¿No les resulta cada vez más complicado hacer la compra? Una actividad metódica y básica como es ir al mercado a surtir la despensa de alimentos, con el fin de poder diseñar y preparar menús equilibrados y saludables, se puede convertir en un auténtico quebradero de cabeza. Y es que, si queremos saber con seguridad y garantía lo que estamos comprando, necesitamos dedicar un buen rato a analizar las etiquetas de los alimentos que adquirimos, sin que ello, por supuesto se convierta en una obsesión.
Revisar el etiquetado de alimentos
Cada vez son más las personas sensibilizadas con temas de alimentación y nutrición que se preocupan de conocer con más detalle cualquier aspecto relacionado con su dieta, porque saben con certeza el vínculo tan estrecho que existe entre lo que comen y su estado de salud. Hay quienes consideran que llevar una dieta equilibrada y saludable es incompatible con los tiempos que corren, donde la falta de tiempo y la inexperiencia culinaria, son dos inconvenientes a la hora de llevar a cabo numerosas tareas vinculadas con la alimentación: la compra, la preparación de los alimentos, la planificación de menús…
En este sentido, los avances tecnológicos aplicados a la industria alimentaria hacen posible que en los últimos años haya surgido infinidad de productos ya preparados y listos para su consumo, u otros que requieren una preparación culinaria muy sencilla para ser degustados, con el fin de facilitar la vida al consumidor actual.
Sin embargo, dada la enorme la variedad de alimentos y productos que tenemos a nuestro alcance, a veces nos resulta complicado escoger, en parte porque desconocemos los efectos que puede tener uno u otro producto para nuestra salud.
Dedicar unos minutos a leer la etiqueta de los alimentos es una tarea necesaria, que sería conveniente convertir en un hábito. Las etiquetas de los alimentos aportan una información muy útil para el consumidor que le permite, además de conocer las principales características de los productos que ingiere, hacerse una idea aproximada de la relación entre el precio y la calidad del alimento en cuestión.
Revisar el etiquetado es la única manera de conocer con seguridad los ingredientes que lleva el producto elegido: la lista de ingredientes aparece por orden decreciente a su peso, incluidos los aditivos, dato interesante para poder compararlo con su equivalente de otra marca y de menor precio.
Se podrá comprobar, por ejemplo, como algunos quesos de oveja usan también leche de vaca o de cabra; como en algunas menestras, el ingrediente principal es la patata, en lugar de otras verduras propias de este plato? Asimismo, en un vistazo verificamos la fecha de caducidad o consumo preferente, para evitar sorpresas indeseables, además de conocer el tratamiento al que ha sido sometido el producto (congelado, ahumado, etc.), el contenido neto, las condiciones especiales de conservación o el modo de empleo, entre otros datos.
En ocasiones, si el producto está conservado en un envase opaco, nos dejamos llevar por la imagen del envase, que nos muestra un producto muy apetitoso, y la sorpresa nos la llevamos cuando comprobamos que el contenido real del producto poco tiene que ver con la ilustración.
Los alimentos, uno por uno
Cuando uno se pone frente a la estantería de los yogures o de las leches, puede pasarse más de media hora para visualizar toda la oferta que existe de este tipo de productos. Conocer algo más de todos los alimentos nos ayudará a ser más críticos a la hora de hacer la compra, con el fin de no dejarnos seducir siempre por los mensajes publicitarios.
Elegir los yogures
El yogur es un producto que procede de la leche, a la cual se le inoculan ciertos microorganismos (Streptococcus thermophilus y Lactobacillus bulgaricus, los más comunes) que fermentan la leche, dando lugar a la leche fermentada o lo que es lo mismo, el yogur. Hoy en día, existen leches fermentadas que incluyen otras bacterias (Lactobacillus casei imunitass, Lactobacillus acidophilus 1, Lactobacillus casei shirota, Bifidobacterium bifidus?), por lo que resulta muy complicado elegir entre uno y otro, y además, la diferencia de precio entre algunas variedades es notable.
En este sentido, y para tranquilidad del consumidor, cabe decir que un buen número de estudios clínicos ha demostrado que todas las bacterias lácticas ejercen similares acciones saludables en el organismo: equilibrar la flora intestinal y potenciar nuestro sistema de defensas o inmunológico. De manera que la elección de uno y otro se ha de basar más en las características organolépticas (color, cremosidad, sabor?) que en las nutricionales.
Las leches enriquecidas en calcio y vitaminas A y D, entre otras
Generalmente estos productos van acompañados de mensajes relativos a favorecer un adecuado crecimiento y desarrollo durante la gestación y la infancia. El lanzamiento de estos productos en la gama desnatada y semidesnatada se ha impulsado por una normativa comunitaria que recomienda restituir las vitaminas liposolubles (A y D) que la leche pierde al eliminar la grasa.
La leche, junto con los derivados lácteos, destaca por su elevado contenido en calcio, mineral imprescindible para la formación y el mantenimiento de una masa ósea y unos dientes fuertes y sanos. No obstante, respetando la cantidad diaria recomendada de lácteos tradicionales se puede cubrir satisfactoriamente los requerimientos de este mineral, sin necesidad de recurrir al consumo de estos productos o similares.
¿Aceite vegetal?
Numerosos alimentos procesados llevan aceites u otras grasas entre sus componentes, puesto que son ingredientes imprescindibles para la obtención del producto final. El problema lo tiene el consumidor, que no siempre conoce el tipo de grasa que llevan añadidos los productos, ya que muchas marcas no indican el tipo de grasa que utilizan en su elaboración. Se limitan a indicar entre los ingredientes, el término “grasas o aceites vegetales”, que confunde al consumidor ya que éste lo asocia con beneficios para la salud, y detrás de este mensaje esconden grasas perjudiciales para la salud cardiovascular, como son las grasas saturadas, abundantes en el aceite de coco y de palma (también grasas vegetales). El exceso de grasa saturada aumenta los niveles de colesterol en sangre. Interesa por tanto, revisar la etiqueta de los productos y elegir, siempre que sea posible, aquellos en los que se especifique el tipo de aceite utilizado (oliva, girasol, maíz, soja, etc.).
Sin colesterol
El mensaje “sin colesterol” es una frase que acompaña la etiqueta o la publicidad de numerosos productos, y el consumidor lo asocia a un género más saludable. El colesterol es una sustancia que se encuentra única y exclusivamente en los alimentos de origen animal, y por tanto, en los productos que incluyan entre sus ingredientes alimentos de origen animal (mantequilla, nata, manteca, carne, huevo, yema de huevo, pescado?). La práctica de incluir el mensaje “sin colesterol” en productos elaborados con ingredientes vegetales (y por tanto sin colesterol por naturaleza), como el pan de molde, biscotes, conservas vegetales, salsa de tomate e incluso aceites vegetales, es relativamente habitual. Con ello, se confunde más si cabe al consumidor, que elegirá muchas veces dicho producto porque lo considera más saludable. Por ello, es imprescindible revisar la lista de ingredientes de un producto.
La locura de los alimentos light, ligeros o aligerados
No todos los productos que llevan el calificativo de “light”, “ligero” o “aligerado” que se encuentran disponibles en el mercado son tan “light” como parecen.
No existen especificaciones legales respecto a ellos, aunque según un acuerdo elaborado por expertos de la Comisión Interministerial para la Ordenación Alimentaria (CIOA) de 1990, los requisitos que deberían cumplirse, para calificar un alimento como light, serían: que existan productos de referencia en el mercado (por ejemplo, leche entera y leche desnatada, mermelada y su homóloga light?), que la reducción del valor energético sea como mínimo del 30% respecto al producto de referencia y que en el etiquetado, además de mencionar el porcentaje de reducción de calorías, aparezca su valor energético (por 100 g ó 100 mililitros) y el del producto de referencia, incluyendo si se desea, el valor energético por porción.
La reducción en el aporte de calorías de los productos light se realiza disminuyendo la cantidad de hidratos de carbono o sustituyéndolos por edulcorantes, o bien disminuyendo el aporte de grasas o empleando sustitutivos de grasas. Sin embargo, no todos cumplen con las especificaciones mencionadas, y por lo general, son productos más caros. Por ello, es muy importante revisar siempre el etiquetado nutricional de dichos productos, y asegurarse al comparar uno normal y su equivalente light, que la reducción calórica es importante. Entre los productos light que encontramos hoy día en el mercado destacan: leche y derivados lácteos, fiambres, jamón york, patés, mayonesa, margarina, cacao en polvo, refrescos, mermeladas, caramelos, patatas fritas, etc.
Las variedades sin azúcar
Galletas, mermeladas, caramelos y un largo etcétera, son los productos que llevan la leyenda “sin azúcar añadido”, por lo que el consumidor cree con seguridad que se trata de un producto menos calórico. Esto es así cuando se emplean edulcorantes sin calorías (sacarina, aspartame, ciclamato, acesulfame). No ocurre lo mismo si el producto lleva fructosa, un tipo de edulcorante, en lugar de sacarosa. La fructosa produce escasos efectos en el nivel de glucosa en la sangre y no estimula la secreción de insulina. Esta es la razón por la cuál las personas diabéticas pueden consumir alimentos con fructosa. No obstante, la fructosa aporta las mismas calorías que la sacarosa, y por tanto, el producto con fructosa tiene las mismas calorías, o incluso más que si llevara sacarosa o azúcar. No lo olvidemos.
El valor de los alimentos integrales
El consumidor, asocia en muchos casos y de manera equivocada, los productos integrales como elementos más saludables y menos calóricos, en gran medida, por la leyenda que acompaña la etiqueta o el mensaje publicitario, tales como “integral, 100% natural”… Es cierto que un alimento integral es aquel en cuyo proceso de elaboración se ha utilizado la harina o los cereales completos (sin refinar), y por este motivo, conserva mayor cantidad de vitaminas, sales minerales y fibra, si bien el valor calórico es similar (y en algunos casos superior) respecto a su equivalente normal.
El término integral debe hacer referencia única y exclusivamente al mayor contenido de fibra de un producto, y sin embargo, en ocasiones, se utiliza como sinónimo de “saludable”, “natural”, hecho que confunde al consumidor. Por ello, es fundamental leer con detenimiento las etiquetas y comparar productos de distinta naturaleza y diferente marca, con el fin de asegurarnos que efectivamente, la cantidad, en este caso, de fibra es superior respecto a su equivalente normal (o refinado).
Los alimentos «casi» preparados
El ritmo acelerado de vida actual y la incomodidad en la preparación de ciertas comidas son razones que mucha gente esgrime para justificar la ausencia en su dieta de alimentos que se consideran básicos dentro del patrón de dieta equilibrada, como son los vegetales frescos, las legumbres y el pescado.
En este sentido, y con el fin de facilitar la vida al consumidor, la industria alimentaria ha creado infinidad de productos ya preparados (conservas, congelados, productos de cuarta gama?), listos para su consumo o que requieren una preparación culinaria muy sencilla para ser degustados (basta con calentar y listo). Pero elegir uno u otro no es tarea fácil si se ignoran ciertos aspectos dietéticos que se tratan de aclarar a continuación.
Elegir conservas vegetales, con el fin de introducir las verduras o las legumbres en la dieta, es evidente que resulta muy práctico y rápido, al estar el plato elaborado. El inconveniente se presenta cuando el uso de este tipo de productos se convierte en un hábito y se elige con frecuencia las conservas vegetales que ya vienen compuestas, en lugar de aquellas que están simplemente cocidas y conservadas en agua y sal. Las primeras, aunque pueden resultar más sabrosas, también son más calóricas, más grasas y con más sodio, si incluyen alimentos de origen animal (chorizo, morcilla, tocino), ingredientes habituales en su elaboración, aunque no tanto, si combinan vegetales.
Los alimentos precocinados son un recurso fácil para los que tienen prisa o para quienes no son habilidosos en la cocina. Además, la lista de este tipo de productos es cada vez más amplia (lasaña, canelones, sopas, puré de patatas, ensaladas, croquetas, empanadillas, menestras, paellas?). Es indudable que la posibilidad de hacer una sopa en tres minutos, o una paella en diez, sin manchar apenas cazuelas o muebles de cocina, es una idea más que tentadora; pero la prisa no siempre es buena consejera de una alimentación equilibrada y saludable.
Lo cierto es que estos productos no son los más indicados para consumirlos habitualmente. La dificultad para identificar, en cantidad y calidad, los ingredientes que componen el producto y los cambios en el valor nutritivo entre unas partidas y otras, son algunos de los inconvenientes que presentan. Además, por lo general resultan más indigestos, con mayor contenido en sodio, condimentos y grasas, y más calóricos que sus equivalentes elaborados en casa, donde conocemos el tipo y la cantidad de ingredientes utilizados. Por tanto, se aconseja consumir los productos precocinados de forma ocasional y no como base de la dieta.
Los productos ultracongelados de distinta naturaleza (verduras, pescados, legumbres?) son una opción acertada para conseguir variar la dieta al máximo. En general, la congelación y la ultracongelación son los métodos de conservación que provocan menos alteraciones en el producto, es decir, éste mantiene prácticamente inalterables las cualidades nutritivas respecto al producto original. No obstante, a la hora de adquirir un congelado, hay que tener en cuenta una serie de consideraciones, con el fin de no romper la cadena de frío que altere la calidad nutritiva, higiénica y organoléptica del producto: escoger el alimento a última hora, momentos antes de pasar por caja o justo antes de volver a casa, utilizar bolsas isotérmicas y una vez en el hogar, conservar el producto en frío (refrigerado o congelado según el uso que se le vaya a dar).
Con la reciente aparición en el mercado de los denominados productos de 4ª gama, ya no nos sirve cualquier excusa para eliminar de la dieta los alimentos frescos. Se trata de verduras y hortalizas, frescas, troceadas, lavadas y envasadas, listas para consumir o cocinar. Son productos que ahorran tiempo al consumidor en la preparación de los alimentos frescos, son cómodos y teniendo en cuenta el alimento de que se trata, muy nutritivos. La caducidad de estos productos alcanza los 7-8 días y necesitan conservarse siempre refrigerados, desde su recolección hasta su consumo, para poder mantener su calidad inicial.
El papel de los aditivos en los alimentos
Si revisamos los productos que compramos, podemos comprobar que más de dos terceras partes de los productos que consumimos contienen aditivos alimentarios. Los aditivos alimentarios son un recurso más de la tecnología alimentaria, y facilitan la disponibilidad de productos alimentarios durante cualquier época del año para un gran número de consumidores y en muchas ocasiones a bajo coste.
Cada uno de ellos destaca por sus funciones específicas. Así, los aditivos conservadores (antimicrobianos y antioxidantes; van desde el E200 hasta el E399) son necesarios en muchos productos ya que protegen contra el ataque de microorganismos, o evitan que se deteriore su calidad nutricional y organoléptica (contenido vitamínico, graso, color?), por lo que aumentan su vida útil.
Ocurre algo semejante con los estabilizantes y emulsionantes, usados para mantener la emulsión de agua y grasa, o para poder elaborar mezclas de agua con grasa, cuando de forma natural resulta imposible. Y con los espesantes o gelificantes, que aumentan la viscosidad o espesan los alimentos. Según qué productos no podrían existir sin la presencia de estos aditivos.
Existen otros -colorantes, edulcorantes, saborizantes o potenciadores del sabor- cuyo uso es más controvertido, puesto que muchos de ellos no son realmente necesarios, aunque el fabricante, en muchos casos, los añade por demanda del propio consumidor. Los colorantes se añaden a los alimentos para mejorar su aspecto y hacerlos más apetecibles, o para reemplazar pérdidas de color que a veces se producen durante el proceso de elaboración de algunos alimentos. Por ejemplo, en yogures y helados de sabor a frutas, el saborizante no tiene color, pero el consumidor exige que un yogur o helado de fresa sea de color rosa, etc.
Los edulcorantes se emplean en ocasiones como sustitutos de la sacarosa (azúcar). Algunos no aportan calorías ni aumentan los niveles de azúcar en la sangre (glucosa), por lo que son útiles en dietas de control de calorías y azúcar. Los potenciadores del sabor cada vez se utilizan más como aditivo en productos elaborados, proporcionando sabores fuertes y concentrados. Los aditivos alimentarios son uno de los grandes descubrimientos que han posibilitado no sólo avanzar en la conservación, sino conseguir mejoras en el proceso de elaboración de los alimentos, modificar sus características organolépticas (las que se aprecian mediante los sentidos) para crear nuevos productos que de forma natural no podrían obtenerse.
Es tarea del consumidor comparar entre distintos productos, comprobar la presencia o ausencia de aditivos, sabiendo que muchos de ellos son innecesarios, y en consecuencia elegir el producto que más le satisfaga.