasiado divertido como para tomarse en serio lo que escribe, pero no es así. Es el economista de moda. Las preocupaciones del británico Tim Harford (1973) son las de cualquiera: el café de media mañana, los atascos, la violencia en las ciudades… Y ahí es donde ha encontrado el germen de su éxito. No hay que restar un ápice de verdad a sus comentarios, aunque los haga de forma amena. Educado en Oxford, donde impartió clases, no sólo ha trabajado para el Banco Mundial, sino que además colabora con las más prestigiosas publicaciones internacionales de economía. Sus columnas para ‘The Financial Times’ dieron título al primero de sus libros publicados, ‘El economista camuflado’ (2007). A éste le siguió ‘La lógica oculta de la vida’ (2008) y prepara un tercer ejemplar con recetas para la crisis. Sus ventas se cuentan por miles y sus libros se han traducido en más de una veintena de países. En los volúmenes que ya han visto la luz, el columnista habitual de ‘Actualidad Económica’ y colaborador de la BBC busca los principios económicos que se esconden detrás de las actividades cotidianas. En el exitoso ‘El economista camuflado’, explica “por qué los ricos son ricos, los pobres son pobres y usted nunca podrá comprar un coche usado decente”.
Suena complicado pero no lo es. Aunque no lo creamos, de alguna forma, todos somos economistas: cuando compramos, cuando votamos por un candidato e, incluso, cuando formamos una familia. Entender de economía es una necesidad.
Nunca pida a un economista que haga una predicción. Cuando publiqué mi primer libro, esperaba vender 7.000 ejemplares y he vendido casi 700.000. No sé la razón, me gusta pensar que es porque se ciñe a la vida cotidiana, no me gusta perderme en cosas complicadas. Tengo dos niñas y me planteo seriamente cómo mejorar su educación, o como vecino me preocupa qué se puede hacer para reducir la delincuencia. Me gustaría pensar que quienes han leído el libro ven las cosas desde ese otro punto de vista al salir de su casa.
“El estudio económico de las pequeñas cosas puede suponer grandes diferencias en el conjunto de la economía”
Como estudiante, jamás logré apasionarme por la inflación, las tasas de interés, la crisis financiera de Argentina y ese tipo de cosas que se supone que es la economía de verdad. De hecho, para el caso de Argentina, hasta viajé allí para estudiarlo. Aunque nunca pude entender qué pasó, desde un plano macro. Supe qué les ocurrió a las personas individuales y las decisiones que entonces tomaron. Desde mis años en Oxford, siempre me fijé en las pequeñas decisiones y me maravillé al comprobar cuánto de económico había en ellas. El estudio económico de las pequeñas cosas puede suponer grandes diferencias en el conjunto de la economía. Sin embargo, pese a que la mayoría de las decisiones son racionales, cuando se toman a corto plazo, esto no siempre es así. Hoy resuelvo pequeños misterios de la calle con las herramientas de la ciencia, pero lo hago con ingenio más que con lenguaje académico.
Seré honesto: algunas, al principio, me las inventé para captar lectores. Pero lo sorprendente es que poco a poco empecé a recibir decenas de preguntas y ahora tengo más de 300 pendientes de respuesta. Lo más asombroso es que las más ingeniosas son las reales.
Un economista camuflado es una persona que lleva una vida normal: entra a cafeterías, va a supermercados, sufre atascos… La diferencia es que esa persona observa la vida cotidiana como el economista que lleva dentro, mira lo que hay a su alrededor y se cuestiona el porqué de todo ello, cuáles son las razones económicas que lo motivan.
No a todos, pero sí a muchos de nosotros. Cuando hablo de este tema, quiero explicar lo buenas que son las compañías para diferenciar a qué consumidores pueden cobrarles más y a cuáles no.
Si una compañía ofrece dos productos similares, la tentación será comprar el más barato. En un comercio que tiene dos líneas de productos propios, es común encontrar que la más económica tiene un empaquetado que parece de la Unión Soviética pre 1989. Eso es así a propósito, para asegurarse de que sólo quienes comparan precios llevarán ese producto y no perderán a ningún comprador que hubiese estado dispuesto a pagar algo más por un contenido muy similar. Esto es también muy común en las compañías de alta tecnología. Uno de los principales fabricantes de cámaras fotográficas vende una a 1.200 dólares y otra a 600. La funda es un poco distinta, pero la maquinaria es la misma. Lo único que hacen es tomar el “software” de la cámara de 1.200 dólares y desactivarle un par de funciones. Eso tiene sentido, porque ganan dinero con la venta de la más cara, que sirve en parte para financiar el diseño de la más barata. Es cierto, podrían diseñar dos cámaras por separado, pero eso siempre sería más caro que tomar una buena y “arruinarla” un poquito.
“Pequeñas actitudes pueden cambiar mucho las cosas”
A menudo funcionamos así. Es, como mínimo, “curioso” el efecto que provocan en los consumidores ciertas situaciones. El hecho de que las compañías petrolíferas suban los precios de la gasolina favorece que la gente busque con urgencia el sitio más barato para repostar, mientras que cuando el precio baja, las mismas personas se vuelven vagas y no modifican sus hábitos. Si se comportaran como al principio, conseguirían ahorrar de verdad. Pequeñas actitudes pueden cambiar mucho las cosas.
Hay problemas muy serios. Desde la pobreza y el cambio climático, a la delincuencia o la educación. Los políticos intentan dar soluciones grandes cuando deberían plantear otras pequeñas y múltiples. En el libro, reflexiono sobre qué hay detrás de una taza de café, desde el cafetal, la taza, las vacas, la electricidad…. Pienso sobre el impacto de mi café en el cambio climático. ¿Y qué hago yo? ¿He llegado en bicicleta o en automóvil? ¿Y el camarero? ¿La electricidad es de origen eólico o térmico? Y las vacas, ¿se alimentan con pienso que genera emisiones fatales para el planeta? Si queremos lograr un cambio duradero no debemos quedarnos en las declaraciones grandilocuentes de los políticos, sino buscar cambios pequeños y constantes.
No, pero ayuda. Las estadísticas muestran que quienes vivimos en una sociedad el doble de rica que la de nuestros padres, no somos más felices que ellos. Pero en esta sociedad, si tengo el doble de dinero que el hombre que está al lado, hay altas probabilidades de que sea más feliz.
El hecho de que un país tan potente como Estados Unidos no la tenga es increíble. Se debería, además, incrementar la capacidad de elección de los pacientes. Hay que asumir la responsabilidad de nuestra asistencia médica. Bastaría con que la gente eligiera un seguro privado y que el Estado sufragara los tratamientos que la póliza no cubre por ser demasiado costosos, como un tratamiento contra el cáncer. Un sistema parecido funciona, con éxito, en Singapur.
En mis columnas y en mi programa en televisión uso razonamientos económicos para resolver problemas de la vida cotidiana, del estilo “cómo sé si casarme con este chico” o “cómo hago para tener éxito en el trabajo”. Yo respondo en tono jocoso. Pero la broma funciona sólo porque tiene algo de verdad. El matrimonio es una relación emocional, pero detrás hay economía. No del tipo “me gusta este tipo porque es rico”, sino en las cuestiones que uno se plantea del estilo: “¿puedo confiar en esta persona?” o “¿de qué manera me marca este compromiso?”. La economía como ciencia tiene mucha experiencia en analizar compromisos a largo plazo, como en las fusiones de dos empresas y cómo debe ser el contrato para garantizar esta unión.
Incluso en lo más básico, un principio económico es que “se debe prestar atención a lo que la gente hace, no a lo que dice”. Lo que hacemos quiere decir algo, lo que decimos puede ser pura poesía. La poesía es bella, pero no es suficiente para una relación.