Los consumidores usamos diversos tipos de tarjetas para pagar o financiar nuestras compras. Por un lado, tenemos las denominadas tarjetas de débito. Son las más comunes. Nos permiten sacar dinero de nuestras cuentas corrientes a través de los cajeros automáticos.
Las tarjetas de débito facilitan la obtención de dinero en metálico en casi todo tipo de cajeros, pero si recurrimos a los de una red distinta de aquélla a la que pertenece la tarjeta nos cobrarán una comisión que oscila entre el 2% y el 4% del dinero que retiremos.
También podemos emplear las tarjetas de débito para abonar el precio de nuestras compras en los establecimientos comerciales.
Los bancos que las expiden nos cobran un fijo anual por su uso, este dinero suele rondar los 6 euros, dependiendo de la entidad bancaria.
Una de sus características es que no podemos financiar ninguna compra mediante su uso. Esto quiere decir que el banco o entidad que la emite no nos adelanta a crédito dinero para nuestras compras.
Este caso sí se da en las tarjetas de crédito. Su principal característica es que permiten pagar de forma aplazada en distintas modalidades. La entidad que la emite concede un determinado importe de crédito al solicitante del que éste puede disponer cuándo y cómo quiera.
En la práctica, lo que la entidad responsable de la tarjeta hace es responder económicamente por nosotros en el momento por las compras que realicemos. Después nos cobrarán la cantidad correspondiente más un interés variable en un plazo determinado.
Lo normal es que la cantidad que hemos gastado durante el mes la repongamos al iniciarse el siguiente mes sin pagar intereses. Pero puede darse el caso de que la entidad nos permita financiar esta cantidad en pagos mensuales de importe fijo o mediante un porcentaje sobre el saldo dispuesto.
El dinero que pagamos anualmente a la entidad emisora es superior al que pagamos por las tarjetas de débito, en muchas ocasiones ronda el doble de esa cantidad.