Cuando progreso significa desdicha, enfermedad, inanición, abusos y muerte, es lógico rechazarlo. Así lo han hecho a lo largo de los años decenas de pueblos indígenas a quienes, sin embargo, se ha impuesto. A la fuerza, se ha conseguido que vivan en reasentamientos, consuman comida procesada y conozcan los vicios y adicciones que rara vez reportan la calidad de vida prometida. Los pueblos indígenas piden respeto. Su tasa de mortalidad se ha disparado a consecuencia del desarrollo y desean contar su historia para que se conozca y se defienda.
Con desarrollo no siempre hay progreso
«Es absurdo cuando los foráneos llegan y nos enseñan lo que es desarrollo», pronunciaba atónito un líder de los dongria kondh de Odisha, en India. «¿Es posible el desarrollo que destruye los entornos que nos proporcionan alimento, agua y dignidad?», cuestionaba. «Tienes que pagar por bañarte, por los alimentos e incluso por beber agua. En nuestra tierra, nosotros no tenemos que pagar por el agua, como vosotros, y podemos comer en cualquier parte gratis».
La imposición del desarrollo supone la muerte por enfermedades para las que se carece de inmunidad o pérdida de los medios de subsistencia
Lejos de ser un traje a medida, el desarrollo lleva implícita la estandarización, unos patrones comunes que no visten a todas las figuras. La campaña «Orgullosos, no primitivos» lo deja claro. Lanzada en la India, pretende acabar con los prejuicios, brindar por la diferencia, la riqueza cultural y la dignidad de quienes cada día han de lidiar con la idea equivocada de vivir en otra época. Si el desarrollo significa estrés, competitividad, lucha, conflicto, acumulación, poder, egoísmo, depresión… no lo quieren, gracias.
«El progreso puede matar», advierte una publicación de Survival. Podría pensarse que el título es exagerado, pero lo cierto es que la muerte es «la única escapatoria» para algunas de las personas a quienes se impone un progreso que nunca pidieron. Es la consecuencia dramática del contacto con el exterior cuando se carece de inmunidad frente a enfermedades como la gripe que nunca antes padecieron. Es el irremediable destino para quienes son expulsados de sus tierras y pierden su medio de vida y sustento, frente a la prosperidad de la que disfrutan «cuando están en sus propias tierras y eligen su propio desarrollo».
La tierra o la vida
El Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) reconoce el derecho de los pueblos indígenas a la propiedad de sus tierras, a la igualdad y la libertad y a tomar decisiones sobre los proyectos que les afecten. Pero es papel mojado. Australia, Canadá, Estados Unidos, Francia y Reino Unido no han ratificado aún el convenio -pese a que dentro de sus fronteras habitan pueblos indígenas o empresas nacionales ocupan las tierras de estos-, España lo ratificó en febrero de 2007 y también Brasil se comprometió a su cumplimiento.
Pese a ello, en el país carioca viven todavía hoy unos 46.000 guaraníes: son el pueblo indígena más numeroso y uno de los primeros que los europeos contactaron al llegar a Sudamérica. Entonces ocupaban extensas parcelas y eran sus dueños de facto. Hoy, en cambio, viven hacinados en ellas. Survival explica que su espacio se ha reducido a extensiones pequeñas «rodeadas de haciendas de ganado y de extensos cultivos de soja y de caña de azúcar» o, incluso, a franjas de terreno «en los bordes de carreteras y caminos».
Revelarse soluciona poco. En la tierra comienza todo y, con frecuencia, también ahí termina. Desde 1981, más de 625 guaraníes se han quitado la vida «profundamente afectados por la pérdida de casi toda su tierra», varios líderes han sido asesinados y algunos niños han perecido de hambre, cuando no han buscado el fin por sí mismos, igual que los adultos. La víctima más joven de la que se tiene constancia apenas tenía 9 años.
El líder guaraní Marcos Veron dijo una vez: «Esto que ves aquí es mi vida, mi alma. Si me separas de esta tierra, me quitas la vida«. Durante medio siglo, ayudó a su pueblo a recuperar las tierras que le habían sido arrebatadas. Pero todo intento fue en vano. Cuando en 2003 le guió de nuevo a su tierra de forma pacífica, los empleados del terrateniente que les había expoliado años atrás le golpearon de forma brutal. Veron fue separado de su tierra.
Por qué el fin no justifica los medios
Survival ha constatado, por lo menos, seis consecuencias graves del contacto de los pueblos indígenas con el mundo exterior. Pese a que se ha pretendido mejorar su estilo de vida, la imposición del progreso solo lo ha empeorado.
Menor esperanza de vida. La esperanza de vida de los pueblos aborígenes de Australia es entre 17 y 20 años menor que la del resto de ciudadanos. Un 90% de los indígenas americanos murió tras el contacto con los europeos. Ya fuera por enfermedades o actos de violencia, los conquistadores, amparados en un progreso que salvaría vidas, lograron justo lo contrario. En el caso de los granandamaneses, de las Islas Andamán (India), han fallecido el 99%. El saldo tras el intento británico de trasladarles a un hogar asciende a 56 supervivientes, de los 5.000 que localizaron.
Contagio de enfermedades. En 2002, un 40% de las muertes de bosquimanos gana y gwi en un campo de reasentamiento se debieron al sida. En Papúa-Nueva Guinea, la tasa de infección de VIH de los papúes es 15 veces superior a la media nacional. Prostitución, enfermedades sexuales y abuso de mujeres y niños indígenas es el resultado de la construcción de carreteras hasta los reasentamientos.
Aumento de las tasas de obesidad. En Australia, un 64% de los aborígenes urbanos están obesos. En la reserva de Pima (Arizona), más de la mitad de los indígenas mayores de 35 años son diabéticos. Al quedarse sin tierras que trabajar y por las que moverse, los indígenas quedan relegados a una vida sedentaria que altera la dieta y provoca obesidad, hipertensión y diabetes. «El impacto en generaciones futuras será catastrófico», augura Survival.
Malnutrición infantil. La escasez de tierras para el cultivo o la falta de adultos que se encarguen de tareas como la caza o la pesca favorece la malnutrición infantil, que desde 2005 ha provocado la muerte de, al menos, 53 niños guaraníes. La deforestación ha convertido las tierras fértiles en campos destinados al pasto del ganado y plantaciones de caña de azúcar para abastecer el mercado brasileño de biocombustibles, uno de los más desarrollados del mundo -solo en Mato Grosso do Sul, donde residen guaraníes, están planificadas 80 nuevas plantaciones de caña de azúcar- y que se aprovecha de mano de obra indígena.
Adicción al alcohol y a las drogas. El trabajo de los hombres indígenas en las plantaciones implica largas ausencias. A su vuelta, algunos regresan contagiados de enfermedades de transmisión sexual o con adicciones como el alcohol, lo que «ha aumentado las tensiones internas y la violencia». Entre los niños, un tercio de los pequeños innu inhala gasolina.
Mayores tasas de suicidios. La tasa de suicidio de los grupos indígenas de Canadá supera 10 veces a la media nacional, mientras que la tasa de los guaraníes es 19 veces más alta, según un estudio iniciado por el Ministerio de Sanidad de Brasil. Además, entre 1985 y el año 2000, unos 300 guaraní-kaiowá pusieron fin a su vida.