Experto en nutrición humana y dietética, miembro de prestigiosos paneles, grupos, sociedades y comités, investigador incansable y colaborador habitual de Eroski Consumer, Julio Basulto (@JulioBasulto_DN) es una referencia en el ámbito de la alimentación. Su tercer libro, de reciente aparición, centra el foco en los niños. ‘Se me hace bola’ constituye un sustancioso documento, interesante y ameno, que sirve en bandeja consejos prácticos para los padres y madres que se preocupan por la alimentación de sus hijos. La siguiente entrevista repasa algunos de ellos.
En el preciso instante en que abordamos la hora de comer como una batalla, con vencedores y vencidos. En una batalla de verdad, los vencedores, aunque ganen, siempre pierden algo. Como mínimo, la llamada “fuerza de combate”. En la mesa, los padres que presionan a sus hijos para que coman (por las buenas, por las malas o por las regulares) pierden autoridad moral frente al niño. El niño, por su parte, pierde autonomía y termina por delegar la responsabilidad de su ingesta en un control externo, cuando debería ser interno.
Si un niño no quiere comer, solo hay dos razones que justifiquen su actitud: o bien no tiene hambre, en cuyo caso debemos respetar sus sabios, ancestrales y milimétricamente diseñados mecanismos de la saciedad; o bien está enfermo, en cuyo caso debemos tratar la enfermedad que le quita el apetito, no darle de comer para que se le cure la enfermedad.
Las necesidades nutricionales del niño, salvo en el primer año de vida, no se diferencian mucho de las del adulto, si no es por la cantidad que, lógicamente, es menor. Conocer al niño en lo relativo a la alimentación es saber qué le gusta y qué no le gusta, sin más. Como haríamos con un invitado. Le ofrecemos un alimento, ¿se lo come feliz y contento? Señal de que le gusta. ¿Lo rechaza? Pues no le gusta. A mí no me gusta el melocotón y, si puedo escoger, prefiero no comerlo. Los gustos de los niños, como los de los adultos, difieren notablemente. ¿Te lo pasarías bien en un restaurante en el que el jefe de cocina decide que tienes que comer pies de cerdo, que según él son muy nutritivos? Yo no, la verdad. Y no creo que sea un “capricho”. No soporto los pies de cerdo y no me los comeré, aunque el maître me dedique una mirada arrogante y despectiva. Si entendemos por “capricho” que el niño quiera comer a todas horas chocolate negro, nuestro deber es evitar que dicho alimento esté en el hogar, para evitar tentaciones. Ahora bien, si por “niño caprichoso” entendemos a aquel que tiene sus propios gustos, creo nos equivocamos. Más bien es un “niño sensato”.
“Una gran parte de las calorías que toman los niños provienen de alimentos muy calóricos, pero poco nutritivos”
La idea con la lista es que tales “sustancias comestibles” no formen parte habitual de la dieta del niño. No pasa absolutamente nada si tomamos o toman de vez en cuando alimentos superfluos, pero la triste realidad es que una grandísima parte de las calorías que toman los niños provienen de las llamadas “calorías vacías”, es decir, de alimentos que aportan muchas calorías, pero pocos nutrientes. Para evitar que los tomen de forma habitual, es preciso evitar que estén en casa, predicar con el ejemplo, esquivar los canales de televisión repletos de anuncios de comida basura (cuanta menos tele vean, mejor) y no prohibirles que los tomen si caen en sus manos. Cuando se prohíbe taxativamente a un niño que coma un alimento, en cuanto nos despistemos ingerirá una cantidad que compensará con creces nuestra prohibición. Prohibir es despertar el deseo, como todo el mundo sabe.
Es cierto, la oferta es inmensa. Para mi mujer y para mí una de las claves es llevar siempre encima, cuando salimos a la calle, comida sana. Si tienen mucho apetito, la tentación será mayor. Así que en nuestra mochila no faltan diversas piezas de fruta fresca, frutos secos, fruta desecada o incluso bocadillos. Ah, y una botella de agua, claro, por si tienen sed.
Sí se puede negociar con el niño si se pone muy insistente, por supuesto. De hecho, creo que es lo más sensato. No vale la pena discutir o montar un numerito por la comida. Una vez tenemos en nuestro haber la información relacionada con qué alimento no está en la categoría de “recomendable para un consumo diario”, es momento para, con calma y sin sobresaltos, enfocar la mejor estrategia para que nuestros hijos (y no los del vecino) los tomen lo menos posible. Creo sinceramente que cada familia tiene que experimentar con su hijo, saber quién es, qué carácter tiene, y adaptarse a su manera de ser. Mi mujer y yo, por ejemplo, intentamos ir lo menos posible con la pequeña al supermercado. Ojos que no ven, corazón que no siente. Sin embargo, con la mediana ya es distinto. Y no digamos con la mayor, la mar de responsable.
Las frutas que les gustan a nuestros hijos, a mano, a la vista. De vez en cuando variamos, a ver si les apetece alguna otra, pero sin manipulaciones, tipo “fíjate qué sanísimo es este níspero y qué rico está”. Es fácil: basta con comprar las frutas de la estación en la que estamos. Lo mismo con las hortalizas (que hay decenas). Pan integral (mejor sin sal), arroz integral, pasta integral, legumbres y frutos secos. Todo ello tan a la vista como el mando de la tele.
El autoritarismo (“te lo comes porque yo lo digo”), la negligencia (“mi hijo se alimenta a base de refrescos, le encantan”) y la incoherencia (“papá, ¿por qué yo tengo que comer un bocadillo de pan integral sin sal y tú meriendas un croissant de chocolate?”).
Dar buen ejemplo (y no solo con la alimentación, sino con nuestro estilo de vida), respetar las preferencias del niño y tener alimentos saludables en casa.
Sí, sí, sin duda. Es lo resumido en la incongruente frase “haz lo que yo hago y no lo que yo digo”. Las encuestas revelan que la alimentación de los adultos huye de un patrón saludable a toda velocidad. Sin embargo, la presión para que los niños se alimenten bien se mantiene: un atropello a la razón.
Hasta el infinito y más allá. Varias mentes preclaras nos han regalado inmortales frases sobre este tema, que voy incluyendo en mis libros siempre que puedo. Tres de ellas: “dar el ejemplo no es la principal manera de influir sobre los demás; es la única manera” (Albert Einstein), “no hay más que una educación y es el ejemplo” (Gustav Mahler) o “el regalo más grande que puedes dar a los demás es el ejemplo de tu propia vida” (Bertolt Brecht).
Porque es una ‘tecnología’ que parte de la base de que hay que distraer al niño para que coma, cuando el apetito del niño es el único marcador que debemos tener en cuenta para ofrecerle comida.
De ninguna manera. Desde el momento en que pretendemos que un niño coma calabacín, las posibilidades de que acabe odiándolo aumentan. Si a nosotros nos gusta el calabacín, pues nos lo comemos delante del niño, y llegará el día en que él dirá “¿puedo probar?”. ¿Que le gusta? Pues bien. ¿Que no le gusta? Pues también bien. No se desnutrirá por ello. Ni el calabacín ni el apio son tan nutritivos, después de todo.
“No es tan importante depurar un río contaminado como evitar que se contamine”
Con mucho gusto. Volvamos al calabacín. ¿Existen pruebas que demuestren que los niños que se alimentan con muchas hortalizas, como el calabacín, están más sanos? Las que hay son poco concluyentes, porque siempre hay un factor que sucede a la vez y que altera las conclusiones. Así, en las casas de los niños que toman muchas hortalizas se fuma menos (o no se fuma) y se tiene más cuidado por los riesgos del hogar (enchufes, ventanas, etc.) o de la carretera (cinturón de seguridad, velocidad al volante). Esos y otros factores influirán mucho sobre la salud del niño. Es decir, no sabemos a ciencia cierta si son las verduras lo que les da salud o algo que sucede a la vez que las verduras. Sin embargo, ningún comité de nutrición duda de lo arriesgado que es a largo plazo que los niños tomen a menudo alimentos “malsanos” (como los llama la Organización Mundial de la Salud). Como indico en mi libro, no es tan importante depurar un río contaminado como evitar que se contamine.
Por supuesto, no es una condena a muerte. De hecho, como explico en ‘Secretos de la gente sana’, estoy convencido de que pequeños cambios en nuestros malos hábitos tienen efectos significativos en personas de cualquier edad.
Si me permites, cambio el orden de la frase: soy padre, y además dietista-nutricionista. Lo primero es mucho más importante que lo segundo. En cuanto a los estudios, lo cierto es que los tengo muy en cuenta, sobre todo si los han elaborado personas a las que de verdad les preocupa la salud pública (de esas que no tienen ni trampa ni cartón). Pero nunca me han convencido tanto como una conversación con mi mujer. En cuanto a si me he desesperado, con mi primera hija estuve muy desorientado al principio… pero por suerte vino en mi ayuda un fantástico libro llamado ‘Mi niño no me come’. ¿Quién iba a decirme que su autor, Carlos González, iba a prologarme un libro trece años después?
“En la mesa, los niños necesitan sus tiempos, sus ritmos”
Depende. La RAE tiene varias definiciones para esta palabra y algunas me gustan (en este contexto, se entiende) mientras que otras no. Si la que aplicamos con nuestros hijos es “capacidad de padecer o soportar algo sin alterarse” vamos por mal camino. Alimentar a un niño no puede ser “padecer” o “soportar algo sin alterarse”. Alimentar a un niño tiene que ser tan natural y hermoso como darle un abrazo. ¿Cómo damos un abrazo? Con cariño, pero con respeto. Pues con la comida igual. En cualquier caso, está bien tener presente, en la mesa, que los niños necesitan sus tiempos, sus ritmos. No nacieron en un día, no les salieron los dientes en la primera semana de vida, no caminaron a los tres meses, no aprendieron a multiplicar con un año de vida. ¿Por qué tienen que comer “de manual” justo cuando a nosotros se nos antoja? Queramos a nuestros hijos como son, en cada momento del día y de la noche, aceptémoslos y amémoslos incondicionalmente, que para eso somos sus padres, y todo irá de rechupete. Y eso incluye a la comida.