El azúcar está en el punto de mira en las sociedades modernas. La OMS recomienda que los azúcares libres aporten menos del 10 % de las calorías consumidas al día para reducir el riesgo de enfermedades como la obesidad o la diabetes tipo 2. Es más, advierte que, si se reducen al 5 %, se incrementan aún más los beneficios para nuestra salud. Pero, como con casi todo en la vida, pasar de la teoría a la práctica conlleva cierta complejidad.
El azúcar acompaña a galletas, refrescos, tabletas de chocolate, helados o repostería, y también se esconde en productos como el pan de molde, las salsas, los zumos o el jamón cocido. Su alto consumo, que en España alcanza los 70 g al día de media por persona, frente a los 25 g recomendados por la OMS, no solo se explicaría por esta gran cantidad de productos azucarados a nuestra disposición, sino por las sensaciones que experimentamos al endulzar el paladar.
Adicción al azúcar: ¿mito o realidad?
Nuestro gusto por los sabores dulces ha llevado a muchos investigadores a analizar si el azúcar es una sustancia adictiva. De hecho, varios estudios científicos apuntan a que el azúcar genera un efecto similar al de algunas drogas. Es el caso de una investigación realizada en la Universidad de Princeton (EE. UU.), que concluyó que el exceso de azúcar en la sangre puede actuar sobre el cerebro de forma muy similar al abuso de drogas.
En cambio, Rosa María Baños, catedrática de Psicopatología de la Universidad de Valencia e investigadora jefa en el Centro de Investigación Biomédica en Red de la Fisiopatología de la Obesidad y Nutrición (CIBEROBN) sobre salud mental y obesidad, es más cauta. “Existen pocos estudios empíricos sobre la adicción al azúcar en humanos”, afirma.
Por el momento, a pesar de la publicación constante de estudios sobre los riesgos del azúcar para la salud, la perspectiva de la glucosa como una sustancia adictiva no aparece ni en la última actualización del ‘Manual de Diagnóstico de Enfermedades Psiquiátricas (DSM-V)’, de 2013, ni en la versión de 2022 de la Clasificación Internacional de Enfermedades de la OMS (CIE-11).
Sin embargo, algunas instituciones sí han establecido una metodología para diagnosticar la adicción al azúcar. Es el caso del Centro Rudd de Política Alimentaria y Obesidad de la Universidad de Yale (EE. UU.) y su Escala de Adicción a la Comida, desarrollada en 2009. Esta institución entiende la adicción al azúcar como un tipo muy específico de adicción a la comida.
El cerebro dulce
Que la ciencia aún no pueda catalogar al azúcar como una sustancia adictiva no significa que su ingesta no tenga muchos puntos en común con la dependencia a otras sustancias. En efecto, todos hemos experimentado alguna vez la sensación de comer algo dulce y querer un poco más. Ese no poder parar tiene una explicación fisiológica y se trata de un proceso complejo que empieza en la lengua, con la activación de los receptores dulces en las papilas gustativas que envían una señal que se bifurca a diferentes áreas del cerebro.
En la corteza cerebral es donde se procesan los diferentes gustos: amargo, dulce, salado y picante. Ahí se activará el sistema de recompensa, formado por vías eléctricas y químicas que favorecen esa espiral de apetencia en forma de sensación agradable cuando ingerimos un alimento dulce. Este bienestar es fruto de hormonas como la serotonina, compuesto químico desencadenante de la felicidad, y la dopamina, un neurotransmisor que también se activa con la nicotina o el alcohol, eso sí, de una manera menos intensa en el caso del azúcar.
Pero el proceso no termina ahí. El cerebro emite otra señal al sistema digestivo, donde también hay receptores de azúcar que, a su vez, replican al cerebro la necesidad de generar más insulina, además de interrumpir la sensación de saciedad.
Engancharse a los ultraprocesados
Pese a la controversia sobre la consideración del azúcar como sustancia adictiva, la literatura científica reconoce que existen comportamientos adictivos asociados a ciertos tipos de comida, como aquellas de alto contenido en azúcares, grasas y sal. Un trabajo de la Universidad de Michigan (EE. UU.) determina que sí puede hablarse de la adicción a algunos tipos de comida —entre ellos, los productos azucarados— como un rasgo presente en un 15 % – 25 % de las personas con obesidad.
Así, caracteres con tendencia a la impulsividad y a la falta de autocontrol explicarían la ingesta compulsiva, más que una capacidad adictiva de ciertos nutrientes. “Se refiere a un impulso a comer no relacionado con el hambre y que se dispara por factores ambientales, como el estrés o la ansiedad”, explica la catedrática Rosa Baños.
🍩 El entorno también influye
Además del factor fisiológico, diversos estudios señalan nuestro gusto por los sabores dulces como una condición multifactorial, en la que intervienen otros aspectos, como el factor ambiental. Para la experta, “además de que estos alimentos sean muy apetecibles, son baratos y están por todas partes, lo que también contribuye a su consumo abusivo”, comenta.
La industria alimentaria lleva décadas creando sabores con la compensación perfecta de azúcar, sal y grasas saturadas capaces de hacernos entrar fácilmente en modo automático e ingerir grandes cantidades. El fundamento estaría en lo que el científico Howard Moskovitz acuñó como bliss point, es decir, la explosión de sabor característica de estos alimentos, creada mediante una mayor saturación de sal, azúcar o grasas frente a los no procesados.
La ciencia confirma que, en algunos contextos de obesidad, ansiedad o depresión, los ultraprocesados pueden tener capacidad adictiva, una circunstancia alentada en muchos casos por la publicidad. Dentro de este grupo de alimentos, los azúcares añadidos serían los ingredientes más proclives a crear dependencia.
Porque estamos rodeados de azúcares desde muy pequeños. Un estudio de 2019 de la Universitat Oberta de Catalunya (UOC) y publicado en Nutrients demostró que los productos de desayuno destinados al público infantil triplican el contenido en azúcar a los dirigidos al público en general. La media de azúcares en este tipo de alimentos para niños es de un 36,2 % frente al 10,25 % de los productos para adultos.
El papel de los azúcares añadidos
“Hay estudios que indican que el consumo excesivo de azúcares añadidos está relacionado con comportamientos adictivos que llevan a comer alimentos muy apetitosos”, analiza Rosa Baños. Detectar este tipo de azúcares en las etiquetas de los productos no es fácil, puesto que cuentan con diferentes nombres, tales como el azúcar moreno, el jugo de caña, el sirope (jarabe) de maíz, la dextrosa, la fructosa, los néctares de fruta, la glucosa, la miel, la maltosa, la melaza, el azúcar turbinado y la sacarosa.
Estos azúcares añadidos son un tipo de ingrediente proclive a lo que la psicología denomina craving: despertar el ansia o deseo de consumo sin tener hambre. Dentro de la lista de los azúcares añadidos, algunos estudios apuntan a la fructosa —no a la naturalmente presente en las frutas—, como la forma de azúcar más perjudicial y también la más adictiva. “Por las características del metabolismo de estos azúcares puede tener efectos distintos de otros sobre las señales de hambre y saciedad, pero no hablaría en ningún caso de que sea más adictiva”, aclara Beatriz Robles, nutricionista y tecnóloga de los alimentos.
La persona golosa, ¿nace o se hace?
Pero hay más. Detrás de nuestra adicción por el azúcar puede haber un factor genético. “La evidencia empírica parece bastante concluyente sobre la existencia de una vulnerabilidad genética para la adicción a las sustancias en general. Esta herencia genética es poligénica: hay muchos genes implicados y cada uno de ellos por separado tiene un efecto pequeño”, analiza Baños.
Que exista una vulnerabilidad genética no quiere decir que la persona esté condenada a tener problemas de adicción. “Se podría decir que alrededor de la mitad —aunque los estudios varían y oscilan entre el 40 % y el 50 %— podría deberse a la herencia genética, mientras que la otra mitad se debe a variables ambientales y contextuales. Por otro lado, esta vulnerabilidad genética no es específica a ningún tipo de sustancias, sino a la adicción en general. Por lo tanto, una persona con vulnerabilidad genética podría terminar teniendo problemas con la adicción a la comida y, dentro de ellos, podrían tener problemas con el consumo abusivo de azúcar”, justifica la catedrática.
🧁 Predispuestos al dulce
En efecto, el cuerpo humano cuenta con abundantes receptores tanto en el sistema digestivo como neuronal de los sabores que identificamos como dulces y que sirven al organismo, entre otras cosas, para modular la respuesta de la insulina y crear reservas de lípidos que nos facilitarían la supervivencia en caso de periodos de hambruna. Así, el ser humano empezaría a valerse de dulces como la miel en la era paleolítica.
La llamada “hipótesis de genotipo ahorrador”, propuesta por el genetista estadounidense James V. Neel en 1962, pone de manifiesto que la fisiología humana cuenta con genes adaptativos que reservarían en depósitos de grasa alimentos con más azúcares, lo que explicaría la preferencia por el sabor dulce, algo que, según apunta el químico y profesor de la Universidad del País Vasco Josu Lopez-Gazpio en el ‘Cuaderno de Cultura Científica‘, sucede en todas las culturas. Mecanismos fisiológicos que llevan miles de años grabados en nuestro genoma, y que se suman a un ambiente obesogénico, con multitud de alimentos hipercalóricos disponibles y tendencia al sedentarismo.
La misma publicación destaca la especial tolerancia a los sabores muy azucarados de los niños, superior a los adultos. Diversas investigaciones sugieren que las hormonas segregadas en el proceso de crecimiento óseo podrían favorecer esa preferencia casi sin límite hacia los sabores dulces.
En definitiva, nuestra relación con el azúcar está fundamentada en una paradoja: estamos biológicamente predispuestos a que nos atraiga el azúcar, pero los excesos generan un desgaste claro en nuestro organismo. El concepto de adicción al azúcar está sometido a discusión en la comunidad científica. Lo que está fuera de todo debate es que superar las cantidades de azúcares libres recomendadas por la OMS tiene impacto muy negativo sobre la calidad de vida.