Suspenso en sensibilización. Así de tajante se muestra José Naranjo (Telde, Gran Canaria, 1971) al valorar la actitud general de la población hacia las personas inmigrantes. Periodista y autor del libro “Los invisibles de Kolda”, se empeña en recordar que el número de personas que fallecen durante su proyecto migratorio no son cifras, sino seres humanos. Se cuentan por miles, “pero nadie investiga, celebra juicios o indemniza”. Junto al periodista y fotógrafo Magec Montesdeoca, José Naranjo visitó Kolda (Senegal) después de que el 23 de abril de 2007 un cayuco con 160 jóvenes procedentes de esta región partiera rumbo a las islas Canarias. La embarcación nunca llegó a su destino ni se encontró.
Son más de 2.600 personas que sabemos a ciencia cierta que han fallecido porque hemos realizado un trabajo exhaustivo en las dos orillas, con asociaciones de Marruecos, Sahara, Mauritana o Senegal, además de asociaciones españolas. Esta cifra es la suma de los cadáveres recuperados en el mar y las denuncias de personas desaparecidas. Las estadísticas oficiales son menores porque sólo recogen los cadáveres recuperados, pero estamos absolutamente convencidos de que las muertes son muchas más. Es una cifra muy alta. Ni siquiera en guerras muy crueles se han contabilizado tantas muertes. Es lamentable que en un solo punto del planeta, tan pequeño, entre Canarias y África, haya fallecido tanta gente en poco tiempo. Sobre todo, porque estas muertes no son fruto de un accidente de tráfico o de navegación, sino que son el resultado de una determinada política que se lleva a cabo, en especial, desde Europa. También hay una responsabilidad de los gobiernos africanos que, con su inacción, alientan a este éxodo. Hay una falta de conciencia, porque otros hechos que generan muertes despiertan la necesidad de introducir cambios, pero en este caso no percibimos esa preocupación.
“Los propios jóvenes africanos subrayan que, si pudieran elegir, vendrían en avión con un visado de turista”
No se puede sustentar una política de extranjería en el cierre de fronteras y en la respuesta policial. Desde mediados de los años ochenta, cuando se comenzaron a aprobar las primeras leyes de extranjería en Europa, se ha construido un sistema para impedir que millones de personas formen parte de nuestro bienestar. Esta tendencia está en el origen de la situación actual. Los propios jóvenes africanos subrayan que, si pudieran elegir, vendrían en avión con un visado de turista. Esta situación se ha generado por las colas kilométricas y el “no” por respuesta que se da en los consulados y en las embajadas de España en África. Europa ha puesto en marcha una política de extranjería muy inflexible.
“En los cayucos, la mayoría viaja en cuclillas, encogidos, apenas se pueden mover porque cualquier movimiento puede provocar un vuelco”
A Canarias han llegado cayucos con más de 200 personas. Son embarcaciones que miden hasta 25 metros y no son aptas para el viaje. Las condiciones del traslado son durísimas. En la mayor parte de los casos, vienen agachados, en cuclillas, encogidos, apenas se pueden mover porque cualquier alteración puede provocar un vuelco. Vomitan durante casi todo el viaje porque saltan sobre las olas al navegar contra la corriente. En cuanto a la comida, llevan galletas y un puñado de arroz para cada día, y apenas cuentan con un vaso de agua porque tienen que limitar mucho la mercancía a bordo para poder viajar más personas. Son unas condiciones muy duras. Para cualquiera de nosotros, pasar un día en esas circunstancias seria casi imposible, mientras que ellos, en el mejor de los casos, están entre cuatro y cinco días. En el peor, están hasta dos semanas. Son unas condiciones terribles. Desde nuestra comodidad y desde nuestra perspectiva es muy difícil entender que se jueguen la vida de esa manera.
El cambio de la patera al cayuco tuvo que ver con el cambio en el punto de partida de los inmigrantes que llegan a Canarias por vía marítima de manera irregular. Entre 1994 y 2005, sólo llegaron pateras y barcos grandes. Las pateras salían del sur de Marruecos o de la costa del antiguo Sahara occidental. Entre ambos puntos, hay una distancia aproximada de 100 a 120 kilómetros. Los cayucos realizan travesías que, en el mejor de los casos, alcanzan los 800 kilómetros. No es posible que una patera realice este recorrido, tanto por el tamaño como por el tipo de embarcación. Al aumentar la vigilancia marroquí en la costa, a partir del año 2004, se produjo el cambio de embarcación. Durante este tiempo, no obstante, también han llegado inmigrantes en barcos, que han viajado como polizones o de manera irregular. Éstas son las tres vías clandestinas de entrada.
La llegada en barcos se ha repetido a lo largo de la historia, aunque en los años noventa fueron frecuentes los denominados “barcos negreros”, cuyas condiciones eran próximas al desguace pero armadores sin escrúpulos los vendían a traficantes y los llenaban de gente. Estos barcos llegaban hasta con 300 personas. Las pateras, los cayucos y los barcos son las embarcaciones que se utilizan para las tareas de pesca en esta zona de África, por lo tanto, veo difícil un cambio. Utilizan las embarcaciones que están a mano.
A partir de 2006, cuando se produjo la “crisis de los cayucos” -sólo ese año llegaron casi 33.000 personas a Canarias-, empezó la vigilancia de la Agencia Europea de Control de Fronteras (Frontex) y comenzaron a cambiar las rutas de los cayucos. Desde entonces, las salidas se desplazaron cada vez más al sur, hacia Guinea Bissau. Para evitar los controles, tanto en España como en Senegal, los cayucos cogían unas rutas marítimas distintas a las comerciales. Esta situación les obligaba a adentrarse más en el océano y generaba un peligro mayor. En 2009, cuando la llegada de inmigrantes a Canarias ha descendido, casi todos los cayucos salen de Mauritania, de una zona más próxima a las islas, porque Senegal ha implementado políticas de vigilancia y control frente a una situación mucho más relajada por parte de Mauritania.
Muy pocas. Cuando llegan, si se les detiene, permanecen en comisaría para su identificación y luego pasan a un centro de internamiento, donde están un periodo máximo de 40 días. Durante este tiempo, se les intenta repatriar. Las estimaciones que hacemos, porque no hay estadísticas oficiales, calculan que entre un 70% y un 80% de los inmigrantes son repatriados, a pesar de los acuerdos firmados con países como Mali y Senegal. Una pequeña proporción, en torno al 20%, se derivan a la península, donde quedan en libertad con una orden de expulsión en el bolsillo. Son quienes pasan a ganarse la vida con el “top manta”, la venta en mercadillos de manera irregular o trabajos agrícolas. Es difícil saber cuántos de ellos consiguen los papeles, pero algunos los logran tras pasar al menos un periodo de tres años desde que se empadronan, por la vía del arraigo. Ante este panorama, la inmensa mayoría permanece en situación irregular hasta más de ocho años. Casi todos están condenados a vivir en la irregularidad durante mucho tiempo.
“Cuando miran a su alrededor ven que su mundo es distinto y tienen la legítima aspiración de querer parte de nuestro bienestar”
Tenemos que desterrar de nuestra mente la idea de que sólo el hambre y la guerra les impulsan a emigrar. Sería injusto pero, sobre todo, sería falso. En el origen se encuentran la falta de horizontes y de expectativas de toda una generación de jóvenes africanos que, a diferencia de sus padres, muchos tienen un conocimiento más o menos certero de cómo vivimos nosotros. Saben las posibilidades que tenemos de estudiar, de trabajar, de tener una vida con unas mínimas condiciones, con ciertas garantías de sanidad pública, seguridad social, educación para nuestros hijos, trabajo con un sueldo mensual que permite cubrir los aspectos materiales. En África la situación es muy diferente. Hay un paro estructural inmenso, en Senegal y en Mali hay una crisis agrícola grave como consecuencia de la sequía y desplazamientos de población desde el interior a la costa, que provocan una gran presión sobre los recursos pesqueros. No hay unas mínimas garantías sociales ni ayudas.
Tuve la oportunidad de visitar un hospital público en Gao (Mali), donde sólo atienden a quienes pueden pagar. Recuerdo el caso de un joven tuareg que ingresó con una hernia estrangulada y, a pesar de estar retorcido de dolor, no le atendían porque su familia había ido a buscar el dinero para pagar el kit quirúrgico. El fenómeno de la migración se sustenta ante esa realidad cotidiana. Se apoya en el hecho de que quienes han conseguido llegar empiezan a mandar dinero y a prosperar. A su vez, el acceso a nuevos medios de comunicación, como Internet o la televisión por cable y por satélite, permite que, cuando miran a su alrededor, ven que su mundo es distinto y tienen la legítima aspiración de querer parte de nuestro bienestar.
Hay una cierta idealización del inmigrante y una mitificación de la vida en Europa. Se puede comparar con lo ocurrido en Canarias, cuyos habitantes emigraron durante el siglo pasado a Venezuela, Cuba y Argentina. En casi todas las familias había un emigrante que contaba las experiencias buenas y, al regresar, volvía con dinero. Ahora son más conocedores de las duras condiciones en las que deben realizar el viaje, pero en nuestra estructura mental, para poder justificar el hecho de que se suban a un cayuco y se jueguen la vida, tenemos que pensar que no conocen la situación que les espera, pero no es verdad. Un inmigrante africano que llega a España, trabaja en un mercadillo y manda 20 euros a la semana a su familia, se convierte en un triunfador en su pueblo. Con ese dinero mantiene a cuatro o cinco miembros de su familia, que puede empezar a construirse una casa mejor. La diferencia entre el nivel de vida de un lado y de otro es tan grande, que incluso en las peores circunstancias en España son unos triunfadores.
África siempre te sorprende. Es un lugar fascinante. Sobre todo, me impactó la gente y su trato tan cercano. Es un lugar en el que la vida late de manera muy intensa. Sobre las condiciones, quizá no son tan buenas como las nuestras, pero lo llevan con una gran dignidad. Están muy dispuestos a ayudar a las personas que vienen de fuera, son muy solidarios, tienen una serie de valores que nosotros hemos perdido. África es un regreso a un pasado reciente.
Era una alta responsabilidad porque los familiares revivían el dolor por la pérdida de un ser querido. Pero nos interesaba mucho hablar con ellas para reconstruir esta historia. Nos contaban detalles de cómo eran o de cómo prepararon el viaje. Teníamos entre manos una historia que debíamos saber contar con mucho respeto. Las familias nos agradecían mucho que estuviéramos allí, aunque al principio se extrañaban de nuestra presencia, un año y medio después de la tragedia. Nadie se había acercado para saber qué había pasado. Llenamos un vacío que sentían. Entendían que esas conversaciones se convirtieran luego en un libro, que aceptaban como un recordatorio para que la muerte de sus seres queridos no fuera en vano, sino que sirviera para despertar algunas conciencias.
Por supuesto, incluso colaboraron con ayuda económica y les animaron a ir. Son personas que llevan impreso el carácter nómada. Para muchos, emigrar es una especie de rito a la madurez. Fruto de la globalización, quienes antes se desplazaban entre países africanos, ahora tienen la aspiración de llegar a un lugar en el que con dos años de trabajo es posible que reúnan el dinero suficiente para construir una casa a sus padres o para ellos mismos. Otro sueño de muchos es reunir dinero y montar su propio negocio. La emigración es casi un destino irrevocable para muchos de ellos, por lo que esta muerte no fue más que un episodio, triste y durísimo, pero un episodio.
La emigración de los menores no la suelen aprobar, pero hay otros casos en los que los padres son conscientes de que sus hijos lo van a intentar, sobre todo en ámbitos rurales. Con los menores hay reparos, pero a partir de los 16 ó 17 años, las familias empiezan a ver con buenos ojos la posibilidad de tener a alguien en Europa porque ésa es la diferencia entre vivir con ciertas comodidades o sobrevivir. Esa tentación es muy poderosa.
“Un inmigrante africano que llega a España, trabaja en un mercadillo y manda 20 euros a la semana a su familia, se convierte en un triunfador en su pueblo”
Hay cierta confusión sobre la idea de mafia que no se ajusta demasiado a la realidad. Cada vez que se produce un naufragio o un accidente en el mar o en la costa, oímos que “todo esto es culpa de las mafias”. Sin embargo, es una idea inflada. En nuestra experiencia no percibimos estructuras organizadas, sino que los propios inmigrantes acuerdan los viajes, unos se encargan de comprar agua, otros compran la comida… Es verdad que en cada punto del camino hay personas que se lucran, como los antiguos pescadores que venden sus barcas, pero son vistos como personas que facilitan el viaje (pasadores). No se tiene la idea de mafia.
Tenemos que mirar a la historia y aprender de ella. La inmigración es muy antigua y permanecerá. Pero los flujos migratorios se regulan solos. La gente va a los sitios donde tiene posibilidades de encontrar trabajo y de mejorar sus condiciones de vida. Si en los últimos 15 ó 20 años ha venido tanta gente a España es porque les hemos llamado, porque hemos protagonizado los ritmos de crecimiento económico más espectaculares de Europa. Este crecimiento se explica por una mano de obra inmigrante que ocupó los puestos de trabajo que los españoles no querían. Les hemos llamado a gritos e incluso han creado nuevos sectores económicos, como la atención domiciliaria a las personas mayores, el cuidado de niños, los trabajos agrícolas, etc. Pero les hemos deshumanizado, nos hemos olvidado de que son personas, no mano de obra. Para frenar esta situación, habría que practicar de verdad la solidaridad al desarrollo con estos países, que llegue el dinero y se realicen los proyectos. También habría que apostar por contratos en origen, pero de verdad, no migajas que se reparten mal por amiguismos y corrupciones que excluyen a los candidatos a cayucos.