La pérdida del gusto como síntoma de covid-19 (unida a la pérdida del olfato) ha desconcertado a muchas personas. Esto es, en parte, porque damos por hecho poder saborear. Pero en realidad este sentido es muy complejo y uno de los grandes desconocidos. Por eso, la ciencia está en búsqueda de respuestas. Tener el gusto distorsionado puede llegar a ser un factor de riesgo para personas con enfermedades que requieren de una dieta específica, como diabetes o hipertensión: no saborear bien puede dejarles inapetentes o, por el contrario, provocar que echen más cantidad de sal y azúcar a las comidas. Encontrar respuestas facilitará la lucha contra la epidemia de la obesidad, pero también posibilitará un mayor entendimiento sobre la lengua. Además de ayudarnos a derribar mitos como el del “mapa de la lengua”, toda esta información nos posibilitará descubrir otros nuevos. ¿Se unirá pronto un sexto sabor a la lista oficial de los sentidos?
“¡Esto está malo!”, exclamas mientras no puedes evitar hacer una mueca de desagrado. Has probado algo que sabe ácido e, inmediatamente, y también gracias al olor que desprendía, te has dado cuenta de que ese alimento estaba caducado. Este sabor te ha causado una impresión, en concreto una mala, y provocado una respuesta fisiológica útil, que en este caso ha sido alertarte ante una posible toxicidad. No hay que olvidar que, además de momentos de placer que han determinado nuestras preferencias alimentarias, evolutivamente el gusto ha ayudado a los seres humanos a detectar venenos y sustancias nocivas.
Además del ácido, tenemos otros cuatro sabores reconocidos por la ciencia que igualmente sirven para informarnos del estado y la calidad de los alimentos: el dulce, el amargo, el salado y el umami. Los cinco tienen en común otras características: todos ellos son muy reconocibles, nos aportan (o no) sensaciones agradables, están asociados al sentido del olfato y, lo más importante para que sean catalogados como sabores, que cada uno de ellos tiene al menos un receptor que lo detecta.
Pero para entender mejor cuáles son estos receptores y dónde están alojados, hay que comprender primero cómo funciona el músculo que habita en nuestra boca.
¿Cómo funciona la lengua?
La sensación que significa percibir un sabor cuando introduces un alimento en la boca comienza cuando las sustancias químicas que se encuentran en los diferentes alimentos se disuelven en nuestra saliva y penetran a través de los poros que hay en la lengua hasta entrar en contacto con un conjunto de células, denominadas células receptoras del sabor, y las estimulan. Estas células receptoras están organizadas en grupos de 50-100 en una estructura que se conoce con el nombre de botón gustativo y que, a su vez, se halla en la superficie de las papilas gustativas, esos bultitos de apenas unos pocos milímetros que cubren la mayoría de la superficie de la lengua y, en menor cantidad, también en el paladar y la epiglotis (un cartílago situado detrás de la lengua, frente a la laringe). Estos botones gustativos tienen cilios, unos pelillos microscópicos de gran sensibilidad.
Al estimularse las papilas gustativas, estos pelillos producen un impulso nervioso en las fibras que están conectadas a los tres nervios craneales del gusto (nervio facial, glosofaríngeo y vago), y a partir de ahí se inicia un viaje que pasa por la médula espinal y el tálamo hasta que alcanza al cerebro. Una vez allí, este convierte toda la información que le llega en la sensación de sabor que nosotros percibimos: desde el dulce de un postre, al amargo de un café solo, el salado de una salsa de soja o el agrio de un pomelo.
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Tenemos de media unas 10.000 papilas gustativas que se regeneran cada dos semanas aproximadamente y que dejan de hacerlo según vamos envejeciendo. Al llegar a la vejez un anciano puede tener unas 5.000 que le funcionan de modo correcto, pero también fumar hace que estas células vayan regenerándose menos, el uso de ciertos fármacos o tratamientos como la quimioterapia e, incluso la obesidad.
Un estudio realizado en el 2018 por la Universidad de Cornell en Nueva York y que fue publicado en Plos Biology confirmó que la respuesta inflamatoria (leve, pero crónica) que produce la obesidad reduce la proliferación de papilas gustativas, y con ello una disminución de los receptores, y por tanto, de cómo percibimos el sabor. En concreto, los científicos observaron cómo animales obesos tenían menos cantidad de estas células receptoras del sabor, lo que explicaba el hecho de que muchos pacientes con obesidad necesiten ingerir alimentos más sabrosos para poder apreciar más el sabor.
Pero eso de “esta comida no me sabe a nada” es una realidad para muchas personas. Y es que para captarlo, además de tener las papilas gustativas necesarias, necesitamos que nuestro olfato funcione a la perfección, ya que entre el 70-80 % de lo que detectamos como sabor proviene de la nariz. Al masticar las sustancias que liberamos con la comida, estas ascienden por la nariz estimulando los receptores sensoriales que hay dentro de ella y que colaboran con las papilas gustativas a la hora de informar al cerebro. La estrecha vinculación que existe entre el olor y el sabor es algo que casi todos hemos experimentado alguna vez cuando hemos tenido un episodio de alergia, hemos estado acatarrados o nos hemos tapado la nariz con la intención de que una comida que no nos era apetecible nos supiera menos.
Sabores que detecta la lengua
Cada botón gustativo está compuesto por varios tipos de células, pero las células receptoras son las más importantes, pues son las responsables de enviar la información del gusto al cerebro. Y es precisamente en la superficie de estas células donde se localizan los receptores, las moléculas que pueden detectar cada tipo específico de sabor.
Hasta el momento, solo se han identificado 13 receptores en estas células gustativas (dos para el sodio, dos para el potasio, uno para el cloruro, uno para adenosina, uno de inosina, dos para el sabor dulce, dos para el sabor amargo, uno para el glutamato y otro para el ion de hidrógeno), que se han agrupado en cinco categorías: gusto agrio, salado, dulce, amargo y umami. Del mismo modo en que los colores que percibimos resultan ser una combinación de los tres primarios (rojo, azul y amarillo), la gran cantidad de sabores distintos que podemos percibir al ingerir los alimentos serían también una combinación de estos sabores básicos, más su olor, su textura y temperatura.
- El sabor salado. Se produce como reacción al cloruro sódico (la sal común) y a otras sales presentes en los alimentos. Aunque no es el único, se sabe que el receptor de sodio llamado ENac (canal de sodio epitelial) es el principal receptor involucrado en la percepción del sabor salado.
- El sabor dulce. Los receptores que se ponen en marcha ante la ingesta de azúcares (tanto naturales como artificiales) o algunos aminoácidos, que también se perciben dulces, se conocen como T1R3 y T1R3, aunque los investigadores sospechan de la presencia de receptores adicionales.
- El sabor ácido. Este sabor se produce cuando las papilas gustativas detectan los iones de hidronio, que se originan cuando los alimentos ácidos se disuelven en la saliva. Los receptores que se encargan de mandar el mensaje del sabor ácido al cerebro son PKD2L1-PKD1L3.
- El sabor amargo. No responde a un solo agente químico y ha sido uno de los sabores más estudiados, ya que los compuestos que lo provocan son estructuralmente muy diversos a nivel molecular. Se produce al percibirse sustancias orgánicas de cadena larga con nitrógeno y alcaloides (quinina, cafeína y nicotina) y el receptor encargado de mandar esa información al cerebro es conocido como el T2R12.
- El sabor umani. En los humanos solo existen dos aminoácidos que provocan el sabor umani (palabra japonesa para describir «gusto sabroso», descubierto en 1908): el glutamato monosódico, una sal que de forma natural está en muchas proteínas (queso parmesano, nueces, setas, anchoas, tomates, salsa de soja, jamón), y el aspartamo, un aditivo que se encuentra en multitud de productos (chicle, postres, yogur o edulcorantes). A pesar de conocerse durante décadas la existencia de este sabor, no fue hasta el 2001 cuando el biólogo Charles S. Zuker, de la Universidad de California, descubrió los receptores específicos que lo detectan (T1R1 + T1R3).
¿Y el sabor graso? Se han publicado muchos estudios por parte de diferentes universidades que aportan pruebas consistentes sobre la existencia de un sabor graso en sí mismo. Para los científicos es muy importante encontrar el receptor encargado de transmitir la información de este sabor al cerebro, ya que entendiendo el mecanismo que subyace tras él se podrían hallar sustitutos que lucharan contra la obesidad. Los investigadores aseguran que tenemos receptores del sabor para los ácidos grasos, pero aún no han encontrado cuáles son. A pesar de que afirman estar muy cerca de hallarlos, aún se desconoce cómo se envía exactamente a nuestro cerebro la información sobre la presencia de grasa.
¿Existe el mapa de la lengua?
Cada receptor está especializado en detectar uno de los cinco sabores, pero cada papila gustativa puede tener incorporados todas o algunas de estas células especializadas en la percepción del gusto. Es decir, que las papilas gustativas que se expanden por toda la lengua tienen la facultad de percibir todos los sabores, un hecho que confirma que el conocido mapa de la lengua es un mito. Todavía es muy común encontrarse con esta teoría en cada búsqueda que se hace en Google sobre el sentido del gusto y que explica de modo erróneo cómo cada sección de nuestra lengua tiene la capacidad de percibir un sabor específico (el dulce se percibiría en la punta de la legua, lo amargo en la posterior, lo agrio en ambos laterales de la parte superior y lo salado en ambos laterales delanteros de la lengua).
Esta teoría que no es cierta surgió en 1942 a partir de una interpretación incorrecta al traducir del alemán al inglés el trabajo realizado en 1901 por Davin Hening: Zur Psychophysik des Geschmackssinnes (Psicofísica del sentido del gusto). Lo que este científico quería explicar en la versión original de su texto es que existen zonas de la lengua que tienen más sensibilidad que otras a la hora de percibir esos determinados sabores, no que determinados sabores solo sean capaces de percibirse en esas zonas. Fue un error que corrigió la científica Virginia B. Collings en 1974, además de actualizar aquella investigación confirmando que “de encontrarse alguna diferencia respecto a la sensibilidad de determinadas áreas de la lengua para detectar un sabor específico, eran tan mínimas que eran casi imperceptibles”. En el 2006, otro riguroso estudio publicado en Nature volvió a confirmar las conclusiones de Collings.
Aun así, este mapa del sabor o mapa del gusto, como también se le conoce, todavía se estudia y se da por bueno en algunos manuales.