¿Por qué nos gusta menos el pescado que la carne? ¿Cuál es la razón de que un alimento que antes no nos gustaba ahora sí nos parezca delicioso? ¿Cómo se explica que nos gusten cosas diferentes que a los demás? Decidir qué comemos hoy, o el fin de semana, o cuál será el menú de un encuentro especial es un acto en el que intervienen muchos factores. Algunos están relacionados con las preferencias alimentarias propias, así como con otros elementos que influyen la selección de alimentos. Sin contar el factor económico (que, por supuesto, incide en la decisión de comer o no angulas, langosta termidor o caviar iraní) existen razones biológicas, culturales y psicológicas que hacen que prefiramos determinados alimentos. El siguiente reportaje explica cuáles son estas razones y cómo funcionan.
Elección de alimentos: una cuestión de supervivencia
Vivimos en un entorno donde la supervivencia depende en gran medida de la ingesta de alimentos. Por tanto, el organismo debe tener mecanismos que regulen de alguna manera la necesidad de energía o, incluso, de algunos nutrientes concretos. El hambre es un indicador de la necesidad de energía y la sed, de la necesidad de agua. Así, sabemos que existe una compleja regulación neuroendocrina del apetito en la que participan diferentes órganos relacionados con la digestión y, también, el cerebro, que es muy eficaz para ponernos a la búsqueda de alimento cuando tenemos necesidad de energía.
Por desgracia, este sistema está orientado a situaciones de escasez de alimentos -que han sido las más habituales a lo largo de la historia-, y no tanto a situaciones de exceso de energía, que son más recientes. Es decir, cuando hay escasez de alimentos, el sistema central de regulación del apetito recibe señales que nos inducen a buscarlos y consumirlos; sin embargo, en la abundancia no es tan eficaz para evitar que consumamos energía de más (por ejemplo, mediante la anulación del apetito).
Tenemos preferencia por los alimentos dulces y grasos porque, en general, son los más energéticos
Pero, además, nuestro cerebro es capaz de recibir señales diferenciadas de lo que consumimos. La ingesta de alimentos de sabor dulce o con textura grasa (cremosa) provoca señales de especial placer a nivel cerebral, de manera que tenemos una innata habilidad y preferencia por el consumo de alimentos dulces y grasos, ya que estos son, en general, los más energéticos. Un ejemplo de lo atractivas que pueden ser las sensaciones que nos brindan estos productos lo encontramos en el chocolate, un alimento dulce y graso a la vez.
La selección de alimentos concretos también forma parte de los mecanismos de supervivencia. Todos los animales son «exploradores de comida» innatos. Nuestro organismo ha evolucionado en un entorno donde los elementos que se podían comer eran muchos: en ocasiones muy nutritivos, en otras poco nutritivos y en muchas peligrosos e incluso mortales. Por tanto, los elementos biológicos de selección de alimentos tienen mucho que ver con las señales que obtenemos del entorno, sobre todo a través de los sentidos. En este contexto, a diferencia de los alimentos dulces y grasos, nos resulta menos atractivo cualquier producto con sabor amargo o agrio, o que produce irritación (picor), ya que muchas plantas tóxicas provocan estas sensaciones.
Ante un alimento o un plato nuevo, con ingredientes desconocidos, presentamos interés y cautela a la vez
Nuestra propiedad de experimentar y aprender qué alimentos nos gustan en función de sus consecuencias (positivas o negativas) es innata. Esto se manifiesta en lo que algunos científicos llaman el «dilema generalista» y que postula que ante nuevos alimentos presentamos a la vez interés y cautela. Ante un plato cuyos ingredientes desconocemos, en general, procedemos de la misma manera: nadie hinca el tenedor y se llena la boca de un producto que desconoce. Lo que hacemos, por el contrario, es iniciar un análisis interesado y exhaustivo del nuevo plato (con la vista y el olfato al principio), del que empezaremos a comer en pequeñas cantidades y de forma selectiva, intentando averiguar por el sabor de qué está compuesto.
Además de las preferencias o aversiones hacia alimentos con determinados componentes como el azúcar o la grasa, las investigaciones apuntan hacia la existencia de mecanismos biológicos que nos incitan al consumo de un nutriente concreto cuando tenemos necesidad del mismo, como en el caso de las proteínas o el sodio. A pesar de que la evidencia en humanos no es muy consistente, en animales, en situaciones en las que los niveles de algunos aminoácidos (componentes de las proteínas) o el sodio son bajos, se activan mecanismos a nivel de sistema nervioso central que incitan al consumo de alimentos proteicos o salados.
Las investigaciones demuestran que la genética tiene que ver con estas preferencias. Por un lado, porque controla la expresión de todos los elementos que intervienen en las sensaciones percibidas y en sus efectos a nivel del sistema nervioso central (las que determinan que nos guste lo dulce y no nos guste lo amargo). Por otro lado, porque esta expresión puede verse modificada por la ingesta. Así, existen personas con mayor sensibilidad innata hacía determinadas sensaciones y otras que por un continuo y elevado consumo de un elemento (como el azúcar) generan cambios en la expresión genética de receptores de neurotransmisores que generan placer, y desarrollan una cierta dependencia.
Influencias culturales y psicológicas en los gustos
En nuestro entorno, los factores que más influyen la selección de alimentos son de índole cultural y/o psicológico.
Como se ha explicado antes, los mecanismos biológicos de regulación de la ingesta (o la preferencia alimentaria) están orientados a situaciones de escasez de alimentos o nutrientes concretos. Situaciones que no son las que encontramos en las sociedades desarrolladas, donde la abundancia y variedad de productos es abrumadora. En este entorno, los factores que más influyen la selección de alimentos son de índole cultural y/o psicológico. Los primeros engloban los procesos de aprendizaje y las características propias de la dieta de una determinada cultura (por ejemplo, religiosas) y las últimas están relacionadas con experiencias propias.
Apreciamos determinados alimentos a través de un proceso de aprendizaje en el que intervienen factores sensoriales y emocionales. El aprendizaje de sabores y aromas comienza en el propio útero materno. Los hábitos de la madre que influyen en su fisiología son interpretados de manera escrupulosa por cualquier bebé, dado que constituyen información acerca del entorno en el que este se encontrará en unos meses. Sabemos hoy que las características de la dieta de una madre «programan» la genética del bebé (por ejemplo, los hijos de madres que han pasado escasez alimentaria nacen con una carga genética que les hace «ahorradores» de energía). Con las sensaciones ocurre lo mismo, dado que al bebé llegan a través de la placenta componentes ingeridos por la madre que pueden acabar en el líquido amniótico que el propio bebé puede tragar.
Un experimento muy ilustrativo se realizó en Francia, en el año 2000. En él se observó que los recién nacidos cuyas madres habían ingerido durante las últimas semanas de embarazo anises se relamían cuando se les acercaba este aroma a las pocas horas de nacer, mientras que los bebés de madres que no consumieron anises hacían la mueca característica de rechazo ante el mismo estímulo. También es sabido que durante la lactancia hay alimentos que modifican el sabor de la leche materna (demostrado en estudios con aroma de vainilla) y, por tanto, pueden modificar los gustos del bebé, dado que lo están exponiendo a ese sabor o aroma.
A lo largo de la infancia se desarrollan preferencias alimentarias relacionadas con el sabor, aroma y textura y el entorno emocional. No cabe duda que un alimento delicioso en un entorno emocional positivo (arroz con leche en la cocina de la abuela) será mucho más apreciado que un alimento no tan delicioso en un entorno emocional negativo (espinacas al lado de una mamá o un papá que nos obligan a comerlas) cuyo impacto en nuestras preferencias bien puede ser el contrario. Esto explica que nuestra mamá sea en general la mejor cocinera del mundo, ya que -con perdón de todas las madres- esto se debe a que estamos mucho tiempo expuestos a las características sensoriales de la comida de nuestro hogar (entorno emocional positivo), la aprendemos y apreciamos por encima del resto.
Las situaciones traumáticas pueden generar aversión hacia un alimento
El aprendizaje también está relacionado aspectos psicológicos. En este campo, situaciones traumáticas pueden generar aversión hacia un determinado alimento. Hay personas que tiemblan cuando les ofrecen un producto con el que han tenido una mala experiencia, por ejemplo, un marisco que alguna vez les produjo una grave intoxicación.
Por último, no cabe duda que los modelos de nuestro entorno determinan nuestros gustos. Si un personaje de referencia para nosotros (papá, mamá, un amigo o un famoso) aprecia determinado alimento, tendremos una mayor tendencia a aceptarlo. De ahí que en muchos anuncios publicitarios sean personajes famosos con una sólida imagen positiva los que recomiendan el consumo de un determinado producto.
La selección de alimentos depende en gran medida de lo que percibimos y del entorno en el que lo hacemos. Desde el destete nos enseñan a apreciar sabores nuevos (cereales, frutas, carnes, etc.) que, si bien en las primeras tomas de contacto no suelen levantar pasiones, acabamos apreciando y disfrutando. Ocurre también en la edad adulta: a poca gente le suele gustar la primera cerveza que toma, pero puede acabar siendo un verdadero sibarita del sabor amargo.
Sin duda, en este proceso puede influir la educación sensorial. Aprender a reconocer los diferentes sabores básicos (dulce, salado, ácido, amargo y umami), qué es un aroma (sensación olfativa que generan sustancias que llegan al bulbo olfatorio desde la boca), sus intensidades o diferentes texturas hace que prestemos más atención y podamos percibir más matices de los alimentos. Esto facilita identificar sensaciones que nos resulten agradables o desagradables y, por tanto, ayuda en la elección de alimentos, por lo que resultan experiencias de sumo interés en la educación alimentaria sobre todo en la etapa infantil.