El Movimiento Slow (“despacio”, en inglés) nació en los años ochenta como reacción a un ritmo de vida trepidante. El estrés, considerado por muchos especialistas como la enfermedad del siglo XXI, y las costumbres estadounidenses de recurrir a la comida rápida, almorzar mientras se camina y pasar el domingo en un centro comercial, han terminado calando en nuestra cultura latina, tradicionalmente más sosegada. El Movimiento Slow recupera el placer de vivir sin prisas, disfrutando de la riqueza que supone la diversidad y de los pequeños placeres de la vida. Esa filosofía se ha trasladado al turismo con el llamado slow travel y la creación de slow cities.
Imagen: Greg
El primer ámbito en el que se centró el Movimiento Slow fue el de la alimentación, contraponiendo el slow food al fast food: alimentos de calidad, con denominación de origen, bien cocinados y acompañados por un buen vino y una presentación agradable y cuidada. Es decir, una tendencia opuesta a las hamburgueserías o la comida de buffet, que establece cimientos tras los que incluso se han realizado protestas y actos reivindicativos. Además, las asociaciones del movimiento organizan ferias gastronómicas: la más importante el Salón del Gusto, en Turín, Italia, país que se considera la cuna del movimiento.
Otra clave de la filosofía slow es la defensa de la diversidad en las costumbres, la gastronomía, el folklore, la lengua… Rechaza por tanto que en todos los países se haya extendido el american way of life, el estilo de vida estadounidense, que se plasma en una vestimenta uniformizada; en la moda de pasar todo un día en un centro comercial consumiendo sin parar -compras, bolera, cena y cine-; en un mayor aislamiento y menor comunicación entre los miembros de la comunidad; en la imitación de costumbres, jergas y valores que transmite el gigante americano y, por consiguiente, el abandono de lo autóctono.
La fast life ha alcanzado ya al turismo. Los viajes programados, los paquetes ‘todo incluido’, los hoteles low cost que ofrecen un confort y unos servicios mínimos para que la persona sólo pernocte en ellos, son vicios cada vez más frecuentes en los viajeros. Los turistas de hoy desean visitar lo máximo posible en un tiempo récord, no se comunican con los autóctonos ni se acercan a sus costumbres, planifican cada paso de la visita, se sienten seducidos por viajar lo más lejos posible, y acaban pasando más tiempo en el avión o en la carretera que en el destino. Los vuelos de bajo coste permiten caer en la tentación de viajar a ciudades lejanas para pasar unos dias maratonianos de un fin de semana en el que ver todos los museos, edificios emblemáticos y enclaves célebres. El estrés de la vida cotidiana no se abandona ni durante las vacaciones.
El slow travel, en cambio, es un estilo cercano al de los mochileros. El objetivo del viaje no es visitar una ciudad o zona sino descubrirla, conocerla, disfrutarla, e integrarse en ella.
El objetivo del viaje no es visitar una ciudad o zona sino descubrirla, conocerla, disfrutarla, e integrarse en ellaPara ello es imprescindible no tener prisas: elegir un destino que sea viable conocer bien en los días de los que disponemos, no marcarse metas cuadriculadas y atreverse a improvisar. Una máxima de este espíritu es disfrutar tanto del viaje como del destino, es decir, elegir el tren para contemplar el paisaje o la bicicleta para fundirse con él. De ese modo, se evita el avión y la obsesión de hacer en coche el máximo número de kilómetros por hora sin permitirse parar en los pueblos agradables que se encuentren por el camino.
En la ciudad qué mejor que caminar para ver de cerca todo y reaccionar ante cualquier estímulo interesante: una fachada bonita medio escondida, una cafetería con encanto, un restaurante típico… Claro que andar no significa planificar rutas interminables que dejan al viajero exhausto y le impiden disfrutar. Sin duda, charlar con los autóctonos es la mejor manera de conocer un lugar, sus costumbres y la idiosincrasia de sus habitantes. En el Norte la gente suele ser más fría y distante, pero en los países del Sur y, especialmente, en los pueblos o barrios más pequeños, siempre habrá una persona encantada de mantener una enriquecedora charla y orientar al viajero para que éste descubra los lugares más auténticos que no aparecen en las guías.
La idea central es, en definitiva, integrarse en la sociedad que queremos descubrir en lugar de mirarla como quien contempla un escaparate. Un ejemplo claro es la comida: es habitual que los turistas terminen almorzando en las franquicias de comida rápida o en restaurantes de comida internacional en vez de buscar tascas en los que probar los sabores más ancestrales de la tierra.
En cuanto al alojamiento, en medios rurales la opción más agradable es la casa rural: enclavada en un entorno bello, el huésped disfruta de su cuidada decoración, de un desayuno casero, y de una atención amable por parte de los dueños y del resto de personas alojadas en él. En destinos turísticos, los complejos hoteleros son el colmo del ostracismo. El turista pasa todo el día en sus instalaciones de corte occidental sin tener el más mínimo contacto con la realidad social del país, su arquitectura, su modo de vivir la noche, de comer, de comunicarse… Puntacana, en la República Dominicana, lugar que muchos llaman la cárcel de oro, es el claro ejemplo de cómo viajar a un país sin conocer absolutamente nada de él. A falta de hoteles rurales, es mejor decantarse por pensiones pequeñas en las que el trato sea familiar.
Otros dos vicios característicos de los turistas que critica el slow travel son la fijación por la cámara de fotos y la guía turística. La realidad no es la misma a través del objetivo que mirándola a la cara. Aunque es agradable recordar en papel o en la pantalla del ordenador los momentos más especiales, una fotografía es incapaz de transmitir tanto como la realidad y el hecho de tomarla distrae. Además, una fotografía de un edificio con el tiempo nos dirá lo mismo que cualquier postal. Por tanto, es más acertado olvidarse de ella y rescatarla sólo para inmortalizar momentos, gestos o actitudes inolvidables de las personas. La guía debe ser una pequeña ayuda, no un salvavidas. Su utilidad es que no nos perdamos pero el slow travel se pregunta: ¿y por qué no hacerlo? Animarse a dejar a un lado el mapa, callejear guiándose sólo por impulsos o por consejos de las personas autóctonas es probablemente la mejor manera de conocer el lugar de destino.
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El movimiento slow ha impulsado la creación de las slow cities. Las ciudades que cuentan con este distintivo o el sello de calidad Cittá Slow ofrecen al habitante y al visitante una calidad de vida que se plasma en la abundancia de zonas peatonales y zonas verdes, el cuidado de la gastronomía y la cultura autóctona, y el esfuerzo por mantener un ambiente tranquilo y cálido, lo más libre posible de ruido y contaminación.
Para que un municipio sea slow city debe tener una población inferior a 50.000 habitantes, no ser capital y tener cerrado el casco antiguo al tráfico, además de cumplir otros requisitos de carácter legislativo, medioambiental, y turístico. La primera ciudad lenta fue la italiana Bra. En el año 2003, 30 ciudades europeas fueron declaradas slow cities y otras tantas lo habían solicitado. En España Pozo Alcón (Jaén) y Nigüelas (Almería) ya han logrado esa denominación y Nigüelas, en la granadina Sierra Nevada, está gestionando su adhesión al movimiento.
En algunos países hay incluso agencias de viajes especializadas en ofertar visitas a ciudades lentas o rutas siguiendo los principios del movimiento slow. Una de ellas es Slow Travel Wine, Food and Nature (Viaje lento, vino, comida y naturaleza), una empresa chilena que propone viajes programados en los que el cliente come en las tascas más típicas, visita puestos de artesanía o recorre Parques Naturales .