La muerte de un ser querido provoca, en primer lugar, un importante daño afectivo a sus más allegados. Más tarde, a la pérdida moral, se suma otra patrimonial, debido al cobro de las comisiones bancarias por cambio de titularidad de valores tras el fallecimiento de su originario titular.
Quizás convenga poner un ejemplo práctico. En el caso de que una persona tenga en posesión determinados valores financieros, por ejemplo acciones o bonos. Los mismos, por necesidad legal, constan depositados en una entidad financiera a su nombre. Si dicha persona fallece se abre su herencia y dichos títulos se adjudican al heredero al que corresponda en virtud del título hereditario. Ello implicaría, desde el punto de vista jurídico, que dichos títulos, mediante un mero asiento o anotación, se asignaran al nuevo titular o heredero.
La atribución de dichos valores es involuntaria, desde el punto de vista del heredero, dado que procede de un hecho luctuoso para su persona, como consiste el fallecimiento de su familiar. Pues bien, ante esta involuntariedad, y por el simple cambio de titularidad, las entidades cobran una comisión, que no sólo se aplica sobre el nominal del valor de la acción, sino sobre su valor efectivo de cotización real.
Esta actuación podría ponerse en entredicho por varios motivos:
.- No se trata de un servicio de cambio voluntariamente solicitado por el nuevo titular, ya que el cambio de titularidad se produce por un hecho natural: el fallecimiento del familiar.
.- El nuevo titular carece de voluntad de negociación con la entidad respecto al importe de esta comisión, y se ve conminado a aceptar la comisión impuesta unilateralmente por la entidad. Comisión, además, que desconoce, dado que no negoció la tarifa con la entidad, sino que fue el titular inicial quien lo hizo. A él le viene impuesta.
.- Se procede al cobro sobre el efectivo valor y no sobre el nominal depositado. En cuanto la tarifa, es la que imponga la entidad, dado que no suelen abrir margen alguno de negociación.