Sin dióxido de carbono (CO2), la Tierra sería tan inhóspita como Marte, con una temperatura media de casi 20 grados bajo cero, según datos de la NASA. Junto con otros gases, como el vapor de agua, el metano o el óxido nitroso, el CO2 tiene la capacidad de atrapar en la atmósfera parte del calor del sol: son los llamados gases de efecto invernadero (GEI) que, en la proporción adecuada, han hecho posible el clima benigno en el que nuestra especie ha prosperado. Este delicado equilibrio se resquebrajó a partir de la Revolución Industrial, cuando los combustibles fósiles empezaron a mover la civilización occidental. Al quemar el carbono que se había acumulado bajo tierra a lo largo de millones de años —en forma de carbón, petróleo o gas natural— hemos liberado a la atmósfera ingentes cantidades de CO2 y otros gases de efecto invernadero. Pero podemos reducir estas emisiones y contener la crisis climática con nuestra forma de consumir. Aún tenemos tiempo.
Según el informe del Panel Intergubernamental de Cambio Climático de las Naciones Unidas (IPCC), de agosto de 2021, gases como el metano —que dura menos en la atmósfera, pero que tiene un potencial de calentamiento 28 veces mayor que el CO2— están en su concentración más alta de los últimos 800.000 años. Y hay que remontarse dos millones de años para encontrar un nivel de dióxido de carbono atmosférico similar al actual: ya se han superado las 410 partes por millón, casi un 50 % más que antes de la Revolución Industrial. El secretario general de Naciones Unidas, António Guterres, definió sin medias tintas estos datos como un “código rojo para la humanidad”.
Un cambio en partes por millón que parece ínfimo ha sido suficiente para calentar 1,1 grados el planeta, provocando una alteración en el clima sin precedentes en los últimos miles de años. “El calentamiento se ha acelerado en las últimas décadas. Cada fracción de grado cuenta”, aseguró Guterres. Los efectos los vemos en el aumento de la frecuencia y la intensidad de fenómenos extremos, como olas de calor, con el récord histórico nacional de 47,2 grados registrado en Montoro (Córdoba) este verano; las devastadoras inundaciones de Alemania; los megaincendios desde Grecia hasta Siberia; o la agonía de los glaciares del Pirineo.
Cero emisiones: la lucha que comenzó hace décadas
La crisis climática está hoy entre las grandes prioridades de gobiernos de todo el mundo, aunque, de acuerdo a la ciencia, hemos tardado demasiado en afrontar el problema. En 1896, el químico sueco Svante Arrhenius fue el primero en augurar que la quema de carbón acabaría calentando el planeta, al subir los niveles de CO2 de la atmósfera. Los científicos que llegaron detrás fueron dejando claro que se trataba de un peligro mucho más inminente: “El calentamiento global ya ha comenzado”, testificó en 1988 el director del Instituto Goddar de estudios espaciales de la NASA, James Hansen.
En 1994, los gobiernos mundiales reconocieron el problema con la creación de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático, pero tuvo que pasar otra década hasta que entró en vigor el primer intento vinculante de frenar las emisiones: el Protocolo de Kioto, con objetivos de reducción para la Unión Europea y otros 36 países.
Otros 10 años después, en 2015, se firmó el Acuerdo de París. Por primera vez, la mayoría de los países del mundo se unían en un esfuerzo global, jurídicamente vinculante, y apuntaban a un horizonte esperanzador: lograr las “cero emisiones netas” en 2050. Eso significa que no se emitan más gases de efecto invernadero de los que pueden ser retirados de la atmósfera a través de los sumideros naturales, como los bosques y humedales, o mediante otras vías tecnológicas en desarrollo. Para conseguirlo hay que reducir las emisiones al máximo.
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Llegamos tarde, pero aún hay tiempo
Sin embargo, vamos demasiado lentos. Según un análisis publicado por Naciones Unidas en febrero, los compromisos de descarbonización anunciados hasta ahora por los países en el marco del Acuerdo de País son absolutamente insuficientes, pues solo se lograría reducir un 1 % las emisiones en 2030. Si seguimos la senda actual, el calentamiento superaría los 3 ºC a finales de siglo, con todo el sufrimiento humano que eso supone: pensemos en las personas afectadas por incendios o inundaciones, en quienes tendrían que migrar por la subida del nivel del mar, en las hambrunas producidas por sequías…
Desde la firma del Acuerdo de París, más de medio centenar de países —incluida la Unión Europea, Estados Unidos y China— se han comprometido a alcanzar la neutralidad climática. Y cada vez más entidades públicas y privadas se han ido sumando a este ambicioso objetivo. La campaña ‘Carrera hacia el cero’, lanzada por la ONU, ya cuenta con el compromiso de ciudades, empresas, inversores o universidades que abarcan un cuarto de las emisiones de CO₂ globales.
Ese esfuerzo no podría ser más urgente. En su informe de agosto, el Panel Intergubernamental de Cambio Climático de las Naciones Unidas (IPCC) advierte que no se logrará mantener el aumento de temperaturas entre 1,5 y 2 grados a menos que se produzcan reducciones inmediatas, rápidas y a gran escala en las emisiones de CO₂ y otros gases de efecto invernadero en las próximas décadas. Debemos alcanzar las “cero emisiones netas” en 2050, pero el esprint final se decide en esta década: para contener la crisis climática, necesitamos recortar a la mitad las emisiones en 2030 respecto a los niveles de 2010. Aunque la ciencia lo deja claro: estamos a tiempo de actuar.
Cuando tu carro de la compra ayuda al clima
Las políticas por el clima tendrán un efecto directo y palpable en nuestra vida cotidiana. Desde que encendemos la luz por la mañana, nos damos una ducha y preparamos el café, todas las acciones que realizamos en nuestro día a día suponen una emisión, directa o indirecta, de gases de efecto invernadero. La huella de carbono de una persona, una empresa o un producto o servicio cuantifica estos gases, expresados como la masa de CO₂ equivalente emitida (CO₂ eq).
Reducir todo lo posible esa huella de carbono implica una transformación total de nuestro modo de vida, desde ámbitos en los que tenemos poca influencia directa –como que nuestra ciudad tenga una mejor red de transporte público o se instalen más energías renovables– hasta lo más cercano. Influyen cosas tan cotidianas como lo que comemos: entre un cuarto y un tercio de las emisiones globales de gases de efecto invernadero proceden del sistema alimentario, según distintos cálculos.
¿Y cómo podemos conocer el impacto de nuestra dieta para el clima? En 2018, dos investigadores de la Universidad de Oxford (Reino Unido) analizaron 40 de los alimentos más comunes del planeta, teniendo en cuenta el modelo de producción de 38.700 granjas, 1.600 empresas procesadoras y distintos métodos de empaquetado y distribución. Lo que descubrieron es que el impacto de un mismo tipo de alimento, en apariencia muy similar, podía ser hasta 50 veces mayor o menor en función de distintas variables.
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En esos cálculos influye cómo se produce el alimento: no es lo mismo un tomate de temporada, cultivado de forma sostenible, que otro procedente de un invernadero calentado con energías fósiles. Tampoco tiene la misma huella el filete de una ternera que se ha alimentado con piensos que proceden del otro lado del mundo, que otra de ganadería extensiva, que ha crecido y pastado en el campo. En el caso del vacuno, por cada 100 gramos de proteína, un modelo de producción de alto impacto genera 12 veces más gases de efecto invernadero y usa 50 veces más tierra que una producción sostenible.
Son datos globales, que pueden tener muchos matices a nivel local. La huella de la leche que recoge el análisis de Oxford (tres kilogramos de CO₂ equivalente por litro) es casi el triple de la que se produce en granjas de Euskadi (1,2 kilos de media), según un cálculo realizado por investigadores del Centro Vasco para el Cambio Climático (Basque Climate Change Center, BC3).
Cómo cambiar nuestro consumo
Entre todos esos factores, lo más determinante es el tipo de alimento que decidimos poner en nuestro plato. Según los datos de Oxford, es posible producir 100 g de proteína vegetal (cultivando judías, guisantes o legumbres) generando tan solo 0,3 kilos de CO₂ equivalente –incluyendo el procesado, empaquetado y el transporte– y utilizando un metro cuadrado de tierra.
Si todo el mundo adoptase una dieta vegetariana, se reducirían las emisiones de la alimentación casi a la mitad, aunque en los países más carnívoros, como EE. UU., la reducción podría llegar al 73 %. Además, ese cambio de dieta “liberaría” hasta un 76 % de toda la superficie dedicada a la alimentación humana. Una inmensa extensión de tierra que podría devolverse a la naturaleza para recuperar los bosques tropicales que se han talado para cultivar soja o abrir pastos para el ganado, por ejemplo. Quitando los casquetes polares y los desiertos, la producción de alimentos cubre el 43 % de la superficie terrestre, y es una de las mayores causas de pérdida de biodiversidad.
Si miramos al caso español, las conclusiones sobre nuestro modelo de consumo podrían ser similares. Un estudio elaborado en 2020 por investigadores de la Universidad Politécnica de Madrid (UPM) determinó que el 81 % del total de la huella de carbono de la alimentación en España está asociada a productos de origen animal (1,6 toneladas de CO2 equivalente por persona al año), frente a 0,4 toneladas para los vegetales.
Pero tampoco hace falta renunciar a los chuletones de por vida. La clave es comer menos carne, pero mejor, apostando por modelos de producción ganadera más sostenibles, como la extensiva. Frente al modelo industrial, en el que los animales se alimentan de piensos –en su mayoría, importados–, en la ganadería extensiva los animales pastan libremente por el campo. “Por eso, si solo consumiéramos carne con ese origen, habría que reducir el consumo total”, según el investigador Eduardo Aguilera, de la UPM. “Eso supondría evitar gran parte de las emisiones que genera aquí nuestra cabaña ganadera, pero también todas las emisiones asociadas a la importación de piensos”, asegura. “Esto ayudaría a cumplir otras importantes funciones para la adaptación al cambio climático, por ejemplo, reduciría el riesgo de grandes incendios y ayudaría a la dispersión de semillas”, añade.
Así debe ser la transformación de la industria alimentaria
Para que los consumidores puedan llenar su cesta con alimentos sostenibles, antes tienen que estar en los lineales del supermercado. Por eso, para que la ecuación funcione, la transformación del consumo tiene que llegar también desde las empresas. Ese papel crucial lo ha destacado la Comisión Europea en su estrategia ‘De la granja a la mesa’, una de las piezas maestras del Pacto Verde Europeo con el que la UE pretende guiar la transición de la sociedad y la economía hacia la sostenibilidad. Según se indica en esta estrategia, “la industria alimentaria y el sector minorista deberían mostrar el camino, aumentando la disponibilidad y la asequibilidad de opciones alimentarias saludables y sostenibles”.
Eso significa incrementar la oferta de alimentos ecológicos o con sellos de sostenibilidad, como el certificado MSC del pescado o el marisco u ofrecer productos de temporada. En el caso de los alimentos ecológicos, la Comisión Europea ha puesto el listón alto: un 25 % de los campos europeos deberán cultivarse con métodos ecológicos en 2030.
Otra forma es apostar por alimentos de proximidad. “En el caso de las manzanas importadas, las emisiones pueden suponer entre 200 y 300 kg de CO2 por tonelada, una cifra entre 10 y 15 veces mayor que la huella asociada al transporte local”, explica Alejandra Gimeno, portavoz de la ECODES, una organización sin fines de lucro que trabaja hacia un desarrollo sostenible y respetuoso con el medio ambiente.
Los fabricantes y las empresas de distribución podrán hacer su parte en esa carrera hacia la descarbonización. Aunque los productos que venden suponen la mayor parte de la huella ambiental de una empresa distribuidora, hay otros muchos campos en los que actuar: instalando paneles solares, utilizando camiones eléctricos y rutas más eficientes, minimizando los residuos y los embalajes de plástico… La Comisión indica que todo tendrá que cambiar, incluso la publicidad, evitando, por ejemplo, las campañas que anuncian carne a precios muy bajos. Queda mucho por hacer y no tenemos ni un momento que perder.