No hay truco. Por mucho que nos bombardeen con milagrosos e instantáneos remedios para reforzar nuestras defensas, la única “medicina” que existe para mantener un sistema inmune joven y fuerte durante muchos años es mimarlo. Se trata de un proceso largo que comienza en el útero, continúa en nuestra etapa infantil, en la adolescencia y en nuestra vida adulta, hasta llegar a la vejez. Y estos cuidados tienen recompensa. La ciencia confirma resultados sorprendentes para aquellas personas que han sido constantes en el ejercicio y la dieta sana y no se han estresado más de lo necesario. Sí, es posible alcanzar los 80 años con las defensas de un adulto de 40.
Además de recibir merecidos homenajes por parte de familiares y amigos, los afortunados que alcanzan el siglo de vida son estudiados con especial atención por parte de la ciencia, sobre todo aquellos que soplan las velas presentando aún un considerable buen estado de salud. Los científicos siempre han querido saber cuál es ese secreto de quienes pasan de los 90 años, qué les diferencia y qué es exactamente lo que les ha hecho más fuertes que a sus coetáneos que no llegaron a la vejez.
Lo que sabemos hasta el momento, según desvela la investigadora Mónica de la Fuente –una de las científicas que, junto a su equipo de la Universidad Complutense de Madrid, lleva más años analizando estos longevos sistemas inmunes–, es que la gran mayoría de estos abuelos presenta una velocidad de envejecimiento de un adulto de 30-40 años. “Dado que la edad biológica se basa en el estado funcional del sistema inmunitario, parece evidente que las personas que consiguen tener una inmunidad propia de adulto en la vejez son las que alcanzan una elevada longevidad”, relata la bióloga. Pero eso no es fácil de conseguir o, al menos, a priori no lo parece.
Sistema inmunitario: cómo mantenerlo casi intacto
Nuestro sistema inmune, ese completo y coordinado conjunto de células, tejidos, moléculas y procesos biológicos que se encarga de defendernos de virus, bacterias, parásitos y células cancerígenas, se va deteriorando según nos hacemos mayores. Es un proceso del que no se escapa nadie, se llama inmunosenescencia y consiste en el deterioro progresivo de los distintos componentes que nos aporta esa inmunidad. Con los años se altera tanto el número de células encargadas de hacer frente a los diferentes patógenos como sus funciones, lo que reduce su respuesta a la hora de defendernos de patologías asociadas con la edad, como el cáncer, las enfermedades cardiovasculares o autoinmunes.
¿Cómo se consigue que el sistema inmune se mantenga más joven que el de otras personas de la misma edad? Los genes tienen que ver en ello (un 25 %), pero mucho más nuestro estilo de vida (un 75 %), unos hábitos que hay que cuidar desde que estamos en el útero. Para lograr que el envejecimiento de las defensas vaya a paso de tortuga y que estas estén alerta y en condiciones durante más tiempo, no queda otra opción que pasarse la vida cuidando de ellas, un proceso que, lejos de tedioso, da la mayor de las satisfacciones: vivir muchos años y con buena salud.
Factores que influyen en nuestro sistema inmunitario
? Hábitos durante el embarazo
En el periodo fetal ya empieza a formarse la inmunidad innata, justamente en el segundo trimestre de la gestación. Al nacer, el bebé ya lo hace con algunos mecanismos de defensa, pero es una inmunidad muy inmadura y muy frágil. Para que esa inmunidad innata funcione de modo correcto tiene que interrelacionar con la adquirida (la memoria que permite reconocer el patógeno que estuvo en contacto con el organismo y actuar rápidamente contra él), que se irá desarrollando según vaya creciendo el niño y esté en contacto con estos patógenos; ya sea a través de la vacunación o al pasar las enfermedades.
Durante el embarazo, esa inmunidad adquirida, esa memoria, le llega desde la madre. A través de la placenta le transmite anticuerpos y glóbulos blancos. Por ello es importante que, además de llevar una vida saludable, la madre haya recibido todas las vacunas, ya que sus anticuerpos serán la primera defensa de su hijo.
? Nacer por parto natural inmuniza más (pero solo durante unos meses)
La manera de dar a luz también influye en el desarrollo del sistema inmune, ya que existen diferencias inmunológicas entre un parto vaginal y uno por cesárea. El primer contacto con los microbios se da en el parto, por lo que los niños que nacen por cesárea, y no atraviesan el canal, no son colonizados por las bacterias que componen la flora vaginal de la madre, y por lo tanto no pasan a formar parte de su microbiota. Entre estas bacterias que tienen un efecto beneficioso cuando se adquieren durante el parto están los Lactobacillus que, entre sus funciones, está la de convertir la lactosa en ácido láctico, inhibiendo así el crecimiento de bacterias perjudiciales para la salud.
El parto vaginal otorga cierta ventaja inmunológica que hace al bebé menos susceptible a la hora de sufrir infecciones en sus primeras semanas de vida, pero tampoco es algo que deba obsesionar a las madres que dan a luz por cesárea, ya que no está comprobado (como hasta ahora se había afirmado) que este retraso en la activación del sistema inmune del bebé que no pasa por el canal del parto le deje desprotegido o incremente la susceptibilidad a alergias y enfermedades autoinmunes. Es lo que concluye una investigación reciente llevada a cabo por la Universidad de Londres (Reino Unido): tras analizar la microbiota de 596 bebés nacidos por cesárea y parto natural, determinó que estas diferencias inmunológicas desaparecen entre los 6 y 9 meses y que, transcurrido ese tiempo, todos los niños estaban igual de sanos, dejando en el aire y sin poder confirmar al 100 % que estas diferencias fueran a suponer implicaciones futuras en su salud (por ejemplo, tener más riesgo de padecer obesidad).
? La lactancia materna, lo mejor para crear defensas fuertes
Ya en el exterior, el niño se pone en contacto con microorganismos que van a ayudar a potenciar las defensas a través de los alimentos, en especial de la lactancia materna, considerada por muchos científicos como la primera vacuna que recibe el recién nacido. A través de la madre se produce el traspaso de componentes con propiedades que protegen al bebé de agentes infecciosos, en su mayoría de carácter gástrico y respiratorio, durante sus primeras semanas de vida y hasta que su organismo vaya generando su propia inmunidad (de los 6 a los 12 meses).
Entre estos componentes se encuentran, por ejemplo, los macrófagos, unas células que abundan en el calostro (la sustancia que se produce antes de la subida de la leche) y que se caracterizan por su capacidad para secretar citocinas, esenciales en la regulación de los mecanismos de inflamación; los neutrófilos, cuya principal función es destruir bacterias y participar en el inicio del proceso inflamatorio; o las inmunoglobulinas del tipo IgA, cuya actividad está relacionada con la inmunidad de mucosas, evitando la penetración de antígenos en la pared del intestino.
? La inmunización
Los bebés nacen con un sistema inmunitario que puede combatir a la mayoría de los microbios, pero hay enfermedades contra las que no puede luchar, algunas de ellas especialmente graves. Por eso necesitan las vacunas: para reforzar el sistema inmunitario.
? El abuso de antibióticos en la infancia pasa factura
Son la mejor arma para luchar contra las infecciones, pero un abuso de los antibióticos en edades tempranas va a tener consecuencias en la microbiota intestinal del bebé, algo que puede hacerle más propenso a sufrir enfermedades crónicas (como asma, enfermedad inflamatoria intestinal o enfermedades atópicas).
El motivo es que los dos primeros años son cruciales para el establecimiento de esa microbiota, y la introducción de antibióticos en los primeros meses produce una disminución de la diversidad de esta y, con ello, el retraso en el establecimiento del ecosistema microbiano. Durante un tratamiento con antibióticos, el organismo reduce a la mitad en número de microorganismos. Es cierto que muchos de ellos se recuperan en una o dos semanas tras el cese del tratamiento, pero algunas especies no llegan a recuperarse nunca y su espacio vacío es ocupado por patógenos. Además, se produce una sobreproducción de los microorganismos que han ido generando resistencias, algo que reduce aún más la diversidad microbiana.
La genética y las infecciones: así influyen en la inmunidad
No se puede olvidar el peso que tiene la genética a la hora de que unos sistemas inmunes se estropeen antes que otros. Otro factor importante es nuestro historial de infecciones, ya que algunos de los virus que se quedan crónicos en el organismo pueden ser un auténtico acelerador del deterioro de nuestras defensas.
“En ocasiones, la manera en que respondemos a dichos patógenos hace que nuestro organismo se deteriore antes (que se produzca lo que los científicos llamamos inmunosenescencia prematura). Es el caso del virus de inmunodeficiencia humana (VIH-sida), pero tenemos otros más comunes y mucho más inofensivos que también pueden acelerar nuestro envejecimiento”, explica la Alejandra Pera, del grupo de Inmunología y alergia del Instituto Maimónides de Investigación Biomédica de Córdoba (IMIBIC).
Un ejemplo es el citomegalovirus (CMV), un herpes común, pero que no causa sintomatología como lo hacen el herpes labial y genital, y que se contrae generalmente en la adolescencia al entrar en contacto con fluidos. Nuestras defensas, siempre que estemos sanos, lo mantienen a raya, pero no son capaces de eliminarlo, por lo que el virus queda latente en nuestro organismo y de vez en cuando se reactiva. “Vamos generando memoria contra él, invirtiendo gran parte de nuestra respuesta inmunitaria en controlarlo, lo que hace que algunas personas generen una enorme cantidad de células memoria contra el citomegalovirus, algo que se ha visto que está asociado con el desarrollo de enfermedades típicas de edades avanzadas, como la enfermedad cardiovascular, enfermedades autoinmunes…”, indica la investigadora.