Los espárragos constituyen un buen ejemplo de cómo un mismo alimento puede variar -y mucho- según el modo en que se cultive, prepare y conserve. ¿Verdes o blancos? El color no es la única diferencia ni la más importante. A continuación contamos algunas curiosidades de este vegetal que, si bien se encuentra todo el año (tanto fresco como envasado), inicia en marzo su mejor temporada.
Diferencias entre espárragos blancos y verdes
Pariente de las cebollas y los puerros, el espárrago es el tallo tierno de la esparraguera. Pero ¿por qué unos ejemplares son verdes y otros blancos? La respuesta está en el tipo de cultivo. Si los espárragos crecen al sol, generan clorofila, el pigmento que los «pinta» de verde como a tantos otros vegetales. Si, en cambio, se cultivan tapados y protegidos de la luz solar, no necesitan generar clorofila y, en consecuencia, quedan blancos. Es decir, se trata del mismo vegetal que desarrolla características distintas según la manera en que se produce.
El color es tan solo una parte de las diferencias. También tienen distinto sabor. Los blancos son más suaves y delicados, mientras que los verdes tienen un gusto más pronunciado y recio. Y no solo eso. La delicadeza y la resistencia se extienden, además, a la textura y la duración del alimento. Los espárragos verdes se mantienen frescos y en buen estado durante más tiempo que los blancos. De ahí que no sea tan sencillo encontrar espárragos blancos en fresco, y que la conserva sea su presentación más frecuente.
Y hay algo más en lo que se distinguen unos de otros: el perfil nutricional. Los espárragos, en general, son un alimento muy poco calórico y magro, rico en agua y en nutrientes muy beneficiosos para la salud, como la fibra o el ácido fólico. También contienen ácido asparagúsico, una sustancia que se transforma en metanetiol cuando la consumimos, y que es la responsable de ese olor tan fuerte que desprende nuestra orina después de haber comido espárragos. Pero, si bien comparten estas similitudes, también presentan diferencias. Los valores de algunos nutrientes, como se ve en la tabla, no son los mismos.
Imagen: CONSUMER EROSKI
Eso sí: unos y otros son muy apreciados en la cocina, admiten muchos usos y comparten un destacado valor gastronómico. Algunos, como los espárragos de Navarra o los de Huétor-Tájar, gozan incluso de Indicación Geográfica Protegida (IGP).
Cómo elegir bien los espárragos
Cuando los compres frescos, elige los que tengan el tallo recto y firme, las puntas cerradas y compactas y un color uniforme. Los espárragos delgados no son necesariamente más suaves que los gruesos, y tanto unos como otros pueden tener un exquisito sabor. Si no los comerás en el momento, envuélvelos con un paño húmedo e introdúcelos en la nevera. Así durarán hasta tres semanas, aunque con el paso de los días se irán poniendo más duros.
¿Y para cocinarlos?
Los espárragos verdes (o trigueros) son estupendos para hacer a la plancha y combinar con platos de carne, pescado, arroz, pasta u otros vegetales. También se pueden preparar sofritos y acompañarlos con huevo, champiñones y jamón, ya sea en revueltos o con huevos al plato. Quedan deliciosos fritos, asados y gratinados, si bien la manera más habitual de cocinarlos es a la brasa o a la plancha con unas gotas de aceite y sal gruesa.
Los espárragos blancos frescos se preparan de un modo distinto. Primero, se pelan desde la punta hasta la base. Luego, se atan en manojos, intentando que tengan un tamaño similar entre sí. Después, se envuelven con un paño y se colocan verticales en una olla alta con agua hirviendo, un poco de azúcar y sal, y unas gotas de limón, dejando las yemas fuera del agua. Una vez cocidos, se dejan enfriar en el caldo de cocción. Al escurrirlos, conviene rociarlos con zumo de limón para evitar que se oscurezcan. Quedan muy bien para comer fríos, como entrante, aliñados con aceite de oliva virgen o alguna salsa, como alioli o mayonesa.
¡Aprovéchalos de la raíz a la punta!
Los espárragos frescos no son igual de tiernos a lo largo de todo el tallo: cuanto más avanzamos hacia la parte inferior, resultan más fibrosos, leñosos y difíciles de masticar. Por ello, muchas veces se desecha esta parte del alimento. Sin embargo, estos trocitos nos ofrecen grandes posibilidades gastronómicas y no hay por qué desperdiciarlos. Si los hervimos, podemos preparar con ellos cremas y sopas, gustosos caldos para hacer arroces y también pasteles y otras recetas de horno (como una lasaña o un pudin de verduras).