¿A quién no le gusta comer? La textura fundente de un queso gratinado, la suavidad de unas verduras cocidas en su punto justo, la explosión de sabor de una pieza de carne a la brasa… La comida se asocia con el placer, pero también se ha convertido en un nexo de unión para cualquier acontecimiento. Durante la pandemia, una de las primeras cosas que hicimos fue tomar algo frente a la pantalla con amigos. Con mimo, preparábamos ese aperitivo que íbamos a compartir en la distancia con nuestros seres queridos. ¿Cuántas de esas veces lo hicimos realmente por tener hambre o sed? Es innegable que en el contexto en el que vivimos muchas veces comemos por el puro placer de comer. Es lo que denominamos, comer emocional.
Hambre emocional y hambre fisiológica, ¿en qué se diferencian?
Cuando llevamos varias horas sin comer, nuestro cuerpo desencadena una serie de procesos para “protestar” por ello y señalarnos que necesita nutrientes. Las células intestinales secretan grelina, una hormona relacionada con la sensación de hambre y saciedad, y nuestro páncreas genera insulina, lo que hace que tengamos un descenso en los niveles de glucosa, por eso, muchas veces, sentimos cierta debilidad cuando tenemos hambre. Todas estas señales llegan al cerebro para hacernos ver que necesitamos alimentarnos.
Este proceso no es inmediato. Se trata de una sensación de malestar que va creciendo poco a poco y que, una vez que llega a su punto máximo, nos hace desear cualquier tipo de alimento. No discriminamos entre lo que nos gusta más o menos. Una vez que empezamos a comer, esta sensación se calma y empiezan los procesos que nos indicarán que estamos saciados, que tampoco son inmediatos. La señal de saciedad tarda unos 20 minutos en llegar al cerebro.
En cambio, hay otro tipo de hambre que podríamos llamar “emocional” y que no está ligada a una falta de nutrientes. El psicólogo y psicoterapeuta especializado en trastornos de conducta alimentaria (TCA) Marc Ruiz define así al hambre emocional: “Hay sensaciones agradables asociadas a la ingesta de alimentos que sobrevienen tras comer, porque nos relajamos. También se pueden dar a causa de determinados sabores. Esto significa que, en el corto plazo, la comida puede convertirse en un recurso para combatir la ansiedad. El comer emocional es hacer uso de la ingesta de alimentos con el objetivo de sentirnos bien o aplacar emociones desagradables”.
A diferencia del hambre que podríamos llamar fisiológica, el hambre emocional surge de forma repentina, no tiene por qué ir acorde a nuestro horario habitual de comida y suele responder al deseo de un alimento o un grupo de alimentos concreto. Se da de forma habitual en multitud de situaciones cotidianas. Después de un día especialmente duro en el trabajo, llegamos a casa y nos apetece encargar una pizza, una hamburguesa o cualquier otro tipo de comida que nos dé placer y una sensación de recompensa.
Pero no solo pasa con emociones negativas. Cuando preparamos una comida especial en la que incluimos alimentos y productos que normalmente no comemos y, en una mayor cantidad de la habitual, también interviene el hambre emocional.
¿Es malo comer por emociones?
Una vez identificado ese tipo de hambre, debemos entender que no supone ningún problema en sí mismo. Tenemos que verlo como lo que es. Un recurso más a nuestra disposición para obtener placer. ¿Dónde puede estar el problema? En que este tipo de alimentación se convierta en nuestro único recurso para tratar con nuestras emociones.
Imaginemos que cada vez que nuestro hijo llora, le ponemos dibujos en el móvil. Da igual por lo que sea, sueño, aburrimiento, hambre… Siempre dibujos. Vemos claro que el móvil no puede ser nuestro único recurso. Tenemos otras opciones como libros, juguetes o nosotros mismos para distraer a nuestro hijo. Con la comida y las emociones pasa lo mismo. Leer, bailar, pasear, hacer ejercicio intenso, hablar con los amigos, ver una película… Es importante tener recursos a nuestro alcance para gestionar y dar respuesta a nuestras emociones. Tanto positivas como negativas. De lo contrario, esto podría derivar en problemas más graves, como los trastornos de la conducta alimentaria.
Cuando comer emocional se convierte en trastorno alimentario
Cerca de 400.000 personas en España padecen algún tipo de trastorno relacionado con la comida y la mayoría –unos 300.000– son jóvenes de entre 12 y 24 años, según datos de 2019 de la Asociación Española para el Estudio de los Trastornos del Comportamiento Alimentario (AEETCA). Para los expertos, estos datos se quedan cortos. “Es muy difícil saber con exactitud cuántas personas están luchando contra este problema, porque se diagnostican menos casos de los que realmente existen”, cuenta Mariana Álvarez, dietista-nutricionista especializada en estos trastornos.
Lo que sí está claro es que cada vez afectan a más personas. En los últimos 18 años, la prevalencia de TCA se ha duplicado. Si en el año 2000 estos problemas afectaban al 3,4 % de la población mundial, en 2018 esa cifra se ha incrementado hasta el 7,8 %, según un estudio publicado en American Journal of Clinical Nutrition.
Aunque los trastornos de la conducta alimentaria son cada vez más habituales en nuestro entorno, los recursos públicos en España para tratarlos resultan muy dispares, dependiendo no solo de la comunidad autónoma, sino incluso del área sanitaria a la que pertenezca cada paciente. Los psicólogos que trabajan con estos pacientes demandan equipos especializados en todas las áreas sanitarias, lo que se ha demostrado que ayuda a identificar mejor los casos, reduce las tasas de ingresos y las recaídas.
A quién acudir cuando tienes hambre emocional
Cómo actuar en cada caso dependerá de cada área, pero para los profesionales que trabajan con estos pacientes, lo deseable es que la detección pasase siempre por el médico de Atención Primaria. En determinada situaciones, sobre todo las más graves, suele realizarse una derivación preferente a los programas o unidades específicos, cuando los hay. En otras, se realiza un cribado previo por la Unidad de Salud Mental correspondiente u otras especialidades como Endocrinología o Digestivo.
En cualquier caso, lo mejor es siempre consultar con nuestro médico de familia, que es quien mejor va a conocer los recursos de los que disponemos y nos derivará a otros especialistas si considera que es necesario. Si no disponemos de este tipo de recursos o son insuficientes, siempre podemos buscar psicoterapeutas especializados en trastornos de la conducta alimentaria. De hecho, lo idóneo sería encontrar profesionales que trabajen de forma estrecha con dietistas-nutricionistas o técnicos superiores en dietética. Podemos preguntar en el colegio de psicólogos de nuestra comunidad autónoma para más información.