A más edad, más cáncer. Ese es el tipo de relación entre longevidad y cáncer apreciable hoy día en cualquier hospital. ¿Cómo vamos entonces a alcanzar esa esperanza de vida de 120 años tantas veces vaticinada? Habrá que romper esa perversa relación directamente proporcional entre años y tumores… La buena noticia es que varios hallazgos recientes indican que esto es posible. Es más, parecería que las mismas mutaciones que conducen a la longevidad también confieren resistencia al cáncer.
Un trabajo publicado hace poco en Science explica cómo gusanos muy longevos gracias a determinadas mutaciones también tenían menos tumores que sus congéneres normales. ¿Significa eso que los organismos más longevos lo son, precisamente, porque sus genes saben combatir la aparición de tumores? En cualquier caso, lo que empieza a estar claro es que las características longevidad y resistencia al cáncer debieron de seguir caminos paralelos en la evolución.
P53
El trabajo con gusanos publicado en Science por Cynthia Kenyon y Julie Pinkston, del Centro Hillblom para la Biología del Envejecimiento de la Universidad de California en EEUU, viene a ser la última palabra en un debate científico iniciado hace cuatro años y en el que uno de los protagonistas es P53, uno de los principales genes supresores de tumores. P53 resulta crucial a la hora de prevenir el cáncer, gracias a su capacidad de impedir la proliferación celular e inducir la muerte de la célula cuando se dan circunstancias que los investigadores llaman estresantes para la célula, como daños en el ADN.
P53 es uno de los principales genes supresores de tumores por su capacidad de impedir la proliferación celular e inducir la muerte de la célula
Pues bien, en 2002 un grupo estadounidense liderado por Lawrence Donehower descubrió, y publicó, que si en ratones se mutaba P53 de forma que estuviera permanentemente activado, los animales morían jóvenes. La moraleja parecía ser que no convenía tratar de potenciar el papel anticáncer de P53, porque el resultado sería el envejecimiento prematuro. Dicho de forma más simple: el precio de no tener cáncer es -parecía ser- morir joven. De hecho el comentario publicado entonces en la revista Nature se titulaba: «¿El precio de eliminar el cáncer?» (The price of tumour suppression?).
Súperratones
Pero las cosas no quedaron ahí. También en 2002, investigadores españoles dirigidos por Manuel Serrano -cuyo trabajo también se publico el mismo año que el de Donehower- actualmente en el Centro Nacional de Investigaciones Oncológicas (CNIO), dieron con una forma de actuar sobre P53 sin que se viera afectada la esperanza de vida de los ratones. Lo que ocurre es que, en su estado natural, «P53 sólo se activa en situaciones de estrés, cuando algo va mal», explica Serrano. «En el trabajo de Donehower P53 está siempre activado, y eso es una forma anormal, aberrante de funcionar». El abordaje de Serrano fue más natural, en el sentido de que no se alteró en nada el gen, simplemente se hizo que los ratones tuvieran más copias de lo normal. Los ratones de Serrano tenían más P53 de lo habitual, eran súperratones P53, pero la forma en que el gen actuaba en ellos era perfectamente normal. «Y no vimos para nada acortamiento de la esperanza de vida. Nuestros ratones eran más resistentes al cáncer y no morían más jóvenes».
Hoy en día nadie discute que hay una relación entre cáncer y envejecimiento, pero persiste el debate sobre cuáles son sus términos. Así que Kenyon optó por afrontar la cuestión desde otro ángulo. En vez de estudiar cuánto viven los organismos con más o menos cáncer, se preguntó cuánto cáncer tienen los seres más longevos. No trabajó con ratones sino con el gusano Caenorhabditis elegans uno de los animales modelo más frecuentes en los laboratorios. Sus resultados están en la línea de los de Serrano: los gusanos más longevos tienen menos cáncer.
En concreto, el grupo de Kenyon analizó gusanos con diversas mutaciones distintas entre sí pero que dan como resultado -todas ellas- más longevidad. En cada mutante generaron una nueva mutación, en el gen supresor de tumores gld-. Los gusanos con mutaciones en este gen gld-1 normalmente mueren muy jóvenes porque sufren tumores en las células germinales. Pero en los gusanos longevos no ocurrió así.
En los gusanos cuya longevidad se debía a mutaciones en un gen relacionado con la insulina los cambios en gld-1 dieron como resultado más muerte celular (apoptosis) y menos proliferación. Además, les sorprendió mucho -ha declarado Kenyon- el hecho de que la menor proliferación se dio sólo en las células tumorales. Esto último «sugiere que los cambios celulares que conducen a la longevidad combaten de forma preferente el crecimiento de las células tumorales», escriben los autores en Science.
¿Cómo debe interpretarse este resultado? Para Serrano, esto es una pista que indica que «la resistencia al cáncer y la longevidad han debido co-evolucionar. Es de sentido común pensar que si consigues vivir más tienes también que saber resistir al cáncer». Pero entonces la pregunta siguiente es inmediata. Si la resistencia al cáncer no tiene efectos secundarios, un precio, como sugería el trabajo de Donehower, ¿por qué a lo largo de la evolución no se seleccionaron más mutantes resistentes al cáncer? ¿Por qué no tenemos todos más P53? La hipótesis de Serrano es que «la evolución nos preparó para vivir mucho menos de lo que vivimos ahora. No hay que remontarse a los neandertales para encontrar una esperanza de vida de 40 años en la especie humana». Y una última cuestión: ¿podría ser la resistencia al cáncer la única, o la principal, vía hacia la longevidad? «Puede ser», responde Serrano. «Al fin y al cabo lo que hace P53 es reparar el daño celular, y el envejecimiento es acumulación progresiva de daño celular».