Una semilla de palmera datilera recuperada de las excavaciones de Masada, a orillas del mar Muerto, ha conseguido germinar 2.000 años después de su depósito en ese lugar. Este logro es obra de los científicos de la Organización Médica Hadassah, en Jerusalén, y del Instituto de Medio Ambiente Arava, del «kibbutz» Ketura, también en Israel.
Un equipo de arqueólogos recuperó esa semilla de dátil, junto con otras dos, del palacio de Herodes, en la fortaleza de Masada, durante las excavaciones realizadas en 1963. Las tres semillas fueron conservadas desde entonces a temperatura ambiente, como habían permanecido durante los últimos 20 siglos. El 19 de enero de 2005, día del tradicional Año Nuevo de los Árboles judío, los científicos decidieron, sin muchas esperanzas, probar fortuna. Lavaron con agua caliente las tres semillas y las plantaron en otras tantas vasijas, abonándolas con un fertilizante a base de algas marinas. Dos de ellas no dieron señales de vida, pero la tercera germinó y al cabo de ocho semanas un brote emergió de la tierra. Ahora, 26 meses después, ya mide 120 centímetros.
Según las dataciones por carbono 14 efectuadas en Suiza, aquella semilla tenía entre 1.940 y 2.040 años de antigüedad. Esas fechas coinciden con la construcción de la fortaleza, hace 2.044 años, y con su destrucción, en el año 74 después de Cristo tras siete meses de asedio. Si todo va bien, dentro de dos años se sabrá si la palmera es hembra, en cuyo caso, de aquí a 30 años podría dar frutos y esos dátiles ayudarían a recuperar las plantas que poblaban los viejos palmerales de Judea, en las márgenes del río Jordán, apuntó la directora de la investigación, Sarah Sallon.
La habilidad de las semillas para sobrevivir y permanecer viables durante largos períodos de tiempo es algo comprobado, y de ello daba fe el logro de unos científicos chinos que consiguieron hacer germinar una semilla de loto de hace 1.300 años. Pero los dos milenios que ha conseguido sobrevivir esta palmera judía baten todas las marcas. Los investigadores afirman que a la capacidad de supervivencia propia de esta especie se ha unido, en este caso, la extrema sequedad del desierto de Judea, en el que se halla Masada.