La alimentación y la salud están relacionadas. Por ello, en la actualidad, muchas personas se preocupan por su dieta e intentan vigilar lo que consumen: mejorar la alimentación contribuye a mantener un buen estado de salud. Así, es cada vez más habitual preocuparse por comer abundantes frutas y verduras, evitar abusar de los dulces y la bollería o intentar minimizar el consumo de grasas de origen animal. Sin embargo, para llevar una alimentación sana es preciso no quedarse solo con lo obvio, lo sabido y lo fácil de reconocer, sino estar atentos a otros detalles importantes, como los enemigos invisibles de los propósitos saludables. El siguiente artículo desvela las cuestiones a las que se debe prestar atención al seleccionar los alimentos que configurarán la dieta habitual con el fin de no caer en las “trampas anti-salud”.
En el libro ‘Secretos de la gente sana’, el dietista-nutricionista Julio Basulto utiliza una metáfora sobre el mercado inmobiliario para ejemplificar algo que también es muy habitual en el ámbito de la alimentación. En la publicidad o el etiquetado de un alimento, lo que «no» se dice sobre él es a menudo más importante que lo que sí se resalta. Y lo mismo ocurre con las viviendas: cuando un piso se publicita como muy luminoso y barato, es muy probable que sea un sexto piso sin ascensor y minúsculo. En esta línea, Basulto lo explica en su libro con un ejemplo tan cotidiano como cierto: cuando una galleta se anuncia como «rica en fibra, calcio y omega-3», podemos estar casi seguros de que tendrá mucho azúcar, mucha sal (sí, las galletas tienen sal) y pocas vitaminas. Y es que, a la hora de comer sano, estamos rodeados de «amistades peligrosas» invisibles y difíciles de identificar. Estas son cinco de ellas:
1. El tamaño de las raciones
Las porciones de alimentos que tomamos han aumentado de forma exagerada en los últimos años, lo cual se traduce inevitablemente en una mayor ingesta. Sin saberlo, al escoger el mismo producto que unos años atrás, obtenemos una mayor cantidad de alimento que, con toda probabilidad, tomaremos en su totalidad. Un trabajo del Departamento de Salud del Gobierno estadounidense lo ilustra con claridad al diferenciar las calorías que aportaban diferentes productos alimentarios hace 20 años en comparación con la actualidad. El tema es preocupante, porque nuestras necesidades energéticas no han crecido en paralelo a este incremento de energía consumida (más bien lo contrario), lo que acaba en un ingreso de calorías superior al gasto. Este exceso se almacena en forma de grasa corporal.
2. El tipo de grasas
Cuando leemos en una etiqueta «bajo en grasas» o «sin grasas», pensamos de inmediato que se trata de un producto saludable. Pero esto no tiene por qué ser así. Las grasas no son, por norma, malas y, por lo tanto, la tesis «cuantas menos, mejor» no es acertada. En realidad, este nutriente es necesario e imprescindible para múltiples funciones del organismo, y según la Autoridad Europea de Seguridad Alimentaria y Nutrición (EFSA), del total de calorías ingeridas a lo largo del día, entre el 20% y el 35% debería provenir de este nutriente. Pero la EFSA también diferencia con contundencia las recomendaciones de consumo según el tipo de grasas y establece que, de grasas saturadas y grasas trans, cuantas menos, mejor. Estos son, por lo tanto, el tipo de grasas que se deben buscar en las etiquetas y minimizar su consumo, tal como aconsejan las autoridades en nutrición.
3. ¿Es integral o enriquecido con fibra?
Los conceptos «integral» o «enriquecido con fibra» no son sinónimos. Refinar cereales como el arroz o el trigo (eliminar la capa externa que recubre su grano) supone perder la mitad de las vitaminas, de los minerales y de la fibra que contienen. De esta manera, el pan blanco o la pasta y el arroz refinados son menos nutritivos y también menos saludables, porque, además de nutrientes, el refinado elimina entre 200 y 300 veces su contenido en sustancias fitoquímicas protectoras de la salud. En esta línea, la recomendación de las instituciones sanitarias es que se prioricen los cereales integrales, que no es equivalente a «enriquecidos con fibra», ya que si bien aportarán más cantidad de ésta, no sucede lo mismo con las vitaminas, minerales y sustancias fitoquímicas.
4. La sal
Este condimento presente en casi todos los alimentos procesados supone, consumido en exceso, un factor de riesgo clave en la hipertensión y en la enfermedad cardíaca. Es importante saber que solo el 25%-30% de la sal que se ingiere es añadida por uno mismos de forma voluntaria. El resto procede del consumo de alimentos tan cotidianos como el pan, la bollería, los cárnicos y derivados, los quesos, las salsas, las conservas, los platos precocinados, etc. Escoger de forma sistemática los productos «sin sal/sodio», con «bajo contenido de sal/sodio» o con denominaciones equivalentes o, mejor aún, lo menos procesados posible es una forma de evitar uno de los más grandes enemigos de una dieta saludable.
5. El etiquetado de declaraciones nutricionales
¿Qué significa que una galleta de chocolate es light? ¿Se puede comer tanta margarina ligera como se quiera? ¿Están los postres con un valor energético reducido destinados a la población con obesidad? La legislación que regula la declaraciones nutricionales y de salud no es conocida por la mayoría de la población, que ante este tipo de reclamos publicitarios se siente desorientada. Un producto puede etiquetarse como «light«, «ligero» o con «valor energético reducido» si las calorías se han disminuido, como mínimo, en un 30%. Pero esto no significa que sean pocas, sobre todo si el producto original era muy rico en calorías (y grasas, y azúcares, y…).