Panocha en Andalucía, parrocha en Asturias, sardiña en Galicia… Es posible encontrar distintos nombres para la sardina, según el sitio al que vayas, e incluso que cambie el modo de prepararla. Lo que no varía es su sabor característico, su precio asequible (desde 6 euros/kg) y sus bondades nutricionales. Te contamos cuáles son, como también sus inconvenientes, además de qué tener en cuenta al comprarlas y disfrutarlas.
Entre sus propiedades nutricionales, las sardinas destacan por aportarnos buenas dosis de proteínas y de grasas saludables, vitaminas como la A y la B12, además de diversos minerales: calcio, fósforo, magnesio y yodo. Estas características la convierten en un alimento muy adecuado en la infancia, la adolescencia, el embarazo y la lactancia, épocas en las que las necesidades de nutrientes son elevadas. Eso sí, también contienen sodio; por tanto, no conviene entusiasmarse añadiéndoles sal.
Pero no todo son ventajas. Como la mayoría de pescados azules, las sardinas son ricas en purinas (que se transforman en ácido úrico al ser metabolizadas en nuestro organismo), por lo que quienes padecen de hiperuricemia o gota deben limitar su consumo. Y, por supuesto, sus bondades varían en función de su preparación. Fritas, rebozadas o enlatadas en aceite son un alimento poco recomendable dentro de la dieta habitual de quienes desean controlar el peso.
Las señales para saber elegir sardinas
Al hacer las compras, encontrarás sardinas de diferentes maneras, aunque las más comunes son frescas o en conserva. Si las adquieres frescas, usa los cinco sentidos: al tacto, la consistencia de su carne debe ser firme; a la vista, sus ojos han de ser brillantes y no pueden estar hundidos, y la escama debe estar pegada al pescado; y al olfato, por último, mejor que no tengan un olor marino muy pronunciado. Además, hay truco para evitar que a casa se impregne del olor que desprenden al cocinarse: prepáralas en papillote; marinadas en vinagre de manzana o como toppingen una receta de arroz; al horno, sobre una cama de sal; o con un soplete de cocina.
Si compras la sardina en conserva, ganarás en calcio. Esta forma de conservación aporta más cantidad de este nutriente que la cruda. Durante el tratamiento térmico al que es sometida, la espina se ablanda y el calcio de esta pasa a la carne.
El tamaño sí que importa
La talla de la sardina es fundamental para elegir la forma de preparación. Las pequeñas son idóneas para hacer revueltos o tortillas (como las sardinas en tomate) una vez quitadas las espinas. Estos ejemplares contienen una carne más fina y delicada y es habitual cocinarlas fritas, rebozadas, enharinadas, con un toque al ajillo o con una salsa bilbaína (un refrito de ajo, perejil, un toque de guindilla o de vinagre que se agrega al pescado una vez cocinado).
Los ejemplares de mayor tamaño son perfectos para hacer a la brasa o a la plancha. De esta manera, se cocinan enteras, con cabeza e, incluso, junto con las vísceras.
Pero, además de los clásicos, su versatilidad hacen de la sardina la protagonista de diferentes preparaciones:
- Base de guisos o arroces marineros. Por ser una carne tan delicada, apenas necesita cocción y es mejor agregar al guiso en el último momento y dejar que se cocine con el calor del reposo.
- Crudas y en compañía. Las sardinas en conserva se pueden comer en bocadillo, como ingrediente de ensaladas o tortillas. Las saladas, debido a su fuerte sabor, se suelen consumir con aceite de oliva para suavizarlas.
- En la sartén. Fritas con aceite de oliva, enharinadas, rebozadas o empanadas. Si son pequeñas se fríen enteras, mientras las grandes es preferible abrirlas en filetes.
- En escabeche. Si, una vez cocinadas, sobran de un día para otro, se pueden aprovechar y hacer un escabeche. Se fríen unos ajos en aceite y, cuando están dorados, se añade vinagre, una hoja de laurel y un poco de agua. Se agrega, ya fuera del fuego, un poco de pimentón. Se cubren y se deja reposar durante una hora. Transcurrido este tiempo, ya están listas.