En los últimos tiempos uno de los planteamientos dietéticos más populares al que se le está prestando más atención es el que hace referencia al índice glicémico (o glucémico) de los alimentos. Ello atiende a los resultados de diversas investigaciones que han comprobado cómo el hecho de seguir una dieta en la que se elijan, de entre los alimentos hidrocarbonados, los de menor índice glicémico, da mejores resultados a la hora de perder peso.
Diversas publicaciones se hacen eco de tablas de índice glicémico de los alimentos. En general, aunque con algunas variables, se considera que los alimentos de bajo índice glicémico, como algunas frutas, verduras y cereales integrales, liberan la glucosa de manera gradual a la sangre. Mientras que alimentos con alto índice glicémico, como el pan blanco y la pasta no integral, producen una respuesta más rápida en los niveles sanguíneos de glucosa y tienden a asociarse con frecuente sensación de hambre, lo que conduce a una mayor ingesta de alimentos.
Dieta y control de carbohidratos
Los hidratos de carbono (carbohidratos o glúcidos) constituyen la principal fuente de energía de la dieta humana. Las recomendaciones de consumo originales de hidratos de carbono se estimaron en proporción a los requerimientos energéticos totales, en equilibrio con los requerimientos de proteínas y de lípidos. Esto dio paso al concepto de dieta equilibrada, que es aquella que aporta variedad de nutrientes en las proporciones saludables que corresponden al 50%-55% de hidratos de carbono del total de calorías de la dieta, el 15% proteínas y 30%-35% grasas.
Respecto a los hidratos, se parte de la idea general de que no todos los carbohidratos son iguales; los simples (monosacáridos y disacáridos) y, por tanto, los alimentos que los contienen (azúcar, miel, leche, fruta, zumos, dulces o refrescos) se asociaban a un incremento de la glucemia en general más rápido y mayor que con los hidratos complejos (polisacáridos).
Cuando se toma un alimento rico en carbohidratos, los niveles de glucemia aumentan de manera progresiva según se digieren y se asimilan
Pero no es hasta finales del siglo pasado, en la década de 1980, cuando se comienzan a estudiar los efectos biológicos de los carbohidratos sobre la salud humana en la población general, así como en grupos con requerimientos especiales como la diabetes, dislipemias y obesidad. Surge entonces un nuevo concepto, el índice glicémico, IG, de la mano del equipo de David Jenkins de la Universidad de Toronto, en Canadá. Se trata de una medida que ha servido para clasificar los alimentos -ricos en carbohidratos- que consumimos con respecto a cómo afectan a la glucemia, es decir, a los niveles de glucosa en sangre.
Cuando tomamos cualquier alimento rico en carbohidratos, los niveles de glucemia aumentan de manera progresiva según se digieren y se asimilan, y esto depende, tal y como se ha comprobado, del IG de los alimentos. Este índice se mide comparando el incremento de la glicemia inducido por un alimento aislado, en condiciones isoglucídicas (50 g hidratos de carbono), con el inducido por un alimento de referencia, siendo los más utilizados una solución de glucosa pura o el pan blanco (IG = 100), considerados como estándar.
Su determinación se realiza midiendo la glicemia postpandrial (después de comer) durante un lapso de dos a tres horas. Con estos resultados, los alimentos se clasifican en tres categorías: IG alto, igual o mayor de 70; IG intermedio, de 56 a 69; e IG bajo, de 0 a 55. A partir de ahí, diversas publicaciones se hacen eco de tablas de IG de los alimentos. Por ejemplo, se consideran alimentos con IG medio o bajo (menor de 69): sacarosa, fructosa, arroz integral, patatas, legumbres; y alimentos con IG elevado (mayor de 69): glucosa, maltosa, pan blanco, puré de patatas, arroz blanco, entre otros.
Los investigadores también descubrieron que los distintos alimentos, independiente de su contenido total en carbohidratos, presentaban una diferente proporción de carbohidratos simples y complejos. Pero, por el momento, aunque numerosos estudios han dado suficientes resultados positivos para sugerir que el IG de la dieta es un aspecto de importancia relevante en el tratamiento y la prevención de enfermedades crónicas como la obesidad, la diabetes y las dislipemias, desde hace 20 años, su uso clínico sigue siendo debatido y se siguen encontrando incongruencias en los datos.
Hay autores que señalan problemas metodológicos relacionados con los indicadores para evaluarlo y encuentran evidencias insuficientes para afirmar los beneficios de su aplicación sobre la salud a largo plazo.
Las limitaciones del índice glicémico
En 2006, Antonio Arteaga Llona, que dirige el Departamento de Diabetes, Nutrición y Metabolismo de la Facultad de Medicina de la Pontificia Universidad Católica de Santiago de Chile, publicó un artículo en el que analizaba de manera rigurosa la información clínica y epidemiológica reciente y relevante por la calidad de los estudios, acerca de la relación entre IG con el manejo de la diabetes, obesidad y patología cardiovascular.
Llegaba a la conclusión de la controversia de su uso parámetros. Arteaga recoge una serie de razones que explican la controversia de uso eficiente del IG en el manejo tanto de la diabetes mellitus como de la obesidad: «La gran variabilidad de la respuesta en la misma persona y entre individuos no toma en cuenta la cantidad de glúcidos del alimento, la asociación con otro alimento en la dieta mixta cambia los resultados, existe falta de estandarización de la técnica y se emplean diferentes estándares de referencia».
Arteaga Llona también informa de que existen evidencias de que el IG de un alimento depende de una serie de factores físicos y químicos como el grado de procesamiento (molienda y congelación), la aplicación culinaria (calor, agua y tiempo de preparación), el tipo de almidones (amilosa y amilopeptinas), el contenido de fibra, el contenido de grasas y la acidez (utilización de vinagre y jugo de limón). Y no sólo depende del tipo de hidrato de carbono simple o complejo que abunde en el alimento, tal y como se creía en un inicio.
En 1997, un grupo de investigadores de la Universidad americana de Harvard definieron un nuevo concepto, el de la carga glicémica (CG), que cuantifica el impacto sobre la glucemia de una porción habitual de un alimento con determinado índice glicérico (IG). Al considerar la porción de un alimento, la cual contiene una cantidad determinada de carbohidratos, el marcador se considera más completo. Por ejemplo, la sandía, que en algunas tablas aparece como alimento de alto IG y, por tanto, se estima que aumenta de manera rápida la glucemia, al parecer, y según esta nueva teoría, no lo hace tanto, ya que su carga glicémica es baja.
Esto es así porque, aunque la sandía contiene azúcares simples, la cantidad de estos en la porción de sandía normal que uno puede comer es pequeña, puesto que la mayor parte de su peso es agua. De ahí que, por porción habitual de consumo, la cantidad de azúcares de la sandía no provoque una elevación tal de la glucemia en sangre.