Veinte minutos. Es lo mínimo que debería durar cada comida principal para que el hipotálamo (parte del cerebro que regula la temperatura corporal, la sed, el hambre o el estado de ánimo) detecte la saciedad. También da margen para disfrutar de todos los matices organolépticos de los alimentos, convirtiendo una necesidad vital como la nutrición en un placer. En el siguiente artículo te contamos por qué es tan importante comer despacio y cuáles son los beneficios para tu salud.
Dedicar al menos 20 minutos a comer es un precepto que, a priori, cumplen la mayoría de los españoles. Así lo revela el reciente informe ‘Preparados para Telecomer’, elaborado por la Asociación Española de Fabricantes de Platos Preparados (Asefapre): el 62,6 % dedica a la comida entre 30 minutos y una hora. Además, almorzar en casa, más frecuente ahora por el auge del teletrabajo, ha permitido que otro 25 % dedique algo más de tiempo al almuerzo, si bien queda un 12 % que reconoce que en casa come más rápido que cuando se gana el sueldo fuera.
Pero no basta con medir la duración global de cada comida. La clave para entender si se tiene o no una relación saludable con el acto de comer es ver si los minutos consagrados para ello se reparten de forma homogénea a lo largo de toda la ingesta. De nada sirve demorar los últimos bocados, si los primeros llegaron al estómago de forma atropellada y sin apenas masticar. La consigna es mantener una pauta de ingesta sosegada con el primer plato, el segundo y el postre. “Comer con serenidad es una de las claves para poder llevar una alimentación saludable. No solo se trata de saber qué comer, sino del ritmo y la proporción adecuada”, explica Yolanda Cuevas Ayneto, psicóloga especializada en Salud y Deporte. Es lo que se conoce popularmente como “comer despacio”.
¿Qué es comer despacio y cuáles son sus beneficios?
Comer despacio no es lo mismo que eternizarse ante el plato o marear la comida. Consiste en ingerir todos los alimentos del menú a un ritmo moderado y constante por un espacio superior a esos 20 minutos. La cifra no es casual.
Desde que llega el primer trozo a la boca se ponen en marcha diversos procesos físicos, metabólicos y cognitivos que avisan al hipotálamo de que se está satisfaciendo la necesidad esencial de alimentarse. También informan de cuándo ya está cubierta y hay que parar. Son los que algunos expertos denominan como “procesos mediadores de la saciación”: consisten en la confluencia entre diversas señales de regulación interna que llevan al comensal a disminuir o detener su ingesta.
En este proceso intervienen neuropéptidos (transmisores en el sistema nervioso) como la colecistoquinina, sintetizada en el intestino delgado como respuesta al consumo de proteínas y grasas; un péptido similar al glucagón del páncreas, pero sintetizado en el estómago e intestino; y la leptina, la hormona generada por el tejido adiposo que le manda la señal definitiva al cuerpo e invita a dejar de hincar el diente.
Al hipotálamo también llegan señales nerviosas del tubo digestivo que informan del llenado gástrico, así como otras señales químicas de los nutrientes de la sangre (glucosa, aminoácidos y ácidos grasos) que indican la saciedad. Todo este entramado de mensajes requiere 20 minutos para empezar a procesarse.
Comida lenta hasta hartarse
Devorar los alimentos en unos pocos minutos no permite detectar la saciedad, aun cuando ya se hayan satisfecho las necesidades calóricas. Es muy posible que se siga comiendo. De ahí que comer deprisa sea uno de los principales factores de riesgo de obesidad.
Además, los alimentos de sabor muy agradable (dulces, salados, altos en grasas) y fáciles de deglutir se prestan más a la ingesta rápida. “Los productos ricos en azúcar y grasas presentan una capacidad saciante menor”, apunta Francisco Botella, miembro de la Sociedad Española de Endocrinología y Nutrición. “Asimismo, cuando ingerimos esos alimentos placenteros se activan determinados neurotransmisores que tienen relaciones complejas con estados de ansiedad, depresión o de compensación frente a frustraciones o inhibiciones”, explica.
Es la fórmula del éxito de la comida rápida o fast food: platos que generan una sensación de euforia instantánea, en raciones grandes que invitan a consumir más cantidad y más calorías de las recomendables y con una textura y preparación que apenas requieren masticación. Todo invita a engullir a mucha velocidad y favorece el trastorno por atracón: la ingesta compulsiva y descontrolada de un determinado alimento en muy poco tiempo.
La alimentación consciente
Imagen: Getty Images
El ritmo al que el comensal da cuenta del plato depende también de múltiples factores cognitivos y ambientales. Entre ellos, el contexto social que rodea al acto de comer, las propiedades sensoriales de los alimentos (la textura, la apariencia, el aroma o el sabor), el estado de ánimo y la capacidad de autocontrol. Este es el terreno de la llamada alimentación consciente o mindful eating: comer de forma controlada, saboreando todos los matices de los alimentos y sin dejarse llevar por la fruición.
La psicóloga Patricia Ramírez lo resume con el ejemplo de un plato de croquetas. “Comer con serenidad es mirar esa bandeja de croquetas, pensar ‘qué bien huelen y qué apetecibles’ y esperar a que alguien coja la primera para ir tú a por la segunda. Cuando eres capaz de mantener un poco de autocontrol no te vas a comer tantas como si coges la primera con ansias, no la degustas y vas rápido a por la segunda para ver si realmente encuentras sabor a la croqueta”, cuenta.
El hambre emocional
Se encuentra en el polo opuesto: la elección de los alimentos movida por una emoción. Por desgracia, es un patrón alimentario cada vez más presente en nuestra sociedad y se ve favorecida por el ambiente obesogénico (todo aquello que favorece el exceso de peso) y el marketing, sobre todo en niños.
La alimentación emocional puede verse también afectada por situaciones de estrés, ansiedad o depresión: el alimento se convierte en una recompensa placentera. Tanto más cuanto más rápido llegue y más agrade. De ahí que se prefieran los dulces o salados a los ácidos o amargos y los fáciles de ingerir a aquellos que requieren pelar, limpiar o cocinar. Que son, a su vez, los que animan a ingerir de forma más rápida y descontrolada.
A continuación, suelen sobrevenir la culpa y la restricción alimentaria, para compensar. Y al no querer ingerir alimentos, de nuevo, un hambre voraz y nueva ingesta descontrolada.
Frente a este círculo vicioso de impulso-culpa surge la corriente de la nutrición intuitiva. El objetivo es recuperar la facultad que tienen los bebés de detectar el hambre y comer solo para saciarla. No es una dieta en sí, sino una autorregulación natural del apetito.
Comer despacio: beneficios para la digestión
Sentarse a la mesa con serenidad aporta indudables beneficios para el proceso digestivo. De entrada, se disfruta más. A contrarreloj, la comida apenas se saborea. Los catadores expertos saben que, en un alimento, el sabor es un concepto amplio que evoluciona en la boca y abarca la intensidad, la persistencia y la capacidad de saturación. Valores que difícilmente se aprecian al comer rápido.
Dejarse llevar por el estrés para acabar cuanto antes con la comida no solo elimina ese momento de relajación a mitad de la jornada, sino que puede complicar la digestión. “El 30-40 % de la población general ha padecido o padecerá dispepsia en algún momento. Es esa sensación de dolor, malestar general y pesadez tras las comidas que se localiza en la parte alta del abdomen. Se puede acompañar de náuseas, distensión abdominal, incapacidad para terminar una comida, acidez, eructos y regurgitaciones. Puede deberse a varios factores, entre ellos, el estrés, la ansiedad o no comer con moderación”, señala el endocrinólogo Víctor Escrich, del Servicio de Digestivo del Hospital San Pedro (La Rioja).
Una forma de acelerar la comida es ingerir bocados más grandes o a mayor velocidad. O masticar menos. Esto supone un tremendo error: la digestión no empieza en el estómago, sino en la boca. Al masticar se segrega mucina salival, que lubrica el bolo facilitando la deglución. Pero la saliva también contiene enzimas que van a empezar a descomponer los nutrientes complejos en moléculas más simples. María José Noriega, del Departamento de Fisiología y Farmacología de la Universidad de Cantabria, pone el foco en tres enzimas: la ptialina, que degrada los almidones en azúcares más simples (maltosa); la lipasa, para simplificar las grasas; y la proteasa, que digiere las proteínas.
Masticar poco o mal sobrecarga la actividad del estómago, el páncreas, el intestino y la vesícula biliar. Y el resultado de querer arañar unos minutos con la comida pueden ser horas de digestión pesada, con distensión abdominal o flatulencias.
Comer rápido tiene consecuencias negativas para la salud
Pero comer atropelladamente compromete la salud. Para empezar, es más fácil sufrir un episodio de atragantamiento. El más frecuente en adultos se produce con alimentos, especialmente trozos de carne mal masticados. Por eso se recomienda triturar adecuadamente la comida y no reír o hablar mientras se tengan alimentos en la boca. Asimismo, diversas investigaciones ponen el foco en que no tomarse las comidas con sosiego aumenta el riesgo de síndrome metabólico, porque se tiende a comer de más y peor.
Por el contrario, la alimentación consciente permite detectar el hambre real, distinguirla del hambre emocional y procurarse el alimento de forma pausada y con criterio. Así es más difícil ingerir grandes cantidades de alimentos altos en calorías que predisponen a la obesidad, y los de alto índice glucémico, que aumentan el riesgo de desarrollar resistencia a la insulina y diabetes tipo 2.
Pero la moraleja no debe quedarse solo en que comer rápido engorda. Sí es un factor de riesgo para la obesidad que, a su vez, se correlaciona con otras enfermedades adquiridas. Así lo resalta la Sociedad Española para el Estudio de la Obesidad, que asocia el sobrepeso y la obesidad con otras alteraciones de salud como la hipertensión, la enfermedad coronaria y cerebrovascular, la colelitiasis, la osteoartrosis, el síndrome de apnea del sueño, algunos tipos de cáncer y alteraciones psicológicas.