La denuncia por envenenamiento y homicidio involuntario, interpuesta por cuatro familias francesas de afectados por el mal de las “vacas locas”, ha dado un nuevo rumbo en la investigación judicial. Un informe presentado por una de las familias apunta la posibilidad de que las autoridades públicas francesas pueden estar “fuertemente” implicadas en el asunto por no haber frenado la propagación de la enfermedad, según publica el diario francés Liberation (*)
La imputación que se realiza al Estado francés se debe a su pasividad en la adopción de medidas legislativas o por el retraso deliberado de las mismas ante presiones del sector económico de la fabricación de harinas cárnicas. El citado informe considera inaceptable el hecho de que, «ante el descubrimiento del primer caso de EEB en Francia, las autoridades públicas hayan esperado cerca de diez años, antes de prohibir completamente la utilización de harinas animales; y lo hayan hecho 25 meses después que las autoridades británicas.»
La investigación que se está desarrollando en sede judicial parece querer demostrar ya no sólo la responsabilidad de productores, importadores y distribuidores sino también la responsabilidad de la propia administración pública en el «affair». La línea de defensa, a priori, parece no ser desacertada, e incluso parece tener su lógica jurídica, máxime si tenemos en cuenta la dificultad extrema que representa el demostrar qué «pedazos de carne» o «hamburguesas» han sido el origen de la enfermedad y de qué productor, importador o distribuidor provenía.
En el punto de mira están ahora la Administración del Estado, sus agentes y los responsables políticos de la época con competencias en la materia. Una de las cuestiones que quizás deberá analizarse será si, ante la incertidumbre científica existente en esos momentos, se deberían haber tomado determinadas medidas preventivas para evitar la enfermedad y sus consecuencias; o incluso, como así se ha denunciado, si primaron más los intereses económicos que la protección de la salud de los consumidores.
La protección de la salud de los consumidores, principal obligación de la Administración Pública
La protección de la salud y de la seguridad de los consumidores constituye una de las obligaciones principales de la Administración Pública, especialmente de aquellas que tienen competencias en materia de consumo y de salud pública. A pesar de que la normativa más reciente atribuye la responsabilidad principal sobre la seguridad alimentaria al explotador de la empresa alimentaria, no podemos olvidar que los diferentes Estados miembros, y la propia Unión Europea, tienen una elevada responsabilidad por lo que respecta al control público sobre la inocuidad y aptitud para el consumo de los alimentos que consumen sus ciudadanos.
La protección del ciudadano-consumidor debe ser elevada en aquellos casos en los que su desprotección es máxima
La función de control que ejercen sobre los diferentes operadores económicos, en cuanto al cumplimiento de la normativa y a las condiciones de seguridad alimentaria, no les exime de cumplimentar eficazmente su función principal de protección de los ciudadanos. Pero, ¿quién controla al controlador?
Control judicial y responsabilidad pública
Los diferentes Estados miembros están sometidos, por parte de la Unión Europea, a la verificación de su capacidad para llevar a cabo las funciones de control y garantía del cumplimiento de la normativa sobre seguridad alimentaria en sus respectivos territorios. Sin embargo, en aquellos casos en los que determinados alimentos son sospechosos de causar consecuencias fatales para la población, debe procederse a una investigación judicial completa de las posibles causas y de los presuntos culpables. Incluso, y si así se sospechara, de la propia administración, ya sea por un funcionamiento inadecuado, defectuoso o negligente en el cumplimiento de sus funciones sobre el control de los productos alimenticios.
La ciudadanía no estará en condiciones de confiar en los productos que consume, ni en el control que se realiza sobre éstos, si cada vez que aparece una crisis alimentaria no se dilucidan adecuadamente las responsabilidades de cada uno de los operadores económicos y de los controladores a lo largo de toda la cadena alimentaria. El ciudadano debe poder confiar no sólo en los productos que consume, sino también en sus autoridades, obligadas a garantizar la inocuidad y la aptitud para el consumo de los alimentos.
En los casos como el expuesto, en los que la prueba del origen de la enfermedad no puede concretarse en ningún «trozo de carne» concreto, ni mucho menos en determinado productor, distribuidor o importador, la administración pública debería asumir de forma inmediata las consecuencias indemnizatorias suficientes para compensar los perjuicios ocasionados a las víctimas y a sus familiares, incluso antes de que se diluciden sus posibles responsabilidades.
(*) 26.03.2002, «Farines animales: omerta d’Etat» por Renaud Lecadre