En cierto modo, los habitantes del primer mundo somos nuevos ricos digitales: en poco tiempo hemos recibido un aporte enorme de tecnología y sin estar demasiado prevenidos sobre las dosis de uso convenientes para gestionar la nueva esfera digital. El resultado es que, sin darnos cuenta muchas veces, nos estamos dando un atracón de nuevas tecnologías. Carecemos de educación 2.0 y abusamos de forma compulsiva de la hiperinformación y la hipercomunicación. Sin ser enfermedades ni adicciones, padecemos una serie de síntomas que pueden afectar a nuestra vida privada y nuestro rendimiento profesional. Se resumen en lo que algunos analistas llaman “obesidad digital”. El artículo explica este término, los signos que la identifican y cómo controlarla.
¿Qué es la obesidad digital?
Igual que el consumo desaforado de calorías vacías a todas horas y sin necesidad acaba derivando en un cuadro de obesidad mórbida, la conectividad constante a la Red y sus servicios a todas horas y desde cualquier dispositivo y lugar puede generar «obesidad digital». El término ha sido acuñado por algunos expertos, entre ellos el director de relaciones institucionales de Google, Daniel Sieberg, que ha escrito un libro sobre sus vivencias.
La conectividad a la Red y sus servicios a todas horas es lo que se conoce como obesidad digital
Sieberg sabe de primera mano lo que es el hartazgo digital inconsciente y cómo afecta a la vida diaria, porque lo experimentó en su día cuando era analista de varios medios estadounidenses. También se dio cuenta de que no se trataba de un problema psicológico o fisiológico, ni adicciones ni enfermedades, sino educacional. En otras palabras, que podía revertirse con las pautas y la educación digital adecuada. Por ello, en 2011 publicó su libro y, en la actualidad, ante la perspectiva de que el problema lejos de disminuir aumenta, ha relanzado una campaña en la que trata de concienciar no solo a las personas, sino también a empresas, padres e instituciones educativas de menores. Según Sieberg, tarde o temprano tendremos que tomar conciencia de que la obesidad digital es un problema social.
¿Cómo sé si soy obeso digital?
Es probable que todos tengamos hasta cierto punto lo que se llama «sobrepeso digital»: un uso intensivo de las nuevas tecnologías más allá de lo necesario. No tiene por qué ser malo, igual que no lo es comer una bolsa de patatas fritas. El problema es que se convierta en una costumbre.
Vivimos en un mundo donde las relaciones sociales, la educación y la información se han trasladado en buena medida a Internet
Vivimos en un mundo donde las relaciones sociales, la educación o la información se han trasladado en buena medida a Internet, pero esto no quiere decir que hayan dejado de existir fuera de ella. Para evaluar nuestro nivel de «sobrepeso digital» podemos aplicar los diversos índices que crea cada experto en el tema, pero también se puede detectar el problema con sencillas preguntas y sentido común.
¿Cuántos ordenadores tenemos? ¿Cuántas tabletas? ¿Usamos móvil con tarifa de datos? ¿A cuántos servicios de redes sociales estamos apuntados? ¿Con qué frecuencia diaria los consultamos? ¿Qué hacemos cuando estamos en la calle, en el metro o en la parada del autobús? ¿Leemos en papel o en libro digital, o bien solo en la tableta y el smartphone? ¿Ponemos el teléfono en modo vuelo al irnos a dormir? ¿Lo consultamos durante las comidas familiares? ¿Tratamos con nuestros amigos físicamente cercanos más en la calle o en las redes? Estas y otras muchas cuestiones nos pueden hacer reflexionar sobre si podríamos vivir de otra manera nuestra relación con lo digital.
Además, podemos preguntar a nuestra pareja, hijos, padres, empleados, etc. qué piensan al respecto. Si opinan que les tenemos olvidados, que somos maleducados en ciertos momentos o que resultamos agobiantes y no damos tregua a que los demás descansen de su jornada profesional, en efecto tendemos a la obesidad digital.
¿Cómo lo soluciono?
La obesidad digital es un problema educacional más que emocional. No nos han dado las pautas para relacionarnos con tanta tecnología, hiperinformación e hiperconectividad como existe hoy. En consecuencia, debemos ser nosotros mismos los que nos creemos nuestras propias normas, que es más que seguro que valgan solo para uso personal, ya que cada individuo es un mundo.
¿A cuántas redes sociales estamos apuntados? ¿Con qué frecuencia las consultamos? ¿Qué hacemos cuando estamos en la calle, en el metro o en la parada del autobús?
Y en este sentido, quizás la primera de ellas deba ser aprender a vivir sin el móvil. El smartphone es quizás el objeto que más atención concentra, porque siempre está junto a nosotros. Por lo tanto, comenzar por él no es una mala idea. Podemos empezar por someterlo a él a dieta, eliminando todas las aplicaciones que tengamos descargadas y no sean imprescindibles. Un siguiente paso es, simbólicamente, guardarlo en la nevera a la hora de las comidas y las cenas familiares. No hace falta ponerlo en el frigorífico, aunque ayuda, basta con ponerlo en modo vuelo y dejarlo algo alejado de la mesa.
También se pueden marcar unas horas para el acceso al correo electrónico, aunque sea laboral, ya que no es necesario estar todo el rato conectado. Una defensa frente al acoso de los correos urgentes de todo tipo es utilizar los mensajes de ausencia configurables, para indicar que estamos comiendo, fuera de horario laboral o de vacaciones. De este modo, invitamos a los demás a que aplacen sus mensajes o, al menos, que sean conscientes de que no los leeremos de inmediato.
En redes sociales podemos fijar unos horarios sensatos. Por ejemplo, destinar un máximo de tres horas diarias establecidas para estos menesteres, y siempre las mismas, para coger la costumbre. Para compensar la necesidad de información, por otro lado, durante las desconexiones podemos aprovechar para leer en formato papel o libro electrónico, pero desconectados.
Una buena idea es establecer un fin de semana desconectado al mes en el que la familia no pueda acceder a teléfonos ni ordenadores
Procuremos hacer con frecuencia deportes de equipo y actividades al aire libre que impliquen relaciones físicas con otras personas, para evitar que la necesidad emocional de comunicarnos se ciña al mundo on line. También es interesante establecer un fin de semana desconectado al mes, como mínimo, en el que la familia no pueda acceder a teléfonos, ordenadores o tabletas. En muchos países ya es una tendencia creciente.
Si nuestros hijos protestan, se les pueden proponer actividades que impliquen emociones, curiosidad y acción física, que es lo que les ofrecen los videojuegos, pero en ningún caso cedamos a esas “niñeras digitales” que son las videoconsolas durante estos fines de semana. Y del mismo modo que nos autoeducamos nosotros, tomemos conciencia de que debemos fabricar pautas similares a la medida de nuestros pequeños, empezando por cuestionarnos a qué edad deben tener acceso a un móvil. También ellos deben aprender que la tecnología no lo es todo.