El significado técnico es muerte celular programada, pero lo cierto es que la apoptosis ha abierto en los últimos años un campo de discusión que trasciende la ciencia escueta. En el 2002, dos investigadores británicos y otro estadounidense obtuvieron el Nobel de Medicina por indagar en las razones de por qué las células se autoinmolan y aplicarlas al estudio de enfermedades como el cáncer.
Lo que Sydney Brenner (Reino Unido), John E. Sulston (Reino Unido) y H. Robert Horvitz (EEUU) descubrieron fue que no todas las necrosis son lo que aparentan. Los tejidos muertos no han sido siempre aniquilados por agentes externos o citotóxicos, o por un déficit de oxígeno debido a un estrangulamiento arterial, sino que existen determinadas reacciones bioquímicas encaminadas a producir la muerte de la célula de manera controlada y por dos motivos fundamentales, como parte del desarrollo de estructuras corporales o para eliminar células que supongan una amenaza para la integridad del organismo.
Tales reacciones abarcan episodios de hipereosinofilia y retracción citoplasmática con fragmentación nuclear (cariorrexis), desencadenada por señales celulares codificadas genéticamente. Al parecer, estas señales no parten de ningún ente rector; pueden originarse en la célula misma o por medio de la interacción con otras células. La apoptosis puede ocurrir, por ejemplo, cuando una célula se halla dañada y no tiene posibilidades de ser reparada, o cuando ha sido infectada por un virus. La ‘decisión’ de iniciar la apoptosis puede provenir entonces de la célula misma, del tejido circundante o de una reacción instrumentada por el sistema inmune.
Nuevos descubrimientos
Determinadas condiciones de estrés, la falta de alimentos, o lesiones del ADN pueden inducir el suicidio celular
Cuando la capacidad de una célula para realizar la apoptosis se encuentra dañada (por ejemplo, debido a una mutación los genes que regulan los receptores linfocitarios), o si el inicio de la apoptosis ha sido bloqueado por un virus, la célula dañada puede continuar dividiéndose sin mayor restricción, resultando en un tumor que puede marcar el inicio de un cáncer. Un ejemplo de esto último lo constituye el ‘secuestro’ del sistema genético de la célula llevado a cabo por el virus papillomavirus humano (HPV), inhibiendo un gen denominado E6 que se expresa originando un producto que degrada la proteína P53 y da pie al proceso apoptótico.
Recientemente se ha descubierto que determinadas condiciones de estrés, como la falta de alimentos, lesiones del ADN causadas por tóxicos o radiación ultravioleta del sol, pueden inducir el suicidio celular. Una ejemplo sería la apoptosis mediada por la enzima nuclear poli-ADP-ribosa polimerasa-1 (PARP-1), crucial en el mantenimiento de la integridad genómica. Una proliferación de dicha enzima puede deplecionar la célula de nucleótidos ricos en energía, provocando una cadena de transducción de señales del núcleo a la mitocondria, donde se fraguan las apoptosis.
La muerte celular programada es parte integral del desarrollo de los tejidos tanto de plantas como de animales pluricelulares, sin provocar la respuesta inflamatoria característica de la necrosis. En otras palabras, la apoptosis no se comporta como la muerte debida a una infección o trauma; en lugar de hincharse y reventar, las células y sus núcleos se encogen, y con frecuencia se fragmentan. De esta manera, pueden ser reutilizados por macrófagos o por células del tejido adyacente.
Apoptosis y enfermedad
La apoptosis es una función biológica de enorme importancia en la patogenia de varias enfermedades como el cáncer, malformaciones orgánicas, trastornos metabólicos, neuropatías, lesiones miocárdicas y trastornos del sistema inmunitario. Sin apoptosis, sin un suicidio celular bien programado, varios cánceres encuentran abierta la puerta a la proliferación, como en el caso del linfoma no Hodgkin folicular (Bcl-2 +), del carcinoma (p53 +) o de los tumores hormono-dependientes.
De una apoptosis inhibida o alterada dependen también enfermedades autoinmunes como el lupus eritematoso sistémico o la glomerulonefritis autoinmunitaria e infecciones virales (herpesvirus, poxvirus y adenovirus). En el caso contrario, el de un aumento de apoptosis, pueden hacer su aparición enfermedades como el SIDA, enfermedades neurodegenerativas (enfermedad de Alzheimer, enfermedad de Parkinson, esclerosis lateral amiotrófica, retinitis pigmentosa, degeneración cerebelosa), síndromes mielodisplásicos (anemia aplásica) o lesiones isquémicas del tipo de un infarto de miocardio, apoplejía, trastornos de reperfusión y toxicidad hepática por alcoholismo.
La defensa de nuestro organismo frente a amenazas externas de carácter biológico descansa en dos pilares: los linfocitos B y T. Ambos son, en realidad, sofisticados agentes de la respuesta inmune, con una habilidad sin parangón para discriminar lo propio de lo ajeno, lo sano de lo enfermo. Su sensibilidad y su especificidad para llevar a cabo estas funciones dependen de los múltiples receptores que llevan incorporados a su estructura.
Los linfocitos T citotóxicos, de este modo, pueden ser activados por fragmentos de proteínas expresadas inapropiadamente (derivadas, por ejemplo, de una mutación maligna) o por antígenos derivados de una infección intracelular. Una vez activados, los linfocitos tienen la capacidad de migrar, proliferar y reconocer las células invasoras, defectuosas o alienadas, induciendo por mecanismos de comunicación celular una respuesta de muerte programada.
No obstante, el afán de sensibilidad y especificidad de los receptores linfocitarios no se rige por mecanismos de precisión sino de variabilidad aleatoria. Esta circunstancia ocasiona que haya linfocitos inhábiles para reconocer un determinado peligro (porque el receptor persigue antígenos distintos a los que encuentra) o, peor aún, tomar por invasoras a células indispensables del organismo. La reacción causada en este último proceso se llama autorreacción inmune, o autoinmunidad y da pie a un conglomerado de enfermedades (como artritis, lupus eritematoso, enfermedad de Crohn, entre otros).
Para poner algo de orden a tanto poder aniquilador, el organismo dispone que los propios linfocitos se autorregulen periódicamente. En el caso de las células T, mientras se desarrollan y maduran en el timo, aquellas que no superan un test de interpretación de señales defensivas (nada más y nada menos que un 97 % de las células T producidas) se autoinmolan por medio de apoptosis. Las supervivientes son llamadas a pasar una primera prueba frente a antígenos propios, y aquellas que reconocen estos antígenos como invasores son eliminadas de la selección y recurren nuevamente a la apoptosis para finiquitar su cometido. En otras palabras, el desarrollo de un sistema inmune maduro y eficaz depende de que ocurran numerosas apoptosis.