Hace años que se habla de la “carne de laboratorio”. Surgen, de vez cuando, noticias sobre algún avance en este asunto o alguna compañía que planea sacar productos de ese tipo. Sin embargo, el tema de la carne artificial está aún muy poco desarrollado: la difusión comercial no es clara y no ha llegado al consumidor de a pie. Lo que se sabe no permite más que divagaciones, a veces más dignas de la ciencia ficción que de la realidad. La cadena británica BBC televisó la ingesta de la primera hamburguesa de carne artificial como si de un espectáculo se tratara. “Poco jugosa”, dijeron. En este artículo se reflexiona sobre esta cuestión.
La carne artificial proviene de cultivos in vitro que se obtienen a partir de unas pocas células. Estas se reproducen hasta crear un pedazo de carne de mayor o menor tamaño. Parece sencillo, pero es un proceso complicado. Esa carne debe irrigarse, expulsar deshechos, añadir células grasas, protegerla de infecciones… e incluso hay quien dice que debería «ejercitarse» para parecerse más al músculo real.
Carne de laboratorio: muchas preguntas, pocas respuestas
Es un tema plagado de dudas, aunque a la industria le preocupa, sobre todo, la aceptación por parte del consumidor.
Surgen cuestiones de tipo gastronómico: ¿solo se obtendrá carne picada o filetes magros?, ¿qué hay de las chuletitas, el solomillo, el secreto ibérico…?, ¿está buena esa carne? o ¿se parece a la real?
También hay dudas nutricionales: ¿cuál será su contenido en nutrientes, además de proteína?, el hierro viene de la irrigación por vasos sanguíneos, ¿tendrá hierro esa carne?, ¿y la grasa?, ¿se enriquecerá en nutrientes como un paquete de cereales haciendo «carnes funcionales»?
Y aparecen interrogantes socioeconómicas: ¿será en el futuro la carne artificial un producto para pobres, mientras los ricos comen carne de verdad?, ¿caerá su producción en manos de gigantes multinacionales que monopolicen la alimentación?, ¿afectará una vez más a la soberanía alimentaria de los países en vías de desarrollo y a los pequeños granjeros?
La mayoría de estas preguntas hoy no tienen respuesta.
Sus defensores tienen también argumentos sólidos: la capacidad de producir una proteína de calidad a un coste bajo; la menor necesidad de criar animales de un modo cruel, como sucede ahora, para poder hace frente a la demanda actual de carne; el menor riesgo de intoxicaciones alimentarias; o la disminución del impacto medioambiental que hoy en día conlleva la ganadería intensiva. La carne artificial reduce en un 80% el consumo de agua y emisiones de gases con efecto invernadero, requiere un 99% menos de uso de tierra y menor gasto energético para la misma cantidad de alimento.
Es difícil decir quién tiene razón o qué argumentos pesan más. Como suele suceder en la historia, el resultado dependerá del uso que se haga de la nueva tecnología, pero con los actos que la preceden, no es fácil ser optimistas.
Avanzar sí, pero sin saltarse los pasos intermedios
De todas formas, la reflexión final es muy similar a la que hicimos en el artículo ‘¿De verdad hace falta comer insectos por sostenibilidad?‘. Nos estamos saltando muchos pasos intermedios a la hora de reducir el impacto medioambiental, mejorar el reparto de alimentos, favorecer la soberanía alimentaria y mejorar, de paso, nuestra salud. Pasos que, además, sabemos positivamente que funcionan. Bajar el consumo de carne en los países industrializados se perfila como una opción que tendremos que afrontar más pronto que tarde, para con ello disminuir el impacto medioambiental, mejorar los sistemas de producción y trato animal o propiciar un mejor reparto de ese alimento que ahora se come el ganado.
El primer paso no es que la ciencia nos sirva filetes de laboratorio solo para que no tengamos que mover un ápice nuestras insostenibles costumbres. ¿Queremos una fuente de proteínas de calidad barata, saludable y sostenible? Ya la tenemos. Compremos más garbanzos.