Productos “naturales”, “biológicos”, “ecológicos”, “orgánicos”, “libres de emisiones de CO2”, “biodegradables”, “reciclables”, “respetuosos con el medio ambiente”. El ecologismo está de moda, como lo demuestran los numerosos anuncios y campañas de marketing que utilizan estos y otros términos similares. Ahora bien, no todo lo que reluce es “verde”. Aunque en ocasiones es complicado acertar, los consumidores pueden guiarse por unos consejos que le ayudarán a hacer una compra más ecológica, inteligente y responsable.
En primer lugar, no conviene dejarse llevar de buenas a primeras por este tipo de denominaciones tan genéricas y ambiguas, que normalmente no suelen estar reguladas, salvo excepciones. Por ejemplo, los términos «bio» y «biológico» se podían utilizar hasta mediados de 2006 en todo tipo de alimentos, hasta que la ley restringió su uso a productos elaborados exclusivamente con métodos ecológicos.
Un consumidor crítico debería también desconfiar de promesas demasiado bonitas para ser ciertas o de eslóganes muy llamativos e incluso contradictorios. Por ejemplo, un coche podrá reducir sus emisiones de CO2 o utilizar el combustible de manera más eficiente, pero nunca podrá ser «ecológico» porque seguirá teniendo un impacto medioambiental considerable.
Asimismo, la falta de transparencia es otro de los elementos a tener en cuenta: No se puede esperar nada bueno de un producto que no ofrezca información detallada sobre su condición «verde», o si no resulta fácil contactar con su servicio de atención al consumidor.
Aunque no es un sistema perfecto, hay diversas certificaciones que pueden emplearse como guíaEn este sentido, el etiquetado puede ser útil para elegir un producto ecológico. Aunque no es un sistema perfecto, hay diversas certificaciones que pueden emplearse como guía. Por ejemplo, un producto con la etiqueta ecológica europea ha pasado por rigurosos controles de la Comisión Europea. Asimismo, los productos madereros que llevan el certificado del Consejo de Administración Forestal (FSC en sus siglas inglesas) han sido extraídos y elaborados con criterios ecológicos, sostenibles y socialmente justos y solidarios.
En otras ocasiones, se juega también con la similitud terminológica. Por ejemplo, «reciclable» significa que el consumidor puede llevar ese producto a reciclar al lugar destinado a ello, mientras que «reciclado» quiere decir que el producto incorpora materiales que provienen del reciclaje.
Además de las palabras, el envoltorio, con diseños que muestran elementos naturales o colores verdes, también se utiliza para convencer de las supuestas bondades ecológicas del producto. No obstante, una atenta lectura de su etiqueta nos debería sacar de dudas, y así por ejemplo, se podría saber si un cosmético es realmente de origen vegetal, o si en su gran parte está realizado con componentes artificiales aunque incorpora un pequeño porcentaje de ingredientes naturales.
Por ello, y especialmente en productos de precio elevado o destinados a servir para mucho tiempo, resulta muy recomendable informarse previamente de sus características y de los detalles concretos.
Hábitos de consumo ecológicos
Además de saber elegir correctamente un producto, interiorizar unos hábitos de consumo ecológicos también es fundamental. En este sentido, las famosas tres erres (reducir, reutilizar y reciclar en ese orden de importancia) son una de las claves.
Por ejemplo, a la hora de ir a comprar, elegir sólo lo indispensable y aprovechar al máximo los productos, dándoles otras utilidades para alargar su vida; intentar evitar los productos con envoltorios muy aparatosos o envases de plástico; priorizar los productos de larga vida sobre los de usar y tirar, así como los que se puedan reciclar más fácilmente; prescindir en lo posible del coche privado; seleccionar aparatos eléctricos de bajo consumo o con etiqueta de alta eficiencia energética; tener como primera opción los alimentos naturales de temporada frente a los precocinados o con aditivos artificiales; etc.
En cualquier caso, los grados de ecologismo a los que se pueden llegar son varios, y en definitiva, dependen de la opción personal de cada consumidor. Por ejemplo, el consumidor ecologista más radical evitará comer pescado, carne, huevos y productos lácteos de origen industrial, por el impacto ambiental que supone su producción; irá andando o en bicicleta; seleccionará productos de origen natural y/o con etiquetas ecológicas, etc.
En el otro lado se encuentran lo que en Estados Unidos denominan «eco-narcisistas» o «ecologistas-light». Se trata de consumidores que compran ropa de gama alta fabricada con algodón orgánico, instalan en sus chalets paneles solares fotovoltaicos, conducen coches híbridos, viajan en avión a destinos ecoturísticos de lujo tras haber compensado sus emisiones de dióxido de carbono (CO2) o consumen alimentos ecológicos «delicatesen».
Según Steve Bishop, responsable de diseño sostenible en la consultora IDEO, el marketing destinado a un consumidor “verde” es muy difícil y peligroso para las empresas. En su opinión, la mayoría de los consumidores buscan primero satisfacer sus necesidades personales antes que considerar las del planeta. Asimismo, afirma, los productos con ecoetiquetas se encuentran en un “gueto verde” que no llegan al consumidor general.
Por ello, según Bishop, las empresas que realmente quieran ser “verdes” deben centrarse en los comportamientos ecológicos a los que todo el mundo aspira. “Los consumidores no quieren simplemente eco-productos, demandan soluciones a sus problemas cotidianos que además sean respetuosas con el medio ambiente”, sostiene.
Y por supuesto, tampoco funcionan los “lavados de cara verde”, como recuerda Daniel Esty. Según este experto en estrategias empresariales ecológicas en la Universidad de Yale “los organismos de control, tanto oficiales como no, pueden ver fácilmente si las empresas están cumpliendo realmente con el medio ambiente. Sobre los que no cumplen pesa en cada momento un riesgo muy real de que sean desenmascarados y criticados, cuando no perseguidos.”
Asimismo, este especialista no recomienda aprovecharse de la buena voluntad de los consumidores haciendo recaer en ellos los gastos por las mejoras medioambientales. “En muchas circunstancias, los consumidores quieren productos más ecológicos, pero no quieren pagar para ello un gran precio”, asegura.