El invisible impacto ambiental de la tecnología digital
Aunque nos pueda parecer increíble, cualquier actividad realizada en el entorno digital genera emisiones de gases de efecto invernadero. Internet se apoya en una red de cables, centros de datos y servidores permanentemente operativos, que consumen grandes cantidades de energía.
Cada vez que utilizamos un dispositivo de uso individual conectado a esta red, como un móvil o un ordenador, se pone en marcha toda una infraestructura que necesita electricidad para almacenar y transmitir esa información a través de los servidores.
“En España, cargar el móvil genera unos cinco kilogramos de CO2 equivalente cada año, mientras que, con un ordenador de sobremesa usado durante ocho horas, alrededor de los 25 kg de CO2. Estas dos acciones tienen un consumo anual parecido al de una nevera. Si tenemos en cuenta todo el ciclo de vida de los dispositivos electrónicos, esto es, si incluimos la obtención de materiales, fabricación, empaquetado y transporte y, por último, recuperación y reciclaje, esta cifra crece entre 5 y 20 veces más, es decir, empezamos a hablar del orden de la tonelada”, explica Gonzalo Ruiz de Villa, de GFT, empresa especializada en la transformación digital.
A pesar de estos datos, la transformación digital es un instrumento fundamental en la senda hacia un mundo más sostenible. Apoyarse en las nuevas tecnologías permite un ahorro de energía y de recursos. Por ejemplo, el desarrollo digital ha cambiado la forma en la que nos comunicamos, agilizando los tiempos y eliminando las fronteras y ha alterado el modelo de trabajo, sustituyendo la presencialidad física por la telemática. Son solo dos ejemplos de las muchas ventajas y aplicaciones de la tecnología digital en nuestro día y que, de acuerdo con el World Economic Forum, hacen que la digitalización pueda reducir las emisiones mundiales hasta un 35 % en la próxima década.
Sin embargo, la digitalización tiene un lado “oscuro”:
- Para empezar, fabricar los dispositivos que nos permiten el acceso al mundo digital, ya sean grandes infraestructuras o pequeños dispositivos de manejo personal, tiene una importante huella de carbono.
- Cada actividad realizada en el entorno digital acarrea un peaje medioambiental. Es notable el peso de las emisiones que supone mantener en funcionamiento este ecosistema tecnológico, al que se exige estar permanentemente activo.
- Hasta el último eslabón, cuando la tecnología deja de ser operativa y toca deshacerse de ella, tiene consecuencias para el planeta.
Qué es la contaminación digital
La contaminación digital es el conjunto de emisiones de carbono que hay tras una actividad digital. Los centros de datos, las infraestructuras de red y los equipos de consumo tienen una importante huella ambiental. Según The Shift Project (TSP), organización francesa cuyo objetivo es combatir el cambio climático y disminuir la dependencia en los combustibles fósiles, el 4 % de las emisiones globales están causadas por la polución digital. Si nada cambia, pronostica un crecimiento espectacular de este porcentaje. En 2030 la contaminación digital podría suponer un 40 % del total del CO2 liberado a la atmósfera.
De acuerdo con el estudio ‘Tecnologías digitales en Europa: un enfoque medioambiental del ciclo de vida’, en la Unión Europea el impacto medioambiental ya ha alcanzado ese porcentaje. La contaminación digital representa el 40 % de las emisiones de los gases de efecto invernadero (GEI) en el continente.
El mayor impacto de las tecnologías digitales se produce durante la fabricación de los dispositivos (54 %). El 40 % de los impactos ambientales están relacionados con el agotamiento de los recursos mineros metálicos y el uso de recursos fósiles, principalmente en la fase de fabricación de los dispositivos. Asimismo, cerca del 10 % del consumo eléctrico de la Unión Europea se destina a las tecnologías digitales.
Ecología digital para reducir la polución digital
La contaminación digital se puede abordar desde tres grandes frentes: los fabricantes, los centros de datos, que almacenan y alojan las páginas web, y las redes de acceso, el cableado y las antenas que transportan los datos. Es la teoría The Big Three (Los tres grandes), creada por Jon Koomey, experto en el impacto medioambiental tecnológico.
“Ya se está trabajando en mejorar la sostenibilidad de la tecnología, como el uso de energías alternativas para alimentar los centros de datos —que es dónde se almacenan grandes cantidades de información—, en la eficiencia de los dispositivos hardware —todo lo que tiene que ver con la parte tangible de la tecnología— y, aunque en menor medida, también se empieza a trabajar en la eficiencia del software, la parte intangible, como aplicaciones o redes sociales”, subraya Coral Calero, catedrática de Lenguajes y Sistemas Informáticos de la Universidad de Castilla-La Mancha.
🟢 Software verde
Desde que se diseña un programa o una aplicación y hasta que se retira hay un consumo energético y, por tanto, una huella de carbono que debe ser gestionada. Se estima que el software consume el 10 % de la electricidad mundial, por lo que hacerlo más sostenible contribuye a reducir la huella de carbono. Lo explica Calero: “Las aplicaciones de software son una colección de pasos que hay que dar para conseguir realizar una funcionalidad. Evidentemente, cuanto más compleja sea la aplicación, más pasos la compondrán y más funcionalidades incorporará. La manera en que hagamos esas aplicaciones tendrá un impacto en el consumo final del resultado. Y de eso trata el software verde, de desarrollarlo para que su uso sea eficiente desde el punto de vista energético”.
¿Cómo se consigue esto? “En ocasiones, para reducir el consumo será necesario cambiar un flujo de trabajo; en otras, optimizar un algoritmo. A veces, es preciso hacer un cambio en la arquitectura de la aplicación, es decir, mover la computación cerca de donde se guardan los datos o se generan. También puede ser que haya que entrenar de forma distinta a la inteligencia artificial o cambiar los algoritmos de compresión”, resume Gonzalo Ruiz de Villa, director de tecnología en Grupo GFT y responsable de GreenCoding, una iniciativa abierta que trabaja para atajar las emisiones asociadas al software.
🟢 Centros de Datos Verdes
Dentro del ecosistema de soporte digital, los centros de datos sobresalen por su alto consumo energético. Son espacios físicos ubicados en un edificio que almacenan y procesan datos de una organización o de un proveedor de servicios. Están operativos las 24 horas los 365 días al año y demandan gran cantidad de energía: refrigeración, calefacción, ventilación, aire acondicionado, iluminación…
Para garantizar el mínimo impacto medioambiental se están desarrollando Green Data Center o Centro de Datos Verde. Utilizan energías verdes o renovables (solar o eólica, por ejemplo), están diseñados para maximizar la eficiencia energética y están construidos de manera sostenible. Asimismo, sus sistemas de iluminación, mecánicos, eléctricos e informáticos son respetuosos con el medio ambiente y apenas producen residuos y los que se producen son reciclados o reutilizados.
La Estrategia Digital Europea establece el objetivo de lograr centros de datos “climáticamente neutrales, altamente eficientes desde el punto de vista energético y sostenibles” para el año 2030. Tal y como destaca la Comisión Europea, es preciso potenciar la creación de Centros de Datos Verdes. En la Unión Europea preocupa especialmente la manera de desarrollar la computación en la nube, deseando que sea energéticamente eficiente.
Así contaminan nuestras acciones en el entorno digital
Cada vez que enviamos un correo electrónico, vemos un vídeo en streaming, realizamos una videollamada o mandamos un mensaje de WhatsApp gastamos energía. Toda esta información digital que enviamos a través de la red llega a un centro de datos, que permanece encendido las 24 horas del día para que podemos acceder a ella cuando queramos. Además, las instalaciones que albergan todos estos datos deben estar refrigeradas y duplicadas por seguridad, lo que aumenta el gasto energético y, por consiguiente, la contaminación.
Según un estudio de Website Carbon, solo el uso mundial de Internet consume 416,2 teravatios-hora (TWh) anuales, una cantidad superior a la energía total demandada por el Reino Unido. Cada visita a una página web produce una media de 6,8 g CO2. Desde Google reconocen que una búsqueda en su plataforma libera 0,2 gramos de CO2: mil búsquedas equivaldrían a conducir un coche durante un kilómetro.
Para Javier Rodeiro, profesor en la Escuela Superior de Ingeniería Informática de la Universidad de Vigo, estos datos, aunque alarmantes, son poco precisos. “No existe un estándar realmente aceptado de cálculo de huella de carbono y, por lo tanto, solo estamos haciendo aproximaciones de posibles consumos. A mí me gusta comparar cualitativamente los procesos que estamos tratando con los que sustituyen. Entendemos que, si las comunicaciones actuales tienen un coste energético y sustituyen a otras comunicaciones como llamadas telefónicas, fax, telegramas o envíos postales, no creo que estemos aumentando sino disminuyendo la huella de carbono que generarían esas actividades humanas”, explica.
Pero los expertos advierten de que el problema de la contaminación digital radica en la cantidad de comunicaciones que se realizan. Cada minuto, se envían 41,7 millones de mensajes en WhatsApp, se realizan 1,4 millones de llamadas y se suben 500 horas de vídeo, según el informe ‘Data Never Sleep 8.0’.
Además, se fabrican cada vez más dispositivos. Actualmente hay 34.000 millones de smartphones, ordenadores, videoconsolas y televisores en el mundo. Para Greenpeace, “la huella ecológica de este frenético tráfico digital equivale a un consumo desmesurado de electricidad a nivel mundial”.
¿Somos conscientes de nuestra huella digital?
Poner freno a la contaminación digital es tarea de todos, individuos, instituciones y empresas. Pero ¿realmente sabemos que cuando mandamos un vídeo de gatitos a nuestros contactos estamos emitiendo CO2? “Los consumidores en su mayoría no son conscientes del impacto que tiene el uso de la tecnología, y es lógico”, señala Coral Calero. Aunque nuestras acciones individuales pueden tener poco peso, es “ese efecto multiplicador en el número de usuarios el que supone el problema”, apunta la experta.
Calero, que dirige el área de Algoritmos Verdes del Observatorio del impacto social y ético de la inteligencia artificial (OdiseIA), considera que para que el consumidor cambie la actitud es necesario ofrecerle datos y ayudarle a tener un mejor comportamiento. “Ahí van unas pistas para quien quiera usarlas: un vídeo consume mucho más que una imagen, y una imagen mucho más que el texto o los emoticonos”, remarca.