Practicar entre dos y tres sesiones de natación por semana se ha convertido para muchas personas mayores en prescripción facultativa. Se estima que, al menos, una de cada cien personas en el mundo padece algún tipo de artritis, y el ejercicio acuático regular les ayuda a mantener móviles las articulaciones y a reducir el dolor. La creciente concienciación sobre los beneficios que reporta la natación en la salud es una de las razones para aprender a nadar en la edad adulta. Pero existe un porcentaje que se enfrenta al problema del temor al agua, tan acentuado en algunos casos que alcanza el grado de fobia. Es casi imposible determinar en cifras la incidencia de esta fobia, ya que la mayoría la padece pensando que no merece la pena ser tratado. No es una afección sin solución; la terapia psicológica cognitivo-conductual y la ayuda de los profesionales de la natación pueden lograr a superar el miedo.
La creciente concienciación sobre los beneficios que reporta la natación en la salud y en el estado físico es una de las razones por las que los adultos que no saben nadar deciden aprender este ejercicio. Francisco Bernal, monitor titulado por la Real Federación Española de Natación y Coordinador del Colegio de Natación Delfín de Madrid distingue dos tipos de motivación, «siendo el principal los médicos: problemas de espalda o de rodilla, lesiones articulares y artrosis». Bernal señala que los motivos personales influyen mucho: padres que acompañan a sus hijos a la piscina y desean compartir la experiencia, el afán de superación, el deseo de disfrutar como todo el mundo de la playa y el mar.
Las razones por las que algunos adultos no saben nadar hay que buscarlas en determinadas circunstancias. La más común es que hasta hace unas décadas no se le daba importancia a esta práctica. Hoy, en cambio, su aprendizaje se ha incorporado a los planes de estudio en los colegios. Además, antes pocas personas tenían acceso a piscinas. Bernal añade que «antiguamente sólo sabía nadar quien vivía en la costa o cerca de un río». Y otra de las causas por las que mucha gente mayor no sabe nadar se halla en el miedo al agua. Parte de ellos, normalmente los más mayores, tienen temor por el desconocimiento del medio y de la inmersión, pero una vez que se meten en el agua y se acostumbran a las sensaciones que provoca sumergirse superan todas sus reticencias. Aún así existe un porcentaje de personas, «los más jóvenes, con menos de 50 años», continúa el experto, cuyo temor al agua es muy fuerte, sobre todo por experiencias traumáticas. Con ellos el proceso de aprendizaje es más complicado.
Este miedo exacerbado al agua está catalogado como una fobia específica, de tipo situacional, y recibe el nombre de hidrofobia. Una de las características de esta afección es que limita a la persona que lo sufre, puesto que el hecho de acercarse a grandes cantidades de agua la inmoviliza y desencadena diversas reacciones fisiológicas y psicológicas. En algunos casos el problema puede alcanzar grados tan extremos que hasta imposibilita al sujeto a meterse en la ducha.
Causas de la hidrofobia
La fobia específica es el miedo irracional, exagerado y continuo a un objeto, a un ser vivo o a una situación particular (lugares cerrados, viajar en avión o atravesar túneles, entre otras), aunque no suponga un peligro real. Como explica José Héctor Lozano Bleda, psicólogo especialista en terapia de conducta, «quien padece la fobia reconoce que su miedo es excesivo e irracional. Sin embargo y a pesar de ello, la persona, o bien evita las situaciones o las soporta con un intenso malestar, lo que llega a interferir en su rutina habitual o en sus relaciones».
Concretamente, la hidrofobia es una fobia situacional de las clasificadas como de tipo ambiental. «Éstas suelen comenzar en la infancia y son más frecuentes en mujeres que en hombres», señala Lozano. Asimismo, para los estudiosos la hidrofobia es fruto de una conducta aprendida. Según Mª Jesús Andrés Pérez, psicóloga clínica y directora del Gabinete Psicomáster, un centro privado de atención psicológica «haber tenido una o varias experiencias desagradables en el agua, ser testigos de experiencias aversivas en otras personas o que se nos hayan transmitido temores o preocupaciones excesivas, bien de forma general o específicamente hacia el agua, son factores capaces de originar el problema».
La fobia específica es el miedo irracional, exagerado y continuo a un objeto, a un ser vivo o a una situación particular
Uno de los defensores de esta teoría es el francés Gérard Calamia, que lleva alrededor de 30 años estudiando la relación de los individuos con el medio acuático. Calamia, en un trabajo publicado en 1993 señala que el punto de partida del temor al agua se encuentra en la infancia, cuando no se poseen experiencias acuáticas. Los adultos suelen proyectar sus propios miedos sobre los niños, que «lo integran en su sistema de funcionamiento». El resultado de esta educación es que el sujeto «desarrolla unos pensamientos irracionales y de ansiedad en relación al medio acuático».
Los traumas también poseen una influencia determinante. Una incorrecta metodología en la enseñanza de la natación, sobre todo en la forma de afrontar el primer contacto del alumno con el agua, las inmersiones provocadas o las malas experiencias dentro del medio acuático (inicio de ahogamiento, aguadillas, ser cubierto por una ola o arrastrado por la corriente o estar atrapado en un recinto cerrado siendo la única escapatoria a través del agua, por ejemplo) pueden ocasionar una fuerte aversión al medio. De esta manera, la sola idea de entrar en contacto con él puede desencadenar una serie de efectos, tanto fisiológicos como subjetivos, que impidan aprender a nadar, disfrutar del mar o la piscina.
La experiencia ha mostrado a los profesionales de la natación que existen más casos de fobia de origen educativo que de tipo traumático. Este último caso, además, es más frecuente entre los adultos.
Efectos de una fobia
El síndrome fóbico consta de tres componentes, explica la experta, «el miedo central, la ansiedad anticipatoria y la conducta de evitación». El miedo central se desarrolla al exponerse el sujeto al estímulo temido, en este caso el agua. Se despiertan, así, una serie de reacciones fisiológicas que varían dependiendo de la persona, como incremento de la frecuencia cardiaca, de la presión arterial, sudoración, inhibición de la salivación, náuseas, diarrea o contracciones estomacales, entre otras.
El temor al agua también provoca respuestas subjetivas. Lozano señala que el sujeto fóbico «desarrolla todo tipo de creencias acerca de la situación temida y de su incapacidad para afrontarla». Además, suele interpretar de manera subjetiva las reacciones fisiológicas que sufre y estos pensamientos suelen traducirse en ‘autoverbalizaciones’ como «no podré afrontarlo» o imágenes que anticipan las consecuencias negativas de entrar en contacto con el agua. La expectativa de peligro da lugar a una respuesta de evitación, en la que el sujeto escapa y abandona la situación temida lo antes posible.
Terapias psicológicas
Según la psicóloga, «la hidrofobia presenta un buen pronóstico», puede superarse; la mejor forma de lograrlo es la exposición directa a la misma, afrontarla hasta que el temor desaparezca. En cuanto al mejor tratamiento para ayudar a vencer una fobia, los estudios señalan como el más eficaz el psicológico de orientación cognitivo-conductual, basado en una orientación terapéutica que trabaja pensamientos, conductas y emociones.
Para la hidrofobia, indica la directora del Gabinete Psicomaster, se recomiendan técnicas de exposición en las que se «expone gradualmente al sujeto a la situación temida, dotándole previamente de estrategias de resistencia tales como entrenamiento en relajación, respiración lenta, autoinstrucciones, entre otras». A la vez, se emplean técnicas de reestructuración cognitiva, «trabajando las creencias, expectativas, atribuciones, automanifestaciones erróneas o distorsionadas». Asimismo, dado que el mecanismo que mantiene el problema en la hidrofobia es principalmente la evitación, «debe trabajarse cortocircuitando así el círculo vicioso agua-ansiedad-evitación».
También existen otros tipos de terapias psicológicas para afrontar estos temores, como la desensibilización sistemática, técnica diferenciada de las dos anteriores en que no se enfrenta al paciente a su fobia de forma directa, sino que se realiza de manera imaginaria.
Lo primero que hacen notar los monitores de natación es que los adultos con temor al agua tardan mucho más tiempo en aprender a nadar que los niños. Dentro del agua manifiestan una excesiva tensión muscular que les impide moverse correctamente, tienen la sensación de que se van a hundir, se les acelera la respiración y, después, aparece la impresión de ahogo. Para poder ayudar a los adultos a superar este miedo es muy importante que sientan plena confianza en su monitor. Así, cuando se les indique que se sumerjan en el agua, lo harán con seguridad. Además hay que transmitir la certeza de que la inmersión puede ser agradable y hasta divertida. También es conveniente, señala Bernal, «no marcar plazos estrictos de tiempo para lograr vencer los temores y acabar nadando. Si están decididos a aprender, superarán el miedo. Pero es necesario constancia y un seguimiento».
Las primeras clases se dan en piscinas con poca profundidad, para que el alumno pueda hacer pie (aporta seguridad). Inicialmente se les enseña a andar en el agua, primero agarrados al bordillo y después, a las manos del monitor. El objetivo es que el sujeto se familiarice con el agua, «que vea la resistencia que ejerce el agua sobre su cuerpo, cómo se mueven las manos dentro del medio acuático, agarrar el agua para ver la textura que tiene». Para Bernal esta primera etapa de familiarización es fundamental y es la que hay que cubrir sobradamente.
Los primeros ejercicios han de ser sencillos y graduales. En esta etapa inicial la persona debe mantener la cara fuera del agua, pues es la zona «más sensible en los individuos con temor al elemento líquido», indica Bernal. En esta fase de familiarización, el individuo logra sumergirse hasta el cuello, y después, se le va salpicando al rostro poco a poco, aumentando la cantidad gradualmente hasta que pierde el temor y logra sumergirse. Cuando la persona ha perdido el miedo, se le enseña a respirar bajo el agua. La técnica más utilizada es la de situar al alumno de pie y agarrado al bordillo de la piscina, indicándosele a continuación que tome aire por la boca y flexione las piernas para meter la cabeza bajo el agua, donde expulsa el aire por la boca y la nariz, sacando, acto seguido, de nuevo la cabeza al exterior. La siguiente etapa es la flotación, que ha de enseñarse en zonas donde el agua cubra poco. Y una vez que para flotar no ofrezca ya impedimento alguno, nada impedirá que una persona adulta aprenda a nadar.