Antonio Cendrero es Doctor en Ciencias Geológicas y Académico Numerario de la Real Academia de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales. En la actualidad trabaja en la Universidad de Cantabria como Catedrático de Geodinámica. En 2003 fue miembro del Comité Científico Asesor del Ministerio de Medio Ambiente y ha participado en numerosas investigaciones internacionales. Recientemente, en un ciclo de conferencias de divulgación de la ciencia explicaba cómo se trabaja para determinar los riesgos de un posible desastre natural y la manera de prevenirlos y hacer frente a los daños. Cendrero denuncia que a pesar de los avances científicos y el desarrollo económico, los daños ocasionados por catástrofes naturales han aumentado espectacularmente en los últimos años, debido en gran parte a una mala gestión de las capacidades de previsión y de intervención.
Los daños causados por desastres naturales afectan a todo el mundo, pero sobre todo a los países más pobres, que son los que menos medidas pueden poner para evitarlos y para recuperarse. Para hacer frente a un desastre, el grado de desarrollo económico es vital. Los países más ricos son los que más daños económicos sufren en cifras absolutas, porque evidentemente son los que más bienes poseen. Pero esos daños representan una proporción mucho más pequeña de su producto bruto y, además, cuentan con un grado de preparación que hace que puedan recuperarse mejor.
Las inundaciones son la catástrofe más extendida y probablemente la que más daños causa en todo el planeta. En cuanto al número de vidas, se producen por término medio entre miles y decenas de miles de muertos por catástrofes naturales en el mundo cada año.
Los datos pueden resultar paradójicos, pero lo cierto es que, por ejemplo, a lo largo de la segunda mitad del pasado siglo, los daños totales han aumentado. Los conocimientos científico-técnicos de los que disponemos nos permiten intervenir, para bien y para mal, en los elementos humanos y en algunos procesos de la naturaleza. Ahora bien, la capacidad de hacer las cosas mal no conoce fronteras. Si se hicieran bien las cosas, el grado de desarrollo económico permitiría establecer medidas para minimizar los daños, pero los datos nos dicen otra cosa. De 1950 a 2000 la población se ha duplicado, el consumo energético se ha cuadruplicado, y el producto bruto mundial es siete veces mayor. Estas cifras nos indican que, a pesar de que la población haya aumentado, lo ha hecho en mayor medida el grado de industrialización, y todavía más la eficiencia de los sistemas productivos. Sin embargo, esta mejora no se aprecia, sino todo lo contrario, cuando valoramos los desastres y las pérdidas. Por un lado, el número de grandes desastres se ha multiplicado por nueve, algunos no relacionados con una posible intervención humana, pero otros sí. Por otro lado, la cifra de pérdidas se ha multiplicado por 25. Evidentemente, a pesar de que en esos cincuenta años han aumentado mucho los conocimientos científicos y las capacidades tecnológicas, hay algo que no funciona en nuestra gestión de estos procesos. Al ver estos datos, está claro que más que ante catástrofes naturales, nos encontramos ante una gestión catastrófica.
El problema de la gestión depende sobre todo de los políticos, que no son diferentes del resto de la sociedad
El problema de la gestión depende sobre todo de los políticos, que no son diferentes del resto de la sociedad. Los políticos, como el resto de los seres humanos, tienen un comportamiento poco previsor. ¿Cuántos de nosotros se ponen el cinturón de seguridad en los coches por miedo a las multas y no como medida de prevención de un accidente? Con el estado actual del conocimiento, se podrían realizar medidas que evitarían muchos problemas. Sin embargo, en muchas ocasiones se toman decisiones que no es que vayan en contra del conocimiento científico, sino incluso contra el sentido común. En donde yo vivo, en los años 80 se edificó un colegio en un lugar en el que cada pocos años se producían inundaciones. Naturalmente, el colegio ha sufrido varias inundaciones con posterioridad a su construcción, y ahora se está haciendo una considerable inversión para corregir ese problema. La solución evidente y más barata para el bolsillo del contribuyente había sido evitar la zona de riesgo a la hora de seleccionar el emplazamiento, cosa muy fácil de hacer.
Mi casa no se inundó porque me preocupé de estudiar la zona y observar los lugares de riesgo. Si bien es difícil precisar cuándo puede tener lugar un desastre, sí que podemos en general identificar las zonas donde puede ocurrir
Si bien es difícil precisar cuándo puede tener lugar un desastre, sí que podemos en general identificar las zonas donde puede ocurrir, y se deberían tomar decisiones para poder estar preparados para algo que va a pasar en el futuro. Reconozco que los científicos poco podemos hacer en este sentido, aunque también creo que a través de las instituciones científicas, como las universidades, el Consejo Superior de Investigaciones Científicas, o la propia Real Academia de las Ciencias, se podría hacer más para contribuir a crear un estado de opinión sobre estos temas.
Existe una gran variedad de herramientas y medidas, tanto estructurales (con intervención física, como la construcción de embalses de contención, la edificación de construcciones de acuerdo con normas sismorresistentes, etc.), como no estructurales (medidas preventivas, sin intervención física directa, tales como la correcta ordenación del territorio, consideración específica de los riesgos en los planes de urbanismo, etc.) que, aunque no resuelvan todos los problemas, permiten mejorar la situación y reducir los riesgos. Además, los desastres naturales se pueden combatir de manera local, en nuestro propio municipio, donde se verán los beneficios de una buena gestión aunque los demás no lo hagan, a diferencia de, por ejemplo, los problemas que plantean los gases de efecto invernadero, para cuya reducción se necesita un comportamiento global. El Protocolo de Kyoto busca el desacoplamiento entre el desarrollo económico y sus efectos sobre el calentamiento global a través de los gases de efecto invernadero, no desacelerando el desarrollo, sino haciendo programas respetuosos con el medio ambiente. Algo similar se debería poner en marcha para desacoplar la conexión entre desarrollo económico y daños por riesgos naturales, puesta de manifiesto por las cifras antes comentadas.
Un aspecto básico es el fortalecimiento institucional en este sentido, para que la gente pueda estar preparada ante un desastre y que se desarrollen programas educativos que hagan que se pueda convivir con los riesgos de manera natural
Un aspecto básico es el fortalecimiento institucional en este sentido, para que la gente pueda estar preparada ante un desastre y que se desarrollen programas educativos que hagan que se pueda convivir con los riesgos de manera natural. En Colombia, por ejemplo, se han desarrollado algunos planes escolares de prevención de los desastres que ya quisiéramos en muchos países de Europa. Otro ejemplo reciente que sirve para ver lo importante de la educación es la noticia de un niño que en el tsunami del Indico de hace unos meses pudo salvar su vida y la de los que le rodeaban gracias a que le habían explicado en su clase que los tsunamis producen una retirada inicial de las aguas hacia el interior. Al percatarse de que se producía ese fenómeno, lo explicó y la gente pudo huir a zonas más seguras.
La evaluación de los riesgos se realiza teniendo en cuenta tres factores: amenaza natural, exposición de bienes y personas y vulnerabilidad, es decir, la posibilidad de daños. En relación con los distintos procesos peligrosos se trata de evaluar, en primer lugar, la susceptibilidad, es decir, la propensión a que pueda ocurrir algo. En segundo lugar, la amenaza, es decir, la probabilidad expresada numéricamente de que algo ocurra en una zona en un lapso de tiempo dado. Y en tercer lugar, el riesgo, que tiene en cuenta el nivel de daños, las vidas afectadas y las pérdidas económicas. A partir de esto, se pueden elaborar mapas de amenazas, que expresan la probabilidad de los eventos peligrosos, y de riesgos, que muestran los daños esperables. A partir de eso se pueden tomar decisiones sobre dónde y cómo conviene intervenir para reducir los daños. Para tratar de predecir un desastre en el futuro, se utilizan tres tipos de modelos: empíricos, probabilísticos y determinísticos. Se hace un inventario de lo dañable, y se analiza lo que ocurrió en el pasado, porque podría repetirse en el futuro Es importante decir que se trata de una simplificación de la realidad, y que los modelos no tienen una precisión total. En este sentido, se podría decir que nuestra capacidad de predecir en el espacio es buena, mientras que en el tiempo es peor. Por ejemplo, en la zona donde ocurrió el desastre del camping de Biescas se decía que el periodo de retorno, la posibilidad de que se repitiera un desastre, era de unos 500 años; sin embargo, episodios similares habían ocurrido al menos dos veces en el siglo XX.
En el caso de las erupciones volcánicas se producen varios signos previos que los científicos tienen en cuenta para valorar el riesgo. En el Teide se han producido algunos de esos signos, a lo largo del último año. Además, teniendo en cuenta la periodicidad histórica de las erupciones en Canarias, podríamos decir que “más o menos ya toca”, aunque eso no quiere decir que necesariamente vaya a ocurrir. Como decía anteriormente, se trata de predicciones con margen de error. Hablando de esta zona, no todo es negativo cuando se habla de desastres naturales. La última erupción que se produjo en la isla de La Palma en 1971 levantó la curiosidad de miles de turistas que viajaron a la isla, lo que representó un considerable flujo económico.
Sí, en el pasado ya se han producido tsunamis en el suroeste de la península ibérica, que es la zona de mayor riesgo. A pesar de ello, no hay sistemas de alarma. En algunos casos, esos sistemas tampoco servirían de mucho, dado que la distancia entre algunos de los posibles puntos de origen de un tsunami, en forma de sismos en la costa africana, y las costas españolas es muy pequeña, y el tiempo de aviso sería demasiado corto para actuar. En otros casos, como por ejemplo terremotos en puntos alejados de la falla Azores – Gibraltar, sí habría más tiempo para actuar ante una alarma. El daño en vidas humanas podría ser muy grande, tal como se puso de manifiesto en 1755, cuando hubo decenas de miles de muertos en el sudoeste de la Península Ibérica. En la actualidad las víctimas potenciales serían, como es lógico, mayores, ya que a lo largo de la costa entre Valencia y Lisboa hay millones de habitantes, cosa que no ocurría en el siglo XVIII.