“Esta vez sí”, te repites con seguridad. 2020, con lo bien que suena, es el año en que por fin conseguirás perder esos kilos de más que de manera tan injusta cargas a diario. Este año, dieta y gimnasio, y por fin se hará justicia. Ahora bien… ¿Por qué tipo de dieta decidirse? ¿Deberías darle una oportunidad a esa dieta mágica? ¿O sería mejor recurrir a un especialista? Las dudas no son tan peregrinas como pueda parecer, y es fundamental abordar los problemas de peso con prontitud y eficacia: según los expertos de sociedades científicas como la Sociedad Española de Endocrinología y Nutrición (SEEN) y la Sociedad Española para el Estudio de la Obesidad (SEEDO), no considerar la obesidad como una enfermedad hace que el paciente acuda a la consulta con el especialista con un retraso de, como media, seis años; un tiempo en el que el exceso de peso puede provocar daños irreversibles.
El primer error que se comete con frecuencia es el de la prisa: lo queremos todo para ya, y si es posible, sin esfuerzos extraordinarios. Por eso, cuando el profesional sanitario ofrece unas pautas de aprendizaje y cambios en el estilo de vida, en vez de una dieta estricta que garantice resultados más visibles a corto plazo, el paciente tiende a mostrarse reticente. Se trata de implementar cambios alimentarios que podamos mantener de forma permanente y que nos ayuden a llevar un estilo de vida más saludable “para sentirse mejor, estar más ágil, más sano, tener mejores digestiones, mejorar la relación con la comida y comer sin ansiedad”, sugiere Neus Nuño, psicóloga y profesora de la Universitat Oberta de Catalunya (UOC).
Pero para ello, hay que superar varias barreras:
- La primera y más importante es la falta de adherencia a la dieta: nos cuesta mucho mantener en el tiempo hábitos saludables mucho más allá de las primeras semanas, en parte porque con frecuencia la persona siente que el privarse de muchos alimentos le suponen la pérdida de momentos agradables que no se quieren dejar de disfrutar.
- La segunda es la emocional. “Hay personas para las que la alimentación está muy vinculada con las emociones. Si a esa persona le sucede algo que le provoque tristeza o ansiedad, vuelve a recurrir a la comida para sentirse mejor. Y tampoco hace falta que sean emociones negativas, porque estar contentos también puede hacer que nos apetezca comer ciertos tipos de comida”, explica Nuño.
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- La tercera barrera tiene que ver con los hábitos sociales: mantenerse fiel a esas nuevas pautas alimentarias que se está tratando de adoptar cuando uno se ve envuelto en una comida de trabajo o de celebración; situaciones en las que lo más fácil es dejarse llevar por lo que piden los demás y acabar escogiendo opciones menos saludables como pizza, hamburguesas o alcohol.
¿Qué tipo de dieta es mejor?
Frente a estas dificultades, lo más seguro y fiable es olvidar la tentación de hacer dieta por nuestra cuenta o de acudir a otra persona diferente del dietista-nutricionista, “el único profesional verdaderamente cualificado para ofrecer pautas dietéticas: ni endocrinos, ni la enfermera, ni mucho menos el monitor del gimnasio”, asegura Diana Díaz Rizzolo, doctora, nutricionista y profesora de la UOC.
En ese momento, convendrá tener en cuenta que, aunque las dietas restrictivas (es decir, las que restringen el consumo de ciertos grupos de alimentos) puedan ofrecer resultados más inmediatos, lo recomendable es optar por un tipo de dieta cualitativa, que consiste en realizar elecciones dietéticas saludables (como en la dieta mediterránea, la vegana o la DASH), y no en prescindir de un grupo concreto de nutrientes o alimentos. “Una dieta restrictiva es además insostenible en el tiempo, ya que puede afectar a nuestra vida social: tenemos que estar contabilizando nutrientes y condiciona comidas, cumpleaños y viajes. Llevar una vida social de esta manera, en nuestra cultura, es muy complejo”, comenta la doctora.
De este modo, “será posible reforzar el consumo de alimentos poco procesados sobre los precocinados (por ejemplo, cambiando los cereales refinados por los integrales), así como un consumo habitual de frutas (en piezas) y verduras, tanto en las comidas como en las cenas”, argumenta Díaz Rizzolo. “En general, hay que recomendar un mayor consumo de alimentos de origen vegetal, y al menos el 50 % del consumo de proteína ha de provenir de fuentes vegetales como las legumbres o la soja texturizada”, destaca. Y dejar de obsesionarse con el número que nos devuelve la báscula, ya que no es representativo de lo que puede estar pasando en tu cuerpo y nos provoca mucha crítica autoinducida. Al hacerlo, perder peso y —sobre todo— no recuperarlo será más sencillo, ya que lo que en realidad se está haciendo es reprogramar el estilo de vida de esa persona para que se base en elecciones alimentarias saludables.
Las dietas estrictas, por el contrario, generarán una pérdida de peso, pero un efecto rebote más importante todavía. Y no es el mayor de los peligros. “Nos gusta vivir en exceso y luego compensarlo, y eso no es sano ni física ni mentalmente, porque estamos castigándonos, nos sentimos primero culpables y luego frustrados al recuperar el peso, y durante la dieta tenemos mucha ansiedad”, afirma la nutricionista.
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Las consecuencias de esta dinámica a nivel físico pueden hacer que se acabe pesando más que al principio, “con una probabilidad mayor de acabar desarrollando problemas relacionados con el colesterol (hipercolesterolemia), triglicéridos (hipertrigliceridemia), hipertensión, diabetes… Con el agravante de que muchos de estos problemas son irreversibles”, advierte. Y es que cuando una persona pasa a tener diabetes, por ejemplo, ya no importa cuánto peso pueda llegar a perder, porque seguirá siendo diabética toda la vida.
Los jóvenes, un colectivo más vulnerable
Si hay un sector de la población especialmente desprotegido frente a los peligros de un adelgazamiento mal planteado (inmediatez, falta de rigor, riesgo de desarrollar déficits de nutrientes) es el de los jóvenes, con el agravante de que unas pautas dietéticas erróneas podrían llegar a convertirse en la puerta de entrada a un trastorno de la conducta alimentaria (TCA) como la anorexia o la bulimia.
“Una persona adolescente, por definición, está más preocupada por agradar a los demás, por su aspecto físico… Su cuerpo además está cambiando y pueden desarrollarse complejos propios al compararse con los demás. También empiezan a tener relaciones sociales importantes y a establecer las primeras parejas; aspectos que influyen en su relación con la comida en mayor medida que con otros grupos de población”, reflexiona Nuño.
Es en este contexto donde la exposición de los jóvenes a redes sociales como Instagram, Snapchat o Facebook pueden constituir un factor de riesgo adicional, por un doble motivo: el contenido al que pueden acceder y el uso que hagan ellos de sus propias cuentas, “una ventana donde pueden generar una imagen ideal de ellos mismos, maquillar sus defectos físicos con la ayuda de los filtros… Aquí hay mucho que trabajar con los adolescentes, porque [si hacen eso] no están aceptando su cuerpo tal y como es, lo que puede llevar a un sentimiento de inferioridad”, aduce Nuño. Una práctica que acarreará consecuencias mayores si, a la hora de establecer relaciones sociales cara a cara, la realidad no se ajusta a la imagen proyectada en esas cuentas.
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“Es importante destacar que, en las redes sociales, tenemos a nuestra disposición miles de fotos de otras personas, y eso facilita el que nos comparemos con los demás, y que sea extremadamente sencillo toparse con una ingente cantidad de personas que recomiendan determinadas dietas, productos o rutinas de ejercicios”, apunta la psicóloga de la UOC. El problema surge cuando no se es capaz de filtrar lo que de verdad es adecuado y saludable con la publicidad poco documentada tras la que se oculta el interés económico de un tercero.