En la actualidad se tiende a llenar de actividades programadas las vidas de los hijos: clases extraescolares, deportes y otras prácticas que no son malas en sí mismas, pero que en ocasiones no les dejan tiempo para el juego libre, que tan importante es durante los primeros años de vida. Este artículo explica por qué demasiadas actividades son un problema para los niños, qué efecto tienen sobre la creatividad y la imaginación y cuándo se ejerce demasiada presión y se fomenta una competitividad excesiva en los pequeños. También señala a qué síntomas hay que prestar atención para advertir este problema.
Demasiadas actividades y poco juego libre, un problema para los niños
«Chino para bebés», «violín para bebés», «piragüismo para niños»… La oferta de cursos para bebés y niños parece interminable: se diversifica cada vez más y ya alcanza temáticas casi inverosímiles. Estas actividades extraescolares están pensadas para pequeños que han pasado ya varias horas en la escuela y que además, en muchos casos, al llegar a casa tienen que pasar otro buen rato haciendo los deberes.
¿Es positiva esta tendencia a llenar de actividades a los niños desde muy pequeños? ¿No es mejor dejarles tiempo para el juego libre? ¿Los adultos les presionan demasiado? «Muchos padres no saben, y deberíamos proclamarlo a los cuatro vientos, que la mejor manera de que un niño desarrolle todas sus capacidades cuando es pequeño es a través del juego libre«, afirma la psicóloga Sabina del Río Ripoll, especialista en maternidad y miembro de la Sociedad Española de Psiquiatría y Psicoterapia del Niño y del Adolescente (SEPYPNA).
Con el juego libre, explica Del Río, el menor dispone de sus tiempos y sus propias reglas, aprende a desenvolverse en su medio, pone en práctica sus habilidades, encuentra sus limitaciones y busca las maneras de superarlas. De esta forma, «se irán desarrollando y potenciando todas sus capacidades de una manera natural». La función de los adultos, en este sentido, debería limitarse a proporcionarle «materiales lo menos definidos posibles y un espacio donde el niño pueda jugar libremente y de una forma segura».
Sin juego libre se resienten la creatividad y la imaginación
Las actividades extraescolares no son malas en sí mismas. El problema es cuando son tantas que cansan a los pequeños y no les dejan tiempo para el juego libre. Los niños deberían poder inventarse sus propios juegos con los objetos que tengan a mano: pinzas de tender la ropa, telas, palos, piedras, etc. El problema de que carezcan de esa posibilidad es que «se reduce la capacidad para la imaginación, la fantasía y la simbolización», según reconoce el psicólogo Jordi Artigue, otro miembro de la SEPYPNA. Estos pequeños tienen muchos estímulos en algunos aspectos, pero les faltan en otros. «Si se les pide, ante una hoja en blanco, que se inventen un dibujo, preguntarán qué tienen que hacer -comenta Artigue-. Les cuesta dejar volar la imaginación, se reduce la capacidad creativa y, hasta cierto punto, la exploración natural y la curiosidad«.
El tiempo libre es importante incluso cuando se aburren. En cierta medida, el aburrimiento es beneficioso para los niños. «Muchas veces los adultos nos sentimos responsables de organizarles una agenda formativa y de ocio a nuestros hijos y nos sentimos mal si tienen un minuto libre en el que puedan aburrirse», afirma Del Río. «No nos damos cuenta de que el aburrimiento en los niños también es algo muy necesario para que ellos creen, piensen, fantaseen«.
Artigue, miembro también del Instituto de Psicoanálisis de Barcelona, destaca que las consecuencias de estas prácticas no se aprecian tanto en la primera infancia como hacia los 7-9 años. Es en ese momento cuando se observa que esos niños son dependientes de lo que el adulto les diga o que solo se divierten con una «máquina de jugar», como una consola de videojuegos, el móvil o la tableta.
¿Estamos formando niños demasiado competitivos?
Los expertos opinan que muchas veces los padres, sin darse cuenta, introducen a sus hijos en esa especie de espiral de competencia en la que ellos mismos se mueven. «Tendemos a comparar el desarrollo de nuestros niños con los de nuestros amigos o de sus compañeros de clase», describe Sabina del Río, que también es directora del Centro de Psicología y Especialistas en Maternidad (CALMA). Como consecuencia, añade, «las clases extraescolares se pueden convertir en una maratón en la que involucramos a nuestros hijos sin pensar realmente si les beneficia o puede causar algún perjuicio».
En palabras de José Luis Gonzalo Marrodán, psicólogo clínico y psicoterapeuta infantil y también miembro de la SEPYPNA, «podemos crear seres muy inteligentes y competentes a nivel intelectual, dominados por el hemisferio izquierdo del cerebro, pero muy pobres a nivel emocional, creativo, imaginativo, lúdico, de habilidades empáticas y de relación social, que son funciones más propias del hemisferio derecho». Serían personas adultas con muchos másteres e idiomas, con gran capacidad para competir, pero escasos de habilidades emocionales, de relación, conexión y cooperación con los demás.
Gonzalo Marrodán apunta la importancia vital de satisfacer las necesidades afectivas de los bebés y niños, más allá de las actividades programadas. «Dar clases de chino a un bebé es empezar la casa por el tejado», enfatiza. Lo que los pequeños precisan es que sus padres compartan con ellos tiempo de calidad: juegos, caricias, masajes, comunicación verbal lúdica, contacto piel con piel. De esta forma, el niño interioriza ese afecto, seguridad y límites y «cuando llega a los 3-4 años está preparado para empezar a socializar. El afecto -añade el experto- es el fundamento del resto de capacidades: sin afecto, todo se detiene».
Los niños tienen sus propias maneras de expresar que están estresados o agobiados por una demasiada presión o un exceso de actividades extraescolares. Esos síntomas varían en función de la edad de desarrollo. Gonzalo Madorrán apunta que los más pequeños tienden a exteriorizar los problemas emocionales, de modo que se tornan más hiperactivos, prestan menos atención, sufren de ataques de ira u otros problemas de comportamiento. Los mayores, en cambio, los internalizan: toman forma de ansiedad, depresión, trastornos del sueño, pérdida de apetito, retraimiento o somatizaciones.
“Los niños son bastante claros y expresivos”, señala por su parte Jordi Artigue, quien recomienda observar sus manifestaciones verbales y no verbales. “Cuando un menor insiste en que no quiere ir a una actividad o se muestra rabioso antes o después de ella, nos la deberíamos replantear”, añade. En estos casos, Sabina del Río sugiere que los padres hablen con ellos y les pregunten cómo se encuentran, si están cansados, si tienen algún problema en clase, si disfrutan con las extraescolares…
Una cuestión importante en este sentido radica en el hecho de que, como puntualiza Artigue, “para detectar síntomas hacen falta padres sensibles. Si la familia es fan de las actividades a las que apuntan a sus hijos, difícilmente pueda observarlos”. De ahí la importancia de poder preguntarse, en primer lugar, si el niño no está obligado a practicar demasiadas actividades en su día a día y, luego, de estar atentos a los cambios que manifieste en su comportamiento, para ser capaces de descubrir posibles problemas.