La comida casera nos atrae y conquista nuestros sentidos: está rica, huele bien, tiene buen aspecto, podemos tocar los ingredientes e incluso la oímos mientras se prepara. También está muy vinculada a nuestras emociones y tiene el plus de ser única. Un cocido casero puede revivir las manos de nuestras abuelas, desde las cucharas hasta las caricias. Nada de esto sucede frente a una lata de cocido lista para calentar. No vemos cómo se prepara, no perfuma nuestro hogar mientras hierve a fuego lento ni llamamos al fabricante para pedirle la receta. A la comida industrial le pedimos que nos resuelva la comida o la cena, pero poco más. Nuestro vínculo con ella es práctico y frío. Incluso ante la expresión “comida industrial”, nuestros primeros pensamientos son negativos. ¿Está justificado este recelo?
No la queremos, pero la comemos
La comida industrial no goza de tanto aprecio como la comida casera. Los propios fabricantes son conscientes de esta percepción social, lo que les ha llevado a utilizar el reclamo «casero» en muchas de sus campañas. Sin embargo, la mayor parte de lo que comemos en casa son productos procesados por la industria. Los últimos datos de consumo, publicados en junio por el Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación, son rotundos: los productos frescos representan menos del 40 % de la compra y su presencia en nuestras cestas disminuye a un ritmo que, de mantenerse constante, los haría desaparecer dentro de 35 años.
Tras una lectura superficial, podríamos pensar que en España comemos ultraprocesados el 60 % de las veces, mientras que resto del tiempo comemos fresco y sano. Pero no es exactamente así. En primer lugar, porque con los alimentos frescos (por ejemplo, unas zanahorias) podemos elaborar un sinfín de procesados (como un bizcocho), cuyo perfil nutricional dista de ser recomendable. En segundo lugar, porque hay productos procesados que son muy saludables (como los guisantes congelados). Y en tercer lugar, porque hay procesos industriales que protegen nuestra salud (como la pasteurización de la leche). A su vez, algunos productos industriales, además de ser saludables, nos permiten ahorrar tiempo y dinero. La salsa de tomate de bote es un buen ejemplo: cuesta la mitad que la casera (o menos aún, según las marcas) y evita que pasemos casi dos horas en la cocina.
Saber elegir los más saludables
Pero ¿cómo distinguir los procesados industriales nutricionalmente interesantes de los que no lo son? Para la dietista-nutricionista Laura Saavedra, «lo primero (y casi lo único) que hay que mirar para identificar un producto procesado como saludable es la lista de ingredientes. Un buen producto procesado suele presentarse envasado y puede tener más de un ingrediente, pero no presenta cantidades significativas de sal, azúcares añadidos, harinas refinadas o aceites vegetales refinados. Si el producto que estamos analizando tiene una larga lista de ingredientes que, además, nos suenan a chino, mejor dejarlo en la estantería del supermercado«, enfatiza.
Saavedra, que también es tecnóloga alimentaria, indica que «hay productos que, aunque hayan sido sometidos a un proceso de transformación por parte de la industria alimentaria, no modifican su composición nutricional y podemos incluir en nuestro menú». A saber: verduras ultracongeladas, ensaladas de bolsa, conservas de legumbres o pescados, soja texturizada, bolsas de verduras listas para cocinar y servir, quesos curados, productos lácteos fermentados… «Pero cuidado —advierte—, porque las bebidas alcohólicas fermentadas estarían dentro de este grupo y no forman parte de una alimentación saludable». También hay que prestar atención a las cantidades de azúcar o de sal.
Los alimentos más seguros de todos los tiempos
Una de las grandes cualidades de la industria alimentaria es la seguridad: hoy comemos más seguro que nunca. Las técnicas de conservación de los alimentos, la trazabilidad de los productos, la innovación en el envasado y los controles sanitarios han minimizado los riesgos y, prácticamente, erradicado algunas enfermedades vinculadas a la comida. Tanto es así que las negligencias (como sucedió este verano con la carne mechada y la listeria) son noticia. En opinión de Miguel Ángel Lurueña, doctor en Ciencia y Tecnología de Alimentos, «los alimentos caseros son menos seguros que los comerciales, ya que en el entorno doméstico no se aplican los controles que se llevan a cabo en la industria». ¿Lo hacemos todo fatal? No, pero algunos errores domésticos muy cotidianos, como lavar el pollo, descongelar alimentos a temperatura ambiente o servir la tortilla en el plato que se ha usado para darle la vuelta, no se producen en el entorno industrial.
Coincide con esta idea Deborah García Bello, química y divulgadora científica, quien explica que en la industria «se controla todo lo que afecta a la producción. Incluso los tiempos y temperaturas de cocinado, que es uno de los procesos que más puede afectar a la salubridad de un alimento». García Bello nos da un ejemplo concreto: los alimentos fritos y horneados. «Los industriales están optimizados para producir cantidades mínimas de acrilamida [una sustancia química tóxica que se genera en los alimentos con el calor]. Nosotros, en casa, cuando freímos u horneamos, producimos mucha más», ya que no tenemos un control tan preciso de la temperatura.
Y «hay otros procesos conocidos a los que no les prestamos atención: la pasteurización, los tratamientos UHT, los ultracongelados, el uso de conservantes, lograr que no se rompa la cadena de frío, que no se concentre agua en nuestro producto… Todo lo que puede ser foco de infección se mantiene bajo control», agrega García Bello. Es en parte gracias a esta mayor precaución en materia de seguridad alimentaria que enfermedades como la brucelosis, la triquinosis o el botulismo se produzcan de manera excepcional y nos suenen cada vez más a cosa del pasado. Ahora bien, «que los alimentos que tenemos a nuestra disposición sean los más seguros de toda nuestra existencia, no implica que [todos ellos] sean igual de saludables», matiza Laura Saavedra. Ahí están, por ejemplo, los snacks de bolsa, la bollería y las bebidas azucaradas para refrendarlo.
Casero con matices
Imagen: Getty Images
Saavedra, que también es tecnóloga alimentaria, indica que «hay productos que, aunque hayan sido sometidos a un proceso de transformación por parte de la industria alimentaria, no modifican su composición nutricional y podemos incluir en nuestro menú». A saber: verduras ultracongeladas, ensaladas de bolsa, conservas de legumbres o pescados, soja texturizada, bolsas de verduras listas para cocinar y servir, quesos curados, productos lácteos fermentados… «Pero cuidado —advierte—, porque las bebidas alcohólicas fermentadas estarían dentro de este grupo y no forman parte de una alimentación saludable». También hay que prestar atención a las cantidades de azúcar o de sal.
Los alimentos más seguros de todos los tiempos
Una de las grandes cualidades de la industria alimentaria es la seguridad: hoy comemos más seguro que nunca. Las técnicas de conservación de los alimentos, la trazabilidad de los productos, la innovación en el envasado y los controles sanitarios han minimizado los riesgos y, prácticamente, erradicado algunas enfermedades vinculadas a la comida. Tanto es así que las negligencias (como sucedió este verano con la carne mechada y la listeria) son noticia. En opinión de Miguel Ángel Lurueña, doctor en Ciencia y Tecnología de Alimentos, «los alimentos caseros son menos seguros que los comerciales, ya que en el entorno doméstico no se aplican los controles que se llevan a cabo en la industria». ¿Lo hacemos todo fatal? No, pero algunos errores domésticos muy cotidianos, como lavar el pollo, descongelar alimentos a temperatura ambiente o servir la tortilla en el plato que se ha usado para darle la vuelta, no se producen en el entorno industrial.
Coincide con esta idea Deborah García Bello, química y divulgadora científica, quien explica que en la industria «se controla todo lo que afecta a la producción. Incluso los tiempos y temperaturas de cocinado, que es uno de los procesos que más puede afectar a la salubridad de un alimento». García Bello nos da un ejemplo concreto: los alimentos fritos y horneados. «Los industriales están optimizados para producir cantidades mínimas de acrilamida [una sustancia química tóxica que se genera en los alimentos con el calor]. Nosotros, en casa, cuando freímos u horneamos, producimos mucha más», ya que no tenemos un control tan preciso de la temperatura.
Y «hay otros procesos conocidos a los que no les prestamos atención: la pasteurización, los tratamientos UHT, los ultracongelados, el uso de conservantes, lograr que no se rompa la cadena de frío, que no se concentre agua en nuestro producto… Todo lo que puede ser foco de infección se mantiene bajo control», agrega García Bello. Es en parte gracias a esta mayor precaución en materia de seguridad alimentaria que enfermedades como la brucelosis, la triquinosis o el botulismo se produzcan de manera excepcional y nos suenen cada vez más a cosa del pasado. Ahora bien, «que los alimentos que tenemos a nuestra disposición sean los más seguros de toda nuestra existencia, no implica que [todos ellos] sean igual de saludables», matiza Laura Saavedra. Ahí están, por ejemplo, los snacks de bolsa, la bollería y las bebidas azucaradas para refrendarlo.
Casero con matices
Imagen: Getty Images
Casero no siempre es sinónimo de seguro, pero ¿podríamos decir que es sinónimo de sano? No sin tener en cuenta al alimento en cuestión. «Si casero es que las croquetas las haces tú, que el pollo lo rebozas tú o que el brownie lo haces tú, pues poca diferencia hay desde el punto de vista nutricional con el producto industrial equivalente. Sí hay más cariño, y el cariño es muy importante, pero nutricionalmente no hay diferencias significativas», expone García Bello. En este sentido, plantearse, por ejemplo, si un zumo casero es mejor que uno industrial es, en realidad, un falso dilema porque no hay «zumo bueno». Lo mismo pasa con la bollería, que seguirá siendo poco recomendable, por mucho hierro que le ponga la industria o mucho amor que le pongamos nosotros.
Sin embargo, en casa podemos elegir los ingredientes y tenemos control absoluto sobre el tipo de alimentos que empleamos. Y esto sí puede suponer una mejora, aunque, según la experta, hay que matizar. «Si vas a hacer unas galletas con harina integral pero las atiborras de azúcar, poco importa que tu harina sea integral —observa—. Una dieta saludable no se construye a partir de alimentos concretos consumidos de forma aislada, sino que lo que tiene valor es la dieta en su conjunto».
¿Hay algo en lo que podamos marcar una diferencia sustancial? «Si hablamos de procesos de cocinado que hacemos en casa, sí podemos hacer distinciones —responde García Bello—. Por ejemplo, en general va a ser mejor cocer un alimento u hornearlo que freírlo. Esa es una decisión que tomamos en casa. Si hacemos la masa de pizza en casa, sí que podemos escoger ingredientes de calidad y saludables, como harina integral y aceite de oliva virgen. Claro que esa oferta también la podemos encontrar en productos industriales, así que no es tanto lo que hagamos en casa, sino que seamos conscientes de la salubridad de lo que comemos, lo elaboremos en casa o lo elabore la industria por nosotros», concluye.
- Conservas. De legumbres, frutas, verduras y pescados. Son seguras, sanas y de larga duración.
- Productos listos para consumir o de rápida preparación. Ensaladas de bolsa o verduras ultracongeladas. Ahorran mucho tiempo y son saludables.
- Lácteos. Quesos (preferiblemente, los bajos en sal o poco curados), leche y yogur (sin azucarar).
- Aceite de oliva. Una grasa saludable que se obtiene gracias al procesado de las aceitunas.
- Pasta y pan integral 100 %. En la actualidad hay panes de larga duración con fórmulas muy bien conseguidas.