La palatabilidad -es decir, lo grato que resulta un alimento al paladar- influye muchísimo en nuestras preferencias alimentarias. Cuanto más placenteros sean los alimentos, mayor será nuestra ingesta, en ocasiones por encima del apetito. Según acaban de detallar investigadores de la Universidad de Birmingham, nuestros alimentos preferidos tienen un rasgo en común: su irresistible sabor se potencia con tres ingredientes, sal, azúcar y grasa. Tres ingredientes que, en exceso, resultan peligrosos para la salud, que abundan en nuestro entorno y que se presentan en una amplísima variedad de formas, texturas, aromas y sabores, lo que contribuye a incrementar nuestro riesgo de padecer sobrepeso y obesidad. Pero, ¿por qué nos gustan tanto? ¿Por qué nos atraen más las patatas fritas que unos dados de zanahoria o un apio? El presente artículo da respuesta a estas preguntas, muy ligadas al placer y la biología, pero también a la historia y la filosofía.
El placer de comer
El filósofo griego Epicuro fue uno de los primeros pensadores en documentar el papel del placer en el comportamiento. Para él, el placer puede moldear nuestras acciones y elecciones futuras. Así, experimentar mucho placer al entrar en contacto con un objeto (como puede ser un delicioso bocado de un gofre cubierto de crema) puede influir muchísimo en nuestro manera de interaccionar con dicho objeto.
La «alegría de comer» no solo está mediada por la satisfacción que otorga cubrir una necesidad fisiológica vital. El proceso de regulación del apetito es de todo menos fácil. Sabemos que se modula mediante un mecanismo cerebral que controla el llamado «equilibrio energético». Dicho mecanismo se denomina «regulación homeostática» y pretende equiparar la energía que gastamos con la que ingerimos con los alimentos. Existe una regulación homeostática a corto plazo, pero también funciona a largo plazo, y en ella participan diversas sustancias corporales (péptidos gastrointestinales, hormonas de los tejidos grasos del cuerpo y mecanismos centrales localizados en el hipotálamo).
Sin embargo, ni la biología ni la química orgánica lo explican todo, pues en el control del apetito inciden otras variables. Además de la regulación de energía, también está implicada la «regulación hedónica», en la que participan factores emocionales y de motivación y en la que influye de forma notable la palatabilidad de los alimentos. De entre los más irresistibles, la investigación de la Universidad de Birmingham, antes citada, señala a los siguientes:
- Dulces y postres, como el chocolate, buñuelos, galletas, pasteles, dulces y helados de crema.
- Aperitivos salados, como patatas fritas o galletas saladas.
- Comidas rápidas, como hamburguesas, pizza o pollo frito.
- Bebidas azucaradas, como las gaseosas, té dulce, batidos, café dulce u otras bebidas con azúcar.
Elecciones alimentarias: en busca de la energía
Los alimentos más placenteros pueden modular nuestra ingesta, ya sea en condiciones de hambre o de saciedad. Saborear alimentos apetitosos puede darnos una enorme satisfacción. Es aquí donde entran en juego los alimentos con muchas calorías, o los alimentos salados. Los animales, según reflejaron Clifford B. Saper y colaboradores en la revista Neuron en octubre de 2002, tendemos a consumir sustancias dulces y saladas más allá de la necesidad de reposición de energía, mientras que evitamos las sustancias muy agrias o amargas, un comportamiento que incluso se produce entre animales privados de comida. Estas elecciones se justifican mediante una explicación adaptativa: los sabores amargos se asocian a menudo con alcaloides tóxicos, mientras que la acidez de muchas sustancias ácidas puede indicar deterioro o inmadurez del alimento. Los sabores dulces, grasientos o salados, en contra, nos indican que los alimentos que los contienen nos aportarán nutrientes importantes para la supervivencia.
La densidad energética hace referencia a la cantidad de energía disponible en un alimento o bebida, por unidad de peso. De este modo, como el apio crudo aporta pocas kilocalorías por unidad de peso (0,11 kcal/gramo), tendrá menos densidad energética que el chocolate (5,19 kcal/gramo). ¿Por qué somos tan proclives a sobreingerir alimentos con alta densidad energética? Su consumo genera, sin duda, efectos gratificantes y nuestro cerebro nos envía mensajes para que sigamos consumiéndolos, en ocasiones por encima de nuestro apetito.
Tal como detalló en enero de 2010 la doctora Stephanie Fulton, del Departamento de Nutrición de la Universidad de Montreal, nuestra tendencia innata a seleccionar alimentos ricos en grasa y azúcar (es decir, con una alta densidad energética) se explica gracias a mecanismos de adaptación que nos permitieron sobrevivir en condiciones de escasez de alimentos (es lo que ha vivido el hombre a lo largo de su historia). Así, la actual abundancia y accesibilidad de esta clase de alimentos en muchas partes del mundo, incluida España, promueve su excesiva ingesta, lo que se traduce en consumo exagerado de calorías y el consiguiente aumento de peso.
Para la doctora Fulton, «los procesos neuronales que regulan la motivación de comer pueden anular las señales de saciedad». En dichos procesos influyen los alimentos ricos en azúcar y grasa, ya que pueden generar respuestas neuronales que fortalezcan el futuro comportamiento dirigido hacia estos alimentos a la vez que debilitan las señales cerebrales que nos invitan a dejar de comer un alimento concreto. Ello se convierte en una bomba de relojería si rodeamos a nuestro cerebro de señales que nos invitan a comer y nos recuerdan cómo, dónde y cuándo podemos hacerlo, como sucede en la actualidad.
A lo antes descrito debemos sumar, por último, que existen motivaciones que van más allá, ya que algunas nos dirigen a los alimentos insanos con argumentos como los siguientes: «para olvidar mis preocupaciones», «porque me ayuda a superar la depresión» o «para olvidar mis problemas»; conductas que requerirán un control psicológico.