El 41,3 % de los niños españoles tiene exceso de peso. Aunque las cifras globales de sobrepeso y obesidad infantil en nuestro entorno han bajado un 3,2 % desde el estudio ‘Aladino 2011’, el porcentaje actual sigue siendo insultantemente elevado: nos situamos entre los países con más obesidad infantil del mundo. Pero esta realidad afecta más a unas familias que a otras. Si observamos solo a los grupos sociales con rentas bajas, descubriremos que los números de obesidad infantil no han parado de subir, lo que convierte a este problema de salud en uno de justicia social. Y tiene compleja solución, ya que en él intervienen múltiples factores, como vemos a continuación.
Si acordamos que no debería haber menores con exceso de peso (o de grasa), o convenimos que un 5 % sería una cifra menos sonrojante que la actual, esa bajada global del 3,2 % se revela insuficiente: necesitaríamos medio siglo para alcanzar el objetivo. Esto resulta moralmente inaceptable cuando sabemos que estamos condenando a miles de niños y adolescentes a padecer las consecuencias del exceso de grasa en la etapa adulta (y en bastantes casos ya en su grupo de edad). Las secuelas no son menores: alrededor del 70 % pueden padecer diabetes tipo 2, problemas psicológicos, alteraciones osteoarticulares, algunos tipos de cáncer, hipertensión arterial, accidentes cerebrovasculares y enfermedades de corazón, entre otras patologías.
Padres y madres en el punto de mira
Uno de los factores en los que más se ha puesto la atención es la conducta de los padres. Así, en este artículo de The Telegraph califican a los padres de niños con obesidad de egoístas y perezosos, por «dejar» que sus hijos estén con la consola ocho horas al día, en vez de ir con ellos a jugar al parque. También los critican por ofrecerles con demasiada frecuencia chocolate, bollería, bebidas azucaradas o patatas fritas, sabiendo que no es comida saludable. Incluso llegan a reprobar el tono en exceso paternalista y blando de las cartas que el NHS (National Health System o Servicio Nacional de Salud británico) envía a las familias de niños con sobrepeso advirtiendo de su condición y ofreciendo ayuda.
En el mismo bando, con más sutileza, se presentan artículos de opinión donde los progenitores son de nuevo objeto de crítica, porque son los que deciden comprar los productos que ocupan las neveras y armarios de sus cocinas. En estos artículos se afirma que no se puede limitar la publicidad ni la producción ni la distribución de cualquier tipo de producto alimentario, mientras sea seguro y cumpla las normativas. Los autores manifiestan, sin pudor, que estamos en una economía de libre mercado y que cada familia es libre para escoger los productos que se ofertan en las estanterías, remarcando que el papel del Estado no puede ser «represivo y opresor». Al respecto, cabe señalar que la industria influye en las normativas, como explica aquí el dietista-nutricionista Juan Revenga, y que las corporaciones alimentarias utilizan técnicas muy depuradas para influir en las decisiones políticas en materia de regulación sanitaria, como analiza en este trabajo el investigador Miguel Ángel Royo-Bordonada.
La conducta de los padres ejerce una enorme influencia sobre los hijos. Por eso, dar ejemplo es uno de los consejos más enunciado por sanitarios y divulgadores en Salud Pública. Por otro lado, factores estresantes de los progenitores, como la separación, una enfermedad mental, el estado laboral y los problemas económicos, están directamente asociados con el riesgo de obesidad de un niño.
La conducta de padres e hijos también está muy influenciada por poderosos y gigantescos factores, entre los que se puede destacar la publicidad de productos insanos dirigida a niños. En el artículo del doctor en Ciencia y Tecnología de los Alimentos Miguel A. Lurueña, titulado ‘No dejes que la publicidad alimente a tus hijos‘, se detallan los mecanismos que subyacen a la hora de diseñar la publicidad de productos ultraprocesados, en los que se incluyen con frecuencia personajes infantiles y llamativas alegaciones de salud muy visibles en los envases que intentan maquillar como sano un producto insano, alegaciones fácilmente creíbles por los pequeños, adolescentes e incluso sus padres.
Sabemos por diversos estudios que si no existiera este tipo de anuncios, la obesidad infantil se vería reducida en un tercio. Son notorios también los mensajes engañosos como: «Consume con moderación este producto y lleva una vida activa y saludable».
¿Qué sucede con los sanitarios que cuidan la salud de los pequeños?
En una encuesta realizada entre 2.258 médicos de todo el mundo en el 2015, casi el 70 % responsabilizaba principalmente a los padres de la obesidad de los niños. Sin embargo, para muchas familias, los pediatras son los primeros sanitarios en consultar a la hora de saber el estado de salud de los hijos, por lo que su papel para prevenir la obesidad infantil es fundamental. A la luz de los resultados de los últimos 20 años, está claro que se podía haber hecho algo mejor, como se comenta en este trabajo publicado por la Asociación Española de Pediatría de Atención Primaria (AEPap).
Los sanitarios, en general, deben invitar a los padres a ser modelos saludables, aunque ya sepan cuáles son las actitudes en los hábitos de vida y qué alimentos insanos evitar, además de exhortar al cambio mediante un impulso en la motivación. Tienen que avisar de los contratiempos que surgirán en el camino e informar de la existencia de recursos comunitarios que podrán ser de inestimable ayuda: becas para hacer deporte, consultas con psicólogo, vales para comprar frutas y verduras con descuento, etc.
Es aconsejable que los profesionales estén bien formados para explicar con empatía la situación, pues muchos padres no son capaces de ver, sobre todo cuando el niño es de corta edad, el sobrepeso o la obesidad (no siempre la línea de separación es nítida). Así lo comentan en este artículo, donde afirman que el 70 % de los padres no perciben bien el exceso de grasa en sus hijos. No obstante, hay estudios en los que se comprueba que los sanitarios también cometen errores al no apreciar el exceso de grasa en los menores por falta de formación o el uso de gráficas no adecuadas.
En realidad, debemos admitir que los niños se ven «acosados» por el entorno obesogénico que los rodea: decenas de anuncios en televisión, Internet, vallas, calles, museos, librerías, cantinas de colegios; regalos y ofertas en paquetes de cereales azucarados y en cadenas de comida basura; celebraciones de seis o siete cumpleaños por mes y elaboración de galletas o bizcochos «caseros» ya en etapas preescolares, fiestas familiares, celebraciones de eventos deportivos; salidas a restaurantes con una frecuencia jamás vista y con porciones exageradas de alimentos; tiendas pequeñas de barrio con horarios muy amplios repletas de comida basura y bebidas insanas; imposibilidad de adquirir alimentos saludables en estaciones, aeropuertos, centros deportivos y académicos (y cuando los hay, tienen un altísimo coste).
Así, lejos de culpar a los padres como principales responsables del exceso de grasa de sus hijos, la ciudadanía debería actuar a múltiples niveles, denunciando las prácticas de márketing de productos insanos y exigiendo a los políticos decisiones valientes que de verdad favorezcan la Salud Pública, y no los intereses económicos de las corporaciones alimentarias.
En este trabajo del dietista-nutricionista Julio Basulto se enumeran 10 peticiones al Gobierno para prevenir el exceso de peso infantil, y en ninguna de ellas aparece, ni por asomo, nada relacionado con la conducta de los padres, dando a entender que los factores implicados en el tema son de tal magnitud que el esfuerzo que deben hacer las familias para contrarrestar el influjo de la poderosa industria alimentaria es poco menos que titánico.
La intersección entre la obesidad y las clases más desfavorecidas, como hemos visto al principio del artículo, es una responsabilidad de justicia social que deberíamos afrontar en un contexto comunitario, y no como un esfuerzo exclusivamente individual o familiar, pues exige cambios estructurales.
En definitiva, comer saludablemente no tendría que costar esfuerzo y debería constituir la conducta habitual en el día a día. Tampoco habría que gastar ingentes cantidades de dinero en campañas ineficaces que repiten una y otra vez los mismos mantras, sino que comer sano tendría que ser sencillo, normal, habitual, económico y constituir un modo de conducta inconsciente. Es decir, debería permitirnos reservar nuestra energía mental -que no es ilimitada- para planear actividades como la educación de nuestros hijos, la lectura, el juego, el aprendizaje de cómo tocar un instrumento y las excursiones a la naturaleza, o en mejorar las relaciones entre los miembros de las familias y entre las amistades de nuestros círculos más cercanos.