La imitación de modelos es el factor más importante para adquirir conductas y comportamientos dietéticos. Va por delante de otros, como la disponibilidad de alimentos, el nivel socioeconómico, los vínculos emocionales o, incluso, las costumbres que rodean a la cultura del grupo social en el que se vive. Si se tiene esto presente, está claro que los adultos -en especial, los padres y las madres- desempeñan un papel crucial en la dieta de los hijos. Como se recuerda en este artículo, si los progenitores queremos que coman sano, los alimentos que compramos y los consejos que les damos son importantes, pero lo que hacemos y comemos frente a los niños es decisivo.
Dar ejemplo es importante para ofrecer modelos de conducta en los que nuestros hijos, alumnos o amigos puedan tener referencias válidas para seguir o adoptar un estilo de vida saludable, no solo desde el punto de vista nutricional, sino también en cualquier otro terreno en el que nos movamos. Aunque hay bastantes frases célebres que ilustran la idea, la siguiente del escritor, economista e historiador suizo JCL Simonde no es demasiado conocida: «El hombre se instruye por la imitación y se anima por el ejemplo». Donde dice «hombre» leamos «niño» y ya tenemos la frase perfecta para el tema que nos ocupa.
Ofrecer modelos es clave. Sin embargo, es importante subrayar que no serviría de nada alimentarnos de manera muy sana, si para ello instauramos una férrea disciplina en cada comida o generamos un ambiente familiar tenso o repleto de violencia verbal y gestual. No compensa. Nuestros hijos, por encima de todo, han de ser felices. Pero esta afirmación no se debe interpretar como una dejación de nuestra obligación (habitualmente instintiva) de cuidar de su salud y de su integridad física. Si lo hacemos, serán otros quienes, con muy diferentes intereses, se encargarán de proporcionarles referentes alimentarios -casi nunca saludables- mezclados con entretenimiento y diversión, de tal manera que podrán asociar para toda su vida un binomio indeseable: comida (o bebida) basura y felicidad.
Por todo ello, tenemos que esforzarnos en ser un modelo a seguir para nuestros hijos. Si no nos comprometemos en serlo, nuestros pequeños no tardarán en imitar otros, que saben venderse de manera más atractiva y que casi siempre son impuestos por los medios de comunicación. Vendrán, entonces, la ilusión por ir a establecimientos de comida insana, la apetencia por productos sabrosos pero repletos de azúcar y grasas indeseables y el deseo de parecerse a esos personajes infantiles o animalitos humanizados que aparecen en los envases de cientos de productos, en las webs corporativas o en programas de televisión.
Así, los padres, los hermanos mayores, los tíos y abuelos… todos deben ser modelos de conducta para que el ambiente en el que se desenvuelve el niño sea saludable. Es frecuente que cuando los padres están separados, el progenitor que menos tiempo comparte con el pequeño tienda a intentar halagarlo con comidas fuera de casa en las que «se baja la guardia nutricional».
Alimentación infantil saludable: estrategia de largo recorrido
En la infancia, es frecuente que las conductas alimentarias presenten una clara tendencia a la estabilidad temporal y, como dice el dietista-nutricionista Julio Basulto, hay que establecer estrategias a largo plazo, pues los niños imitan siempre lo que ven, ya que no tienen otra manera de aprender.
De este modo, si en casa no hay bollería ni bolsas de patatas fritas, ni zumos ni lácteos azucarados, porque no han sido incorporados al carro de compra, será mucho más sencillo no picar alimentos insanos -ni los menores ni nosotros mismos-, cuando entre horas estamos algo aburridos o aún queda una hora para la comida o la cena. Este intervalo de tiempo, justo antes de que esté preparada la comida, es bastante «peligroso», pues las acometidas de la grelina (la hormona que hace que se sienta hambre) son poderosas y no es complicado caer en picar productos de fácil y rápido consumo, tanto nosotros mismos como, por consiguiente, nuestros hijos.
Comer en familia, sin mirar la televisión o el móvil, es un factor protector de desequilibrios en la ingesta, tanto en calidad como en cantidad, a la hora de alimentarse. No podemos exigir a nuestra prole que no mire pantallas, si nosotros estamos todo el día chateando por WhatsApp, mirando vídeos en YouTube y estando más atentos a los sonidos que anuncian llegadas de mensajes o retuits que a las conversaciones que se plantean en la mesa.
Tampoco funciona obligar a comer fruta o verdura. La manera más efectiva de trabajar este asunto es dejando por toda la casa, en varias fuentes que sean decorativas, fruta apetitosa o frutos secos y comiéndolos a cualquier hora (ni la fruta ni los frutos secos engordan, ni entre horas ni antes ni después de la comida, ni después de la cena), de modo que los niños nos vean de manera diaria, habitual y sin «teatritos» que nosotros la consumimos. Igual sucede con las hortalizas y verduras: coger unas tiras de zanahoria o unos tomatitos cherry debería ser tan normal como beberse un vaso de agua. Tampoco sirve decirle al pequeño que si come zanahorias tendrá una vista de lince o que si come brócoli jamás tendrá enfermedades. Primero porque no es verdad y segundo porque los niños no son tontos; saben que estamos exagerando las virtudes de esos alimentos para inducir una respuesta positiva por su parte.
En definitiva, servir de modelos nutricionales para los hijos en cualquier lugar y circunstancia es la mejor manera de conseguir que, a la larga, el niño se convierta en un adulto que tendrá la comida saludable siempre presente en su esquema de vida, ya que ha sido lo normal y lo que ha visto el 99% de los días en su casa. Pero esto es una tarea colectiva. Como comenzamos el artículo con una reflexión célebre, lo acabaremos con un proverbio africano igual de ejemplar: «Para criar a un niño hace falta la tribu entera».