Había una vez una escuela en un pueblecito de unos pocos centenares de habitantes llamado Blackawton, en el condado de Devon, Inglaterra. Había una vez un grupo de estudiantes de entre 8 y 10 años que se empezaron a hacer preguntas sobre las abejas que observaban en los alrededores del colegio. Había una vez un artículo científico publicado por niños de entre 8 y 10 años en la revista Biology Letters, de la Royal Society. No es un cuento. El relato de un descubrimiento científico realizado por alumnos de Primaria sirve de base para preguntarse en este texto por qué en las escuelas no se enseña ciencia haciendo ciencia.
Que a jugar al fútbol se aprende jugando a fútbol es algo tan obvio que hasta sonroja recordarlo. Sin embargo, en lo que respecta a la ciencia y otros campos del conocimiento, la cosa no parece tan clara. En la escuela se nos transmiten muchos conocimientos científicos e incluso, en ocasiones, llegamos a diseñar y realizar experimentos, a manipular aparatos y objetos para responder una pregunta. En la mayoría de los casos, la pregunta no es nueva, con lo cual la actividad no responde al mecanismo de la curiosidad que alimenta la verdadera ciencia. Además, la contestación se conoce de antemano, hecho que bloquea la emoción asociada a todo proceso de descubrimiento. Así las cosas, en la mayoría de los centros educativos los alumnos llevan a cabo, como mucho, simulacros de lo que es la verdadera actividad científica. Solo en contadas ocasiones se hacen estudios científicos en los cuales se busca respuesta a una pregunta nueva.
Alumnos de entre 8 y 10 años formularon una pregunta, diseñaron un experimento para responderla, realizaron las observaciones correspondientes y llegaron a sus propias conclusiones
Ese fue el caso de un grupo de 25 alumnos de entre 8 y 10 años de la escuela de Blackawton, en Inglaterra. Estos estudiantes formularon una pregunta, diseñaron un experimento para responderla, realizaron las observaciones correspondientes y llegaron a sus propias conclusiones. Asesorados por el neurocientífico Beau Lotto y por David Strudwick, uno de los profesores de la misma escuela, desarrollaron un proyecto de investigación científica que respondía con datos y observaciones una interrogante que nunca nadie había formulado antes. Por lo tanto, este grupo ha contribuido a ampliar el conocimiento científico con nueva información. Además, durante el proceso descubrieron algunos aspectos sobre el carácter y el funcionamiento de la ciencia que desconocían.
Una vez llevado a cabo el experimento en Blackawton y resuelta la pregunta, llegó el momento de escribir el artículo científico. «Había una vez…» fue la fórmula que utilizaron los alumnos para abrir el artículo en el que explicaban los resultados de su estudio sobre la influencia de los patrones de color en el proceso durante el cual las abejas escogen una flor para alimentarse. Además de la ya mencionada «Había una vez…», en él aparecen frases y expresiones como «Después pusimos el recipiente con las abejas en la nevera de la escuela (e hicimos pastel de abeja :-)», «Fase de entrenamiento 2 (el puzzle? ta ta taaaaaa)». La discusión de los resultados se abre con la frase «Este experimento es importante porque, por lo que sabemos, nadie en la historia (incluidos los adultos) ha realizado este experimento antes». Y el artículo concluye así: «La ciencia es divertida porque haces cosas que nadie ha hecho antes».
«Este experimento es importante porque, por lo que sabemos, nadie en la historia (incluidos los adultos) ha realizado este experimento antes. La ciencia es divertida porque haces cosas que nadie ha hecho antes», comentaban en sus conclusiones
Aunque el diseño y la realización de los experimentos se hicieron en cuatro meses, la publicación de los resultados llevó cuatro años. El artículo, titulado ‘Blackawton bees’ y redactado por los niños e ilustrado también por ellos con dibujos pintados con lápices de colores, se envió a las revistasNature, Science, Current Biology y PLOS ONE. Con buenas palabras, estas revistas rechazaron su publicación aduciendo que el artículo no se adaptaba a sus parámetros editoriales.
Pero Beau Lotto estaba decidido a que se apreciara el trabajo desde un punto estrictamente científico, y no solo desde el punto de vista formal. Así que envió el artículo a dos neurocientíficos de prestigio internacional para que lo valorasen. Una vez leído, ambos asesores corroboraron el interés científico de los resultados que se exponían en el texto. Estas opiniones fueron una ayuda fundamental para que el editor de la revista Biology Letters acabara publicando el estudio.
Ante esta historia, la pregunta que surge es: «¿Unos niños de ocho años han publicado un artículo científico en una revista de prestigio internacional?». Y después de recibir una nueva confirmación, se suele oír: «¿Son superdotados?». Y cuando se responde que no, uno se encuentra ante caras que no consiguen alejar la incredulidad. Pero la pregunta clave e interesante aquí es por qué esto no sucede más a menudo, es decir, ¿por qué en las escuelas no se enseña ciencia haciendo ciencia? Si se piensa un poco en esta cuestión, es muy difícil justificar que no se haga. Se trata, en última instancia, de que los alumnos formulen preguntas significativas para ellos y que las respondan utilizando un protocolo científico. Seguro que los 25 autores del artículo ‘Blackawton bees’ tienen hoy una idea de la ciencia distinta de la que tienen la mayoría de estudiantes, que se dedican a memorizar con abnegación las partes de una célula o a reproducir experimentos de laboratorio esperando obtener un resultado definido de antemano. Poca gente duda que la curiosidad y la emoción del descubrimiento son los auténticos motores de la verdadera ciencia. ¿Por qué no aprovecharlos más en las escuelas?
Para finalizar, recomendamos visionar este vídeo en el que el mismo Beau Lotto y Amy O’Toole, una de las autoras del artículo, explican su experiencia.
El artículo ‘Blackawton bees’, por cierto, está colgado en la web de la revista Biology Letters y se puede consultar de forma gratuita.