¿Qué te apetece más: dulce o salado? Esta cuestión tan común es el reflejo de las preferencias gustativas más marcadas entre los seres humanos, el sabor dulce o el gusto por la sal. Pero puede ser insuficiente a la luz de nuevas pesquisas. Un grupo de científicos americanos ha profundizado, con un pequeño estudio, en el conocimiento del receptor del “sabor graso” en los seres humanos. Esto podría explicar la preferencia de muchas personas por la comida con mayor contenido graso, como salsas, embutidos, quesos curados, bollería, cremas y natas. Estos alimentos tienen la particularidad de sumar, al gusto adiposo, el sabor dulce o el salado, según el producto. Pero hay maneras de adaptar las recetas para que sean similares a las originales, con menos contenido en grasa.
Algunas personas perciben en la boca el sabor grasiento de una manera similar a otros gustos, como el salado, el dulce, el ácido, el amargo y el umami. Esto es así porque tienen una variante genética, la proteína CD36, un receptor que se conecta a las papilas gustativas y que explicaría tal percepción particular. Así lo explican investigadores de la Facultad de Medicina de la Universidad de Washington, en San Luis. Esta proteína (CD36) es ocho veces más sensible al contenido de grasa de los alimentos.
¿Por qué gusta lo grasiento? Cuestión de genes
Se comienza a relacionar la genética con la percepción del gusto por lo grasiento, ya que siempre se ha creído que esta apetencia estaba determinada por las cualidades organolépticas, como el aroma y la textura, además de la presencia apetitosa y vistosa de los propios alimentos. Esta es una nueva e interesante aportación al conocimiento del comportamiento alimentario humano, en cuanto a las preferencias y las aversiones alimentarias. Pero los investigadores buscan también comprender cómo «nuestra percepción de la grasa de los alimentos puede afectar a lo que comemos y la cantidad de grasa que ingerimos», tal y como explica Nada Abumrad, investigadora principal.
La percepción de la grasa de los alimentos puede afectar a lo que se come y, en consecuencia, a la cantidad de grasa ingerida
Entre varias opciones, la elección de alimentos es relevante, según diversos estudios que han comprobado cómo los individuos obesos muestran un mayor deseo que los sujetos delgados por los alimentos con más contenido de grasa. De la investigación se desprende que las personas que han consumido más grasas se vuelven menos sensibles a ella y requieren un consumo mayor para lograr la misma satisfacción.
Las investigaciones anteriores en ratas y ratones han sugerido que los roedores sin el gen que codifica la proteína CD36 no tienen una preferencia por alimentos ricos en grasas, e incluso, se detecta una mejor y mayor capacidad para digerir la grasa. En atención a estos resultados en animales, una dieta alta en grasa podría conducir a una menor génesis de la proteína CD36, que a su vez podría hacer al individuo menos sensible a la grasa.
Adaptar las recetas, tarea posible y gustosa
Según estos nuevos conocimientos, y aunque se necesitan investigaciones de mayor envergadura que corroboren los resultados, parece lógico pensar que las cantidades de la proteína CD36, el receptor gustativo del sabor graso, pueden modificarse tanto por la genética como por el tipo de alimentación que se siga. Respecto a la alimentación, se pueden idear recetas y formas de cocinar alternativas que permitan conseguir recetas similares a las originales, tanto en presencia como en gusto, pero con una reducción sustancial de la grasa:
Caldos desgrasados. Para que el caldo tenga más sabor, mejor color y menos grasa, antes de poner los huesos y las carnes en el agua de la cocción, se colocan en una bandeja o fuente refractaria de horno, se rocían con aceite y se meten al horno precalentado hasta que se doren un poco. Hay que remover de vez en cuando. Al sacarlos, se mezclan con la verdura y el agua fría, sin los jugos que han soltado, y se cuecen unas horas. Así se consigue un sabroso caldo sin apenas grasa. El caldo se puede desgrasar más, si se deja enfriar y se retira la capa sólida (pura grasa) que se forma en la superficie.
Patatas «pseudofritas». Se pelan las patatas y se cortan de la forma deseada (cuanto más finas sean, antes se cocinarán). Se introducen en el microondas bien extendidas en una fuente, con un poco de agua, pulverizadas con aceite de oliva y una pizca de sal. Se tapa el recipiente y se cocina a potencia máxima durante unos 10 minutos, o tal vez más, según la cantidad. Cuando estén cocidas, se saltean en una sartén con una pizca de aceite para que se doren y tengan apariencia de patatas fritas. Estas patatas pueden servirse como guarnición o ser la base para elaborar una tortilla de patatas menos grasa.
Mayonesa más ligera. Se sustituye el huevo por leche desnatada, ya que la mezcla de esta con el aceite hace que se forme la emulsión y se reduce la grasa del huevo. Otra manera de elaborar esta salsa más liviana consiste en sustituir parte del aceite por caldo de verduras o de pollo, que se añade al huevo batido poco a poco.
Jamón serrano en lugar de embutidos. Los embutidos son el resultado de la mezcla de magro de cerdo u otras carnes y grasa (principalmente tocino), mientras que al jamón se le puede eliminar gran parte de la grasa que contiene.
Tostadas con queso fresco. Sustituir la mantequilla o la margarina por queso fresco es una opción para reducir la cantidad de grasa del desayuno.
Bizcochos más esponjosos y menos calóricos. Un truco para conseguir que el bizcocho resulte más esponjoso (con más aire entre las migas) y más ligero consiste en montar muy bien las claras a punto de nieve y remover de forma constante todos los ingredientes hasta obtener una masa espumosa. También es posible sustituir parte de la harina por pulpa de manzana rallada y reducir la cantidad de aceite añadida.