El interés por el medio ambiente aumenta con el paso de los años. Hace apenas dos décadas, según datos del CIS (Centro de Investigaciones Sociológicas), la preocupación por el entorno no llegaba al 60 % de la población. Hoy, en cambio, es un tema transversal que inquieta a la mayor parte de la ciudadanía. La gestión del plástico y el manejo de los residuos, el agotamiento de los recursos y la manera de producir energía, la calidad del aire que respiramos o la huella hídrica de los alimentos que comemos son algunas de las preocupaciones que marcan nuestra agenda cotidiana. El cuidado del planeta es responsabilidad de los consumidores, pero no solo de ellos. También atañe a los productores y a la industria, que se enfrentan a un desafío crucial: renovarse o morir. Y no es solo una metáfora.
En España nos preocupa la salud de la Tierra, y los intentos por establecer un modelo de consumo respetuoso con el medio ambiente se aprecian a simple vista en las calles de cualquier ciudad: reciclamos la basura, los coches eléctricos forman parte del paisaje habitual, las bicicletas ganan terreno, hacemos la compra con bolsas reutilizables y le damos importancia a los productos de proximidad. Sin embargo, estas medidas son insuficientes. Las personas consumimos más de lo que el planeta nos puede dar. En 2018, un estudio de la ONG Global Footprint Network desveló que, en solo siete meses, habíamos agotado todos los recursos renovables del año.
En palabras de Nicolas Hulot, ministro de Transición Ecológica y Solidaria de Francia y experto en sostenibilidad, «si quisiéramos darle a la naturaleza el tiempo de regenerar los recursos como el aire, el agua, los peces o los suelos agrícolas de calidad, deberíamos cambiar radicalmente nuestro consumo porque vivimos a crédito y corremos el riesgo de sufrir una escasez de recursos«. Las políticas medioambientales de alcance internacional, como la reciente medida europea que prohibirá la venta de productos hechos de plástico de un solo uso a partir de 2021, son un nítido ejemplo de la gravedad del problema.
Pero, además de una legislación que proteja el medio ambiente y del cambio de hábitos personales, hace falta una transformación del sistema productivo. Y en esto, la industria alimentaria tiene mucho que aportar. Según destacan los especialistas del centro tecnológico AINIA, un referente europeo en materia de I+D+i alimentaria, la industria de alimentación y bebidas es el sector manufacturero más importante de la Unión Europea, tanto por volumen de ventas como por empleo, que en ambos casos ronda el 15 % del total. Por tanto, dicen, «desempeña un papel muy importante para ayudar a que la economía europea alcance los objetivos de sostenibilidad marcados para los próximos años«.
¿Consumir energía o producirla?
España es uno de los cinco países europeos que más energía consume para elaborar alimentos y bebidas. Pero también es un país pionero en sostenibilidad industrial. Uno de los ejemplos más notables lo encontramos en el sector olivarero -uno de los más pujantes de nuestra economía-, y particularmente en el orujero, que ha apostado por un modelo productivo sostenible, con desperdicio cero y respetuoso con el medio ambiente. Además de la fabricación de aceite de orujo de oliva, este sector ha conseguido gestionar el 100 % la materia sobrante de las almazaras y convertirla en productos de valor, incluso en energía.
Y es que cuando mencionamos las calorías de los alimentos, en general es para referirnos a la dieta. Sin embargo, perdemos de vista algo crucial: las calorías son unidades de energía, y esa energía se puede aprovechar de muchas maneras, incluyendo la generación de calor y electricidad. Así, las calorías presentes en los alimentos tienen la capacidad de poner en marcha fábricas enteras y alimentar la red eléctrica con el excedente energético que producen. De hecho, en algunas zonas de nuestro país ya lo hacen. Llevan haciéndolo desde hace años.
Una ‘fábrica de luz’ que se alimenta de aceitunas
Una de las industrias pioneras en el aprovechamiento de las materias primas y en la minimización del impacto ambiental se encuentra en Córdoba, cerca de Puente Genil. Allí, en mitad de un mar de olivos, funciona desde hace más de una década una planta extractora de aceite de orujo de oliva que ha conseguido erigirse como un modelo de economía circular.
Imagen: Laura Caorsi
Esta planta recibe a diario cientos de toneladas de alpeorujo; es decir, de lo que queda de las aceitunas tras haber sido prensadas y molidas para extraer el aceite de oliva. La industria orujera trabaja con esa materia prima (mezcla de agua, piel, hueso y pulpa aceitunas) que se acumula en unas extensas balsas de volcado y almacenamiento; unos embalses que, en conjunto, tienen más de 155.000 m3 de capacidad, el equivalente a 63 piscinas olímpicas.
El producto se somete a distintos procesos, que van desde el deshuesado y el secado hasta la extracción del aceite de orujo crudo. Y lo interesante es que, en cada etapa, se van obteniendo distintos elementos de interés medioambiental. Además del aceite en sí, que representa el 2 % de la producción, el 98 % restante se divide entre vapor de agua y biomasa, una materia natural que se puede utilizar como fuente de energía sostenible.
El ejemplo más sencillo son los huesos de las aceitunas. Una vez que están molidos y secos, se comercializan como combustible doméstico, ya que tienen un poder calorífico muy importante: un kilo tiene 4.200 kcal, un 25 % más que las astillas de pino. Pero los huesos no son lo único que produce energía. También lo hace el orujillo, el subproducto sólido que se obtiene tras la extracción del aceite de orujo. Este elemento, que se comercializa en forma de pellets (pequeños granos cilíndricos), también tiene un elevado poder calorífico y se emplea como combustible en la industria y en las centrales eléctricas.
El caso de esta industria cordobesa es interesante porque funciona con la energía que produce y vende el excedente, incluso fuera de España. «Con la energía que generamos, podríamos abastecer las necesidades de un pueblo como Puente Genil, que tiene más de 30.000 habitantes», calcula Francisco Quero, responsable de la planta extractora. Y destaca que «de la aceituna no se desperdicia nada», pues los residuos orgánicos del proceso de extracción se utilizan como compost. «Lo que viene del campo vuelve al campo en forma de abono», apostilla.
Ese enfoque alinea a este sector de la industria alimentaria con la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) porque, según afirma esta institución, «la mejora del uso eficiente de los recursos de la energía de la biomasa ofrece oportunidades de empleo, beneficios ambientales y una mejor infraestructura rural». Hasta contribuye a garantizar la sostenibilidad medioambiental, uno de los grandes Objetivos de Desarrollo del Milenio, todavía sin alcanzar. Como sostenía Lavoisier en el siglo XVIII, la materia ni se crea ni se destruye, solo se transforma. Ahora, en tiempos de cambio climático y retos globales, decidir qué materia se utiliza, en qué transformarla y de qué modo, es clave. Más que imprescindible, vital.