Las actividades humanas tienen un impacto que en ocasiones resulta perjudicial para el entorno. Las políticas en materia medioambiental de los últimos años propugnan la prevención, para tratar de evitar la contaminación o los daños ecológicos antes de que se produzcan, por medio de la Evaluación de Impacto Ambiental (EIA).
La EIA determina los posibles efectos sobre el medio ambiente que cualquier proyecto o actividad pueda producir ,
La EIA determina los posibles efectos sobre el medio ambiente que cualquier proyecto o actividad pueda producirde manera que pueda contarse con los elementos objetivos suficientes para decidir si finalmente se llevará o no a cabo. Para ello, se realiza previamente un Estudio de Impacto Ambiental con el que se identifican, mediante una metodología rigurosa e imparcial, los posibles impactos y la posibilidad de corregirlos, y en el que se tienen en cuenta los efectos sobre la naturaleza y las actividades humanas de dicho lugar, así como los valores culturales o históricos de la zona. Estos Estudios son llevados a cabo generalmente por comisiones, consejos o juntas locales, ya sea formadas por expertos independientes o por personal de planificación de la administración en cuestión. La cuantificación de un posible impacto sobre un entorno natural concreto en el que pueden existir factores muy diversos, como animales en peligro de extinción, monumentos históricos o un ecosistema protegido, y en el que pueden converger distintos intereses económicos, culturales o sociales, es una tarea compleja, para la que se utilizan metodologías y disciplinas científicas diversas. La legislación pide además estudios más o menos detallados según sea la actividad que se va a realizar.
Una vez que los organismos o autoridades medioambientales han analizado el Estudio de Impacto Ambiental, les corresponde realizar una Declaración de Impacto Ambiental y las alegaciones, objeciones o comentarios que los ciudadanos o las instituciones consultadas hayan hecho, por lo que debe estar disponible públicamente durante el tiempo suficiente. Después, con todo este material se decide la conveniencia o no de hacer la actividad estudiada y se determinan las condiciones y medidas que se deben tomar.
No obstante, el impacto ambiental no tiene por qué ser siempre negativo, algo que también tendrá que ser tenido en cuenta a la hora de realizar la EIA. Por ejemplo, las explotaciones de áridos y las canteras pueden dejar, al cesar su explotación, balsas que sirven de refugio provisional a las aves migratorias. Sin embargo, estos efectos positivos no siempre se pueden conocer, como por ejemplo, el hallazgo de restos paleontológicos en el yacimiento de Atapuerca, que se pusieron al descubierto gracias a las trincheras que se excavaban durante las obras del ferrocarril.
Estados Unidos fue el primer país que introdujo la necesidad de la EIA, en 1969, con la promulgación de la Ley Nacional de Políticas sobre Medio Ambiente, más conocida por sus siglas en inglés como Ley NEPA, que establecía que cualquier proyecto que usara fondos federales debía examinar sus posibles efectos en el medio ambiente y determinar posibles alternativas para minimizar sus consecuencias negativas. En Europa no fue hasta 1975 cuando comenzó a discutirse en foros de técnicos medioambientales y expertos en derecho, que daría pie años después a la primera Directiva europea (85/337) sobre este tema, en 1985. En ella se especificaba la obligatoriedad de la EIA para determinados proyectos. En cuanto a una normativa de carácter internacional, habría que esperar hasta 1991, cuando se firmó en Finlandia el Convenio sobre EIA. Posteriormente, la Declaración de Río, elaborada durante la Cumbre de la Tierra en 1992, dedicaba uno de sus 27 principios a la EIA.
La legislación española lleva estableciendo una serie de normas para tratar de regular el impacto ambiental desde hace años. El Decreto 2414/61 de 1961 proponía la adopción de medidas correctoras para evitar la repercusión de actividades definidas como molestas, insalubres, nocivas o peligrosas. En 1973, la Ley de Minas sugería la necesidad de elaborar estudios que sirvieran para evitar posibles impactos medioambientales de las actividades mineras, algo que se incluye como una obligación por primera vez en el Real Decreto de 1982 sobre restauración del espacio natural afectado por actividades extractivas.
Posteriormente, en el año 2000 se aprobaba un Decreto-Ley de EIA, en el que se trataba de trasponer al ordenamiento jurídico español la actual Directiva comunitaria en esta materia, por la que se debían evaluar todos los proyectos susceptibles de causar un impacto importante al medio ambiente, y no sólo las grandes infraestructuras, como se venía haciendo hasta ese momento. Sin embargo, la Comisión Europea denunciaba en 2004 a España y a otros tres países comunitarios (Bélgica, Italia y Reino Unido) ante el Tribunal de Justicia de la Unión Europea (UE) por defectos en dicha legislación. En el caso concreto de la ley española, el Ejecutivo comunitario afirmaba que no daba garantías para la debida información pública sobre las decisiones ante proyectos ya sometidos a la evaluación de impacto ambiental, algo que ya habían denunciado anteriormente diversos grupos ecologistas.