La hipoteca se ha convertido en la peor pesadilla de miles de personas que, afectadas por la crisis, las deudas y el paro, ya no pueden hacer frente a las cuotas. Según datos del Banco de España, en enero de este año ya eran 100.000 las familias que habían dejado de pagarlas. Y, tal como prevé la Asociación de Usuarios de Bancos, Cajas y Seguros (Adicae), esta cifra podría duplicarse con facilidad de aquí a finales de 2009. Por supuesto, el riesgo de encontrarse en esa situación no es nuevo. La posibilidad siempre ha existido y para todos, sin excepción; más que nada porque los plazos de amortización son muy largos, los intereses fluctúan y en 30 ó 40 años, muchas cosas pueden cambiar. Precisamente, eso es lo que ha sucedido, aunque de manera generalizada y radical. Un brusco giro en la economía ha adelgazado los bolsillos, ha engrosado el índice de desempleo y ha dibujado, con mayor o menor nitidez, gestos severos de preocupación. Las subidas del Euribor y el aumento de las cuotas que tanto agobiaban al grueso de la población hace dos años parecen un juego de niños al compararlos con la coyuntura actual: la imposibilidad real de pagar. Para unos, el problema es tangible. Para otros, inminente. Y en ambos casos, la pregunta es la misma: ¿qué opciones hay?
Acudir al banco
Sí, es obvio y redundante, pero es lo que hay que hacer: antes de tomar decisiones precipitadas o dejar de pagar sin más, hay que acudir al banco y plantear el problema. La razón es simple: acumular una deuda no es de recibo para nadie, ni para el cliente, ni para la entidad. De este modo, el primer paso es hablar. Como el principal objetivo del banco es cobrar el monto que se le adeuda, ayudará a buscar soluciones que sean razonables para ambas partes. Por ejemplo, refinanciar la hipoteca: renegociar las condiciones iniciales del préstamo para que se ajusten a la realidad actual. En algunos casos, alargar el plazo de pago puede constituir una buena alternativa, pues, aunque a la larga la hipoteca se encarezca, las cuotas se reducirán y el monto mensual será asumible para el cliente.
La legislación vigente establece que el impago de la deuda hipotecaria no queda saldado por el solo hecho de entregar el inmueble
En esta misma línea, otra opción posible es aplicar un periodo de carencia; es decir, abonar durante un tiempo únicamente los intereses. El periodo de carencia (también llamado “de gracia”) existe como figura legal para varios tipos de acuerdos y contratos, no sólo para los hipotecarios, aunque es en estos últimos donde más se conoce y aplica. En sí, se trata de una opción de duración determinada -y pactada con la entidad-, en la que el banco concede un periodo de desahogo económico al cliente para que pueda resolver el problema que le impide pagar con normalidad. En general, durante el tiempo acordado, el pago de la cuota queda reducido únicamente a los intereses del préstamo. Así, el monto mensual se reduce significativamente, la persona tiene cierto margen para recuperar su solvencia económica y, más importante todavía, evita convertirse en morosa.
Entregar el piso
La renegociación de las condiciones y la solicitud de un periodo de carencia son de gran utilidad para resolver muchos problemas. Sin embargo, y por desgracia, en ocasiones no bastan. Para los núcleos familiares donde deja de haber ingresos y las prestaciones por desempleo se agotan, ninguna de estas vías sirve porque, simplemente, no hay dinero. Y sin nóminas ni capital, por muy buena voluntad que se tenga, no hay nada que ofrecer al banco. Es en este punto, cuando las personas pierden la esperanza de conservar el inmueble y los clientes se resignan a acometer otro tipo de alternativas. Entre ellas, entregar el piso a la entidad. Más que entregarlo, someterlo a embargo, pues la dación en pago (devolver el piso a condición de que el banco firme un documento público en el que salda la deuda) ni es fácil de lograr, ni es barata. En caso de pactarse, implica gastos registrales y de cancelación hipotecaria.
Transcurrido cierto tiempo de impago -generalmente, seis meses-, el banco inicia un proceso judicial para intentar cobrar lo adeudado. El resultado del mismo es el embargo de los bienes, tanto de aquellos que en su momento se presentaron como garantía como de la propia vivienda en cuestión, que será objeto de remate judicial. Excepcionalmente, este sistema resuelve de raíz el problema. El inmueble se subasta y, del dinero obtenido, el banco cobra lo que le corresponde, más las costas judiciales. Lo que sobra, si es que algo sobra, le corresponde al particular. No obstante, de la teoría a la práctica hay un trecho; y más todavía en la coyuntura económica actual, porque lo cierto es que el valor de los pisos ha bajado y no es fácil encontrar a alguien dispuesto a pagar de más. Entonces, ¿qué ocurre?
Mientras en países como Estados Unidos la devolución del piso al banco supone la rescisión del contrato, aquí, en España, no. La legislación vigente establece que el impago de la deuda hipotecaria no queda saldado por el solo hecho de entregar el inmueble, máxime cuando el valor de la vivienda es menor que el monto de la deuda. De esta manera, el prestatario y sus avalistas son responsables de saldar hasta el último céntimo de importe, ya sea con su capital o con el resto de su patrimonio. Por tanto es bastante habitual que, para asegurarse el cobro de la diferencia, la entidad proceda al embargo de otros bienes e, incluso, de una parte de la nómina (dejando siempre a la persona el equivalente a la renta mensual básica para garantizar su subsistencia).
Declararse en quiebra
Habitualmente se circunscribe la posibilidad de declararse en quiebra al sector empresarial. Y, de hecho, hasta hace un lustro, así era: sólo las empresas podían acogerse a esta figura legal. No obstante, desde que se aprobó la Ley Concursal en 2004, las familias también pueden declararse en quiebra. A grandes rasgos, una vez iniciado este proceso se paralizan de inmediato las demandas por impagos y, con ellas, los embargos. En paralelo, también cesa la acumulación de intereses por morosidad, que es, en sí, lo que más dificulta solucionar el problema. Por supuesto, aunque no hay truco, no hay magia. La deuda no desaparece; lo que ocurre es que se ponen en marcha una serie de mecanismos legales para facilitar su cancelación, ya sea mediante reducciones del monto total (de hasta un 50%, en el mejor de los casos) o aplazamientos para retomar con los pagos.
Al declararse en quiebra, se paralizan las demandas por impagos y cesa la acumulación de intereses por morosidad
En sí, cuando una persona física o una familia se declaran en quiebra e inician este procedimiento, lo que se hace es reunir a todos los acreedores, evaluar la situación financiera del deudor y decidir, de manera conjunta y con supervisión judicial, cuál es la mejor solución para todos. Así, teniendo en cuenta las posibilidades y las carencias de la familia, se presentará una propuesta de convenio, las pautas que se habrán de seguir para poder saldar esa deuda. La reducción total o el aplazamiento de pago acordados permitirán que el núcleo familiar pueda hacer frente a los compromisos que ha contraído sin perder, en este caso, la vivienda. El aspecto negativo son las costas del proceso, ya que requiere la implicación de varios profesionales, desde abogados y procuradores, hasta administradores concursales y economistas. Por esta razón, más que por el desconocimiento de la vía, es por lo que muchas familias se abstienen de intentarlo; aunque, tal como registra el INE, en los últimos años aumentado el número de casos.
Vender el piso, ceder la hipoteca
Ante la incertidumbre económica y la resignación de perder el inmueble, la alternativa más evidente y, en apariencia, sencilla, es poner el piso a la venta. Deshacerse de la vivienda mediante un contrato de compraventa es deshacerse de la deuda, de los agobios y del problema. O lo era… La crisis ha trastocado por completo los mecanismos que, hasta hace poco, funcionaban. Por un lado, los pisos se han devaluado, por otro, no hay tantos compradores y, como si esto no bastara, cuando aparece un interesado, el endurecimiento de las condiciones de los bancos le dificulta acceder a un préstamo. En esta línea, la relación oferta-demanda muestra su arista más cruel.
En la actualidad, hay más inmuebles a la venta que personas con posibilidad real de adquirirlos. Y si a ello se suma la desesperación del propietario por cerrar el trato lo antes posible, el resultado es, cuando menos, nefasto. Los pisos se malvenden, no alcanzan para cubrir la deuda y, además, se pierde la vivienda. Por ello, de un tiempo a esta parte, cada vez hay más propietarios dispuestos a ceder su hipoteca; esto es, transferir todos los derechos y obligaciones a otra persona que, a partir de ese momento, será dueña del inmueble y se hará cargo de la deuda. En cualquier caso, este tipo de acuerdo debe de hacerse con conocimiento del banco que, además, deberá dar su aprobación. Tras estudiar el caso y evaluar la situación, las entidades suelen dar el visto bueno cuando la solvencia del nuevo propietario es igual o superior al del cliente anterior.