Fuente de polémica (y, a veces, de nutrientes), los llamados alimentos funcionales se han instalado en los lineales de supermercado y en nuestras vidas como productos habituales con la intención de mejorar nuestra salud. Su éxito es indiscutible, y estos alimentos se utilizan como un reclamo para el consumidor. Lo que sí es discutible es su necesidad, su efectividad y su precio. ¿Qué hay de cierto en los beneficios que prometen? Lo explicamos en el siguiente artículo.
Durante miles de años, a los alimentos les hemos pedido que aportaran sus nutrientes. Parece obvio, pero no lo es tanto: hoy les pedimos mucho más. Los consumidores dirigen la búsqueda hacia productos novedosos con propiedades funcionales que, además de la simple nutrición, proporcionen compuestos con actividad fisiológica para mantener o mejorar el estado de salud. Las marcas, a su vez, crean necesidades que, en realidad, los ciudadanos no tienen habitualmente. La Academia Nacional de Ciencias de Estados Unidos definió alimento funcional como «aquel que proporcione un beneficio para la salud superior al que aportan los nutrientes que contenga«. Según datos del centro tecnológico Ainia, en 2015 los alimentos con alegaciones saludables supusieron el 23,4 % de las ventas de productos alimentarios en España. Esta cifra refleja que el éxito de este tipo de productos es indiscutible. Pero ¿qué hay de su efectividad?
No es algo nuevo
El uso de alimentos concretos para mejorar la salud ha sido práctica común durante décadas, sobre todo en la cultura oriental. Hace 1.600 años se incluían limaduras de hierro en el vino de los soldados persas para fortalecerles y aumentar su resistencia. Hoy esto nos parece una barbaridad, pero aceptamos que, si añadimos colágeno a un alimento, va directo a nuestros tendones, algo que la ciencia ya ha desmentido. Y no tiene más argumentación una que la otra. Ahora ya sabemos que ingerir un compuesto no es garantía de efecto en nuestro organismo. Eso sí, en algunos momentos concretos, enriquecer un producto sí ha supuesto una mejora en la salud de la población. Un ejemplo: la sal yodada disminuyó la incidencia de bocio en una gran cantidad de personas. Cierto es que su dieta era deficiente en yodo, cosa que en la actualidad no ocurre en casi ningún caso. Si tuviéramos falta de algún nutriente sería probablemente por alguna enfermedad, y la suplementación debería ser prescrita por el médico.
Los primeros pasos de los alimentos funcionales los vimos en Japón en los años treinta, cuando se inició una investigación sobre la leche fermentada y sus propiedades en enfermedades gastrointestinales. El posterior aumento de la longevidad de la población no estaba relacionado exclusivamente con ese producto, sino con la combinación de otros motivos como la mejora de la sanidad.
A partir de los años ochenta, al aumentar la esperanza de vida, se pensó que enriquecer los alimentos podría mejorar la salud de los ciudadanos. A Europa no llegaron hasta los noventa, favorecidos por un aumento en la innovación de la industria alimentaria. Esta innovación consigue que la industria vaya por delante del marco normativo y, durante más de 20 años, el mercado se llenó de alimentos funcionales con declaraciones nutricionales, que hoy en día la normativa no permitiría, y que los consumidores tienen muy interiorizadas.
Imagen: Foundry
¿Hay que recelar de todos?
No, no de todos. De hecho, algunos alimentos funcionales son necesarios. Un producto al que se le ha eliminado o sustituido un ingrediente –por ejemplo, un alérgeno– también se considera funcional. También hay alimentos enriquecidos que tienen efectos demostrados y están autorizados por la Autoridad Europea en Seguridad Alimentaria (EFSA). Un claro ejemplo: los productos enriquecidos con fitoesteroles –como el Danacol o el Benecol– bloquean la absorción del colesterol, provocando su eliminación por las heces. De hecho, se asume que un consumo de 1,5-3 gramos de esteroles a la semana (un Danacol, por ejemplo, contiene 1,6 g) podría disminuir el colesterol sobre un 11 %. Esa cantidad no se consigue exclusivamente con la dieta, aunque sea equilibrada, porque el aporte de estos nutrientes en la ingesta de frutas y verduras no es suficiente. Pero, como alimentos con un componente para la salud, hay que seguir una serie de precauciones:
- No se pueden tomar en todos los casos. Igual que con un medicamento, hay que tener en cuenta sus indicaciones.
- No funcionan “para prevenir”. No impiden que aumente el colesterol, así que no sirve de nada que se tomen si la persona no tiene valores fuera de los márgenes.
- No se pueden usar en niños, ni en mujeres embarazadas o que estén en periodo de lactancia. Los esteroles (colesterol vegetal) que poseen compiten con el colesterol animal (esencial para la construcción de hormonas de crecimiento) y este perdería abosorción, por lo que se reducirían los niveles de colesterol en sangre.
- No se recomienda tomar más de 3 gramos al día (a partir de esa cantidad, no reduce el colesterol).
- Su efecto, por sí mismo, no va a evitar altos niveles de colesterol, si no se complementa con una dieta equilibrada.
- Al mismo tiempo, es necesario aumentar la ingesta de frutas y verduras, porque eliminan el colesterol, pero también afectan a otros nutrientes. Por ejemplo, cuando los esteroles se toman en dosis altas, interfieren con la absorción de las vitaminas liposolubles, principalmente con los carotenos.
- Deben tomarse con conocimiento del médico por si tienen contraindicaciones al mezclarse con otros fármacos con el mismo objetivo.
La lentitud de la normativa
Todas las declaraciones nutricionales autorizadas tienen una base científica, si bien, en ocasiones, la ciencia avanza más rápido que la normativa. Este es el caso de los alimentos enriquecidos con omega 3 o colágeno, cuyas bondades, se ha demostrado, carecen de evidencia científica. Un ejemplo: un reciente estudio elaborado por Cochrane en 2018 demostró que aumentar la ingesta de omega 3 a través de suplementos o alimentos enriquecidos tiene poco o ningún efecto en el riesgo de sufrir una enfermedad cardíaca o un accidente cerebrovascular.
El colágeno, por su parte, está formado por un conjunto de aminoácidos que, tomados en la dieta con alimentos enriquecidos, llegarán a nuestro estómago y se romperán para que el organismo los utilice como mejor considere. La mala noticia es que no tiene que ser precisamente para lo que nosotros esperamos, es decir, no afectan necesariamente a la formación de nuevo colágeno.
¿El precio justo?
Imagen: Peter Stanic
En algunos casos, el precio está justificado y en otros, no. Evidentemente, si añadimos un ingrediente (normalmentemás caro) al producto, parecería justificado un aumento de precio. Ocurre lo mismo con alimentos que tienen características especiales, por ejemplo, aquellos sin gluten. La limpieza previa y posterior de toda la planta de fabricación, los controles analíticos, la sustitución de unos ingredientes por otros, etc., justificarían la diferencia (muy significativa) en el importe.
Pero en otros casos podríamos decir que el aumento de precio está más relacionado con los efectos del márketing en la mente del consumidor que los del propio producto sobre la salud. No obstante, estamos dispuestos a pagar un extra por un alimento al que se le ha añadido, o eliminado, un componente que nos hace pensar en una mejora para la salud. Cada vez exigimos más novedades en el mercado y, desde el punto de vista de la industria, el uso de alimentos funcionales es un filón. Siempre habrá algo que añadir para crear en el consumidor esa necesidad que desconocía. Y que pague por ella.
¿Necesitamos estos alimentos?
Depende. Para quien tiene intolerancia a la lactosa, el alimento funcional de “leche sin lactosa” sí es necesario. A quien está intentando eliminar el azúcar de su dieta, encontrar productos con edulcorantes diferentes del azúcar también le parecerá necesario.
Pero existe una diferencia entre estos alimentos y los ultraprocesados a los que se les añade cierta cantidad de nutrientes para justificar una mejora que no existe. A partir de nuestra alimentación, en la que disponemos de productos suficientes como para completar todas las necesidades nutricionales, no necesitamos ningún alimento con suplementos vitamínicos. Eso no significa que no sean útiles en lugares donde la alimentación es deficiente en ciertos nutrientes y sí puedan suplementarse en alimentos básicos de su dieta. Hay muchos países en los que la ingesta de ciertos nutrientes es muy limitada y esta suplementación podría suponer una mejora social.
Tarde, pero llegó. La regulación comenzó con el Reglamento 1924/2006 del Parlamento Europeo y del Consejo relativo a las declaraciones nutricionales y de propiedades saludables en los alimentos. En ese documento se recogían alegaciones como “bajo en sal” o “light” y, posteriormente, se incorporó el Reglamento 432/2012 con la lista de declaraciones autorizadas de propiedades saludables de nutrientes, sustancias o categorías de alimentos como carbón activo, minerales o vitaminas. Para que un alimento funcional pueda informar en el envase de sus propiedades, debe cumplir los siguientes requisitos:
- Debe demostrarse la relación causa-efecto entre el consumo del alimento y el efecto declarado en humanos.
- La sustancia debe estar presente en una cantidad significativa para producir el efecto beneficioso. El Reglamento 432/2012 regula la dosis de cada sustancia.
- En el etiquetado debe figurar la cantidad de alimento que debería consumirse para producir ese efecto beneficioso.
- El ingrediente debe ser asimilado por el organismo.
Con el fin de confirmar estos requisitos, la EFSA fijó un listado de criterios básicos para permitir la solicitud de declaraciones nutricionales. No deberían ser solicitudes vagas y tergiversadas, sino claras y definidas. Este listado se publicó en el Reglamento 432/2012. Recibió más de 44.000 propuestas de la industria alimentaria que se agruparon en 4.637. Evaluaron en su momento casi 3.000 de ellas y solo 222 fueron aprobadas; es decir, un 0,5 % de las solicitudes iniciales. En muchos casos, el mal ya estaba hecho: fueron retirados, pero para entonces ya se habían comercializado sin evidencia.