Para que los alimentos mantengan intactas sus propiedades durante más tiempo, se utilizan aditivos autorizados, que cobran importancia creciente en el mercado. Son los llamados coloquialmente «Es».
El consumidor medio desconoce qué sustancias se esconden tras la complicada nomenclatura de letras y números. Tampoco hay por qué preocuparse, ya que existe un estricto control de los aditivos por todas las instituciones desde la Organización Mundial de la Salud (OMS) y la Organización para la Alimentación y la Agricultura (FAO) hasta los gobiernos nacionales y autonómicos.
Si traducimos algunas siglas vemos que responden a sustancias sobradamente conocidas. Por ejemplo, el E-300 es la vitamina C y el E-330 es el ácido cítrico. También hay que tener en cuenta que su uso no es nuevo: los egipcios y los romanos ya utilizaban salitres o colorantes naturales.
Existen cuatro tipos fundamentales de aditivos:
Antioxidantes: retrasan la oxidación que provocan agente como la luz, el aire o el calor. El ácido ascórbico (E-300), más conocido por vitamina C, tiene estas propiedades.
Conservantes: evitan la aparición de moho, putrefacción o fermentación. Inhiben el crecimiento de los microorganismos que producen estos fenómenos. Por ejemplo, el ácido sórbico (E-200).
Potenciadores de sabor: usados frecuentemente en los platos cocinados. El más conocido es el glutamato sódico (E-621), sustancia presente de forma natural en algunos alimentos vegetales y animales.
Correctores de la acidez: limitan o añaden acidez. El más conocido es el ácido cítrico (E-330).
Fuera de esta clasificación encontramos otros como los edulcorantes, espesantes, estabilizantes, emulgentes, gelificantes, antiapelmazantes, etc.