Con solo seis meses de vida, los bebés distinguen las conductas buenas de las malas y, si se les presentan las dos, se quedan con las primeras. A esas conclusiones han llegado investigaciones recientes, según las cuales también se observa que luego el entorno en el que crecen y su propia maduración les conducen a la empatía y al desarrollo de lo que se puede considerar su propia escala de valores. Este artículo ofrece algunas claves sobre la conformación del sentido moral en los niños, las experiencias que demuestran que ya desde muy pequeños prefieren a quienes se portan bien, la importancia del ambiente y la empatía y los tiempos de los menores.
El sentido moral en los niños
Resulta bastante sencillo de determinar a partir de qué momento de su crecimiento el bebé puede hacer ciertas cosas: desde cuándo gatea o anda, cuándo dice sus primeras palabras, a qué edad comienza a dormir toda la noche del tirón, etc. Otras, en cambio, son bastante más complicadas. ¿Cuándo desarrolla el niño un sentido moral? ¿Desde cuándo distingue el bien del mal?
Según las teorías «clásicas», elaboradas por psicólogos especializados en la infancia como el suizo Jean Piaget y el estadounidense Lawrence Kohlberg, los seres humanos llegamos al mundo sin ninguna clase de sentido moral. Este se desarrolla después en las distintas fases de la maduración de cada persona. En un primer momento las normas se cumplen como algo obligatorio, para obtener una cierta recompensa o evitar un castigo, y luego se incorporan cuestiones como la interpretación de los intereses y necesidad de los demás, el acuerdo, los puntos de vista, etc.
Reconocer al «bueno» a los seis meses de edad
Sin embargo, hace unos años un estudio puso en tela de juicio tal creencia, ya que descubrió que, con apenas seis meses de edad, los bebés ya efectúan juicios morales acerca del comportamiento de los demás. Es decir, existe una especie de código de ética innato que hace que puedan determinar qué está bien y qué está mal, incluso cuando apenas han comenzado a balbucear sus primeros fonemas.
La experiencia fue liderada por Paul Bloom, experto en psicología infantil de la Universidad de Yale (EE.UU), quien luego, basado en sus investigaciones, publicó el libro ‘Just Babies: The Origins of Good and Evil’ (‘Solo bebés: los orígenes del bien y el mal’, todavía no traducido al español).
En un primer momento, un grupo de bebés de entre 6 y 10 meses contempló un sencillo espectáculo de títeres, en el cual una bola roja intentaba subir una colina. Había otros dos personajes: un triángulo amarillo, que ayudaba a la bola roja a subir, y un cuadrado azul, que causaba problemas y obligaba a la bola roja a bajar. Después, cuando se pidió a los niños que eligieran a su personaje preferido, cuatro de cada cinco eligieron al triángulo amarillo, es decir, al que se había «comportado bien».
Una segunda prueba exhibía ante los bebés a un muñeco con forma de perro que intentaba abrir una caja. Dos osos, también de peluche, intervenían en la acción: uno le ayudaba, mientras que el otro se sentaba encima de la caja para impedir que la abriera. Al igual que antes, los niños se quedaron con el oso colaborador.
Hubo un tercer experimento. Un gato jugaba con una pelota y dos conejos lo miraban. Cuando la pelota se iba lejos, uno de los conejos la recogía y la devolvía al felino. El otro intentaba quedársela para él. La mayoría de los pequeños repitió la elección de las pruebas anteriores: prefirieron al conejo que devolvía el balón al gato. Ante la misma experiencia, bebés algo mayores (21 meses) incluso golpeaban al conejo que se había «portado mal».
El ambiente y la empatía
Más allá de que los menores puedan distinguir comportamientos buenos y malos desde etapas muy tempranas, el entorno en el cual se críen y el ejemplo que reciban de sus mayores resultan claves en la formación de un sentido moral. En palabras del psicólogo infantil Ricardo Jarast, «hay una moralidad primaria innata en el niño», la cual «requiere de un ambiente facilitador para posibilitar el desarrollo armónico de un criterio moral propio».
«Esa provisión ambiental tiende a que el pequeño albergue sentimientos de confianza y creencia en algo», añade Jarast, quien es miembro de la Sociedad Española de Psiquiatría y Psicoterapia del Niño y del Adolescente (SEPYPNA). «Mientras tanto el menor ha tenido que desarrollar una capacidad de preocuparse por el otro, que es la base de la madurez emocional», afirma.
Para esa capacidad de preocuparse por los demás, es fundamental la empatía, es decir, la capacidad de ponerse en el lugar de otras personas. La empatía aparece en el niño alrededor del año y medio de vida y sobre ella tienen gran influencia sus padres, profesores y amigos, como explica Montserrat Conde, experta en psicología de la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED) en este artículo de EROSKI CONSUMER. Empatizar con otros implica reconocer lo que es agradable y lo que no es bueno para los demás, una de las bases sobre las cuales el menor construirá su propia escala de valores, una de las claves de su sentido moral.
A menudo es complicado hablar de conceptos tan generales como el bien y el mal, ya que en ciertos aspectos la subjetividad desempeña un papel importante. Además, los niños tienen sus propios tiempos y hay que saber respetarlos. Compartir, para hablar de un tema en concreto, está visto como un valor positivo: muchos padres se preocupan por enseñar a sus hijos que deben ofrecer lo que tienen para que también lo disfruten sus amigos y compañeros.
Sin embargo, hasta alrededor de los tres años de edad, el pequeño vive una etapa de egocentrismo infantil y todavía no está preparado para compartir sus cosas con los demás. Explica Fernando González Serrano, miembro de la junta directiva de la SEPYPNA, que lo apropiado es que el menor disfrute con intensidad durante esa primera etapa de una relación de apego con su madre y otras personas. Esto le proporcionará “un sentimiento de seguridad básica y de autoestima” que después le hará más sencilla su adaptación al desarrollo posterior.
El problema que González Serrano observa es el de la escolarización demasiado temprana: niños de dos años que ya son, de alguna manera, “forzados a compartir” y a adquirir otros comportamientos sociales vistos como positivos, pero para los cuales ellos aún no están preparados. Según el especialista, es a partir de los tres años cuando “está mucho más preparado para ir asumiendo los valores sociales, aunque esto no está bien consolidado hasta los cinco o seis”.