La sordera infantil congénita afecta a 3 de cada 1.000 bebés. No obstante, las secuelas sociales y emocionales que comporta son muy importantes, desde el retraso en la evolución cognitiva a las dificultades en el desarrollo del lenguaje, además de la sensación de aislamiento que experimentan estos pequeños. Su detección precoz es esencial para iniciar el tratamiento y la rehabilitación lo antes posible. España lleva siete años en este empeño y es ahora cuando empiezan a mostrarse los resultados.
Más de 100.000 bebés nacidos en la red de hospitales públicos de Castilla-La Mancha en los últimos seis años se han beneficiado de la Detección Precoz de la Hipoacusia Neonatal, un programa que se lleva a cabo en la mayoría de hospitales españoles. Estos programas de screening auditivo se realizan en todos los recién nacidos desde que en 2003 el entonces Ministerio de Sanidad y Consumo, junto con las comunidades autónomas, aprobara el Programa de Detección Precoz de la Sordera.
El objetivo de esta iniciativa es detectar posibles déficits auditivos en los recién nacidos e iniciar el tratamiento y la rehabilitación lo antes posible para, así, minimizar las secuelas sociales y emocionales que acarrea la sordera congénita: dificultades en la adquisición del lenguaje, retraso en el aprendizaje, la comunicación y la relación social. Además, es importante aprovechar la plasticidad cerebral en esta franja de edad para no dejar pasar un momento vital con el fin de estimular los primeros aprendizajes.
Los resultados obtenidos en los hospitales de Castilla, de los exámenes que se realizan a partir de las 48 horas de vida, muestran que la sordera severa o profunda afecta a tres de cada 1.000 recién nacidos. Una vez que la exploración, tras tres intentos con resultados alterados que se repiten hasta los seis meses de vida, confirma la presencia de hipoacusia, se aplican de manera inmediata pautas para paliar el déficit auditivo: el tratamiento audioprotésico y la intervención logopédica.
Distintos orígenes y grados
Las pérdidas leves no causan alteraciones importantes del lenguaje pero pueden provocar dislalias y dificultades de aprendizaje
Según datos de la Confederación Española de Familias de Personas Sordas (FIAPAS), el 60% de las sorderas infantiles son de origen genético. Éstas pueden desarrollarse a lo largo de la vida (tardías) o en el nacimiento (congénitas). La sordera de nacimiento se asocia también a un bajo peso al nacer o a infecciones perinatales, así como a determinadas anomalías, como el síndrome de Waardenburg (trastorno de la pigmentación), el síndrome de Usher (que implica pérdida auditiva y alteraciones visuales provocadas por Retinitis Pigmentaria), el síndrome Pendreal (patología de la tiroides) o tumores neuronales.
A la sordera que se detecta en los primeros meses de vida se la conoce como prelocutiva, porque se da antes de la adquisición del lenguaje. El grado de la pérdida determinará si es leve, media, severa o profunda, cuando ésta supera los 90 decibelios (dB), según la Clasificación del Bureau Internacional de Audiofonología (BIAP). También hay variaciones en el origen de la sordera, si afecta al oído interno, al externo o medio.
Todos estos factores provocan consecuencias dispares en el desarrollo de la persona y, por tanto, obligan a tratamientos individualizados que garanticen el máximo desarrollo cognitivo, comunicativo y lingüístico posible. Las pérdidas leves de audición no provocan alteraciones significativas en la adquisición y el desarrollo del lenguaje, pero pueden provocar dislalias (incapaz de pronunciar de manera correcta todos los sonidos) y alguna dificultad de aprendizaje. Las pérdidas leves requieren prótesis que minimicen el retraso evolutivo y las dificultades de comprensión. En ocasiones, este tipo de sordera es difícil de detectar y se considera a los pacientes como «desobedientes» o «rebeldes».
Las pérdidas severas deben incluir apoyo logopédico y las profundas implican alteraciones importantes en el desarrollo global del niño, en los que se ven alteradas las funciones de alerta y orientación, la estructura espacio-temporal y el desarrollo social.
Señales que delatan
En muchas ocasiones son los padres los primeros en darse cuenta que el bebé no responde a los estímulos normales a medida que crece. Según la Comisión para la Detección Precoz de la Hipoacusia en recién nacidos (CODEPEH), hay señales de alerta que ayudan a pediatras y progenitores a sospechar de una pérdida de audición. Entre los primeros indicios -hasta que el bebé tiene un año- destacan la falta de reacción o que no se sobresalte ante sonidos fuertes, como la caída de un objeto pesado al suelo o el sonido de una puerta que se cierra de golpe.
También puede ser que el niño no haga ningún sonido o no gire la cabeza cuando sus familiares le hablan, o que deje de balbucear o emita gritos de alta frecuencia a los 6 u 8 meses. FIAPAS añade otros indicios, como no mostrar señales de tranquilidad ante la voz de la madre o no hacer sonar el sonajero si se le deja al alcance de la mano. De los 6 a los 9 meses hay que preocuparse si no responden a su nombre, no vocalizan para llamar la atención, no juegan imitando gestos que acompañan canciones infantiles o no intentan imitar las vocalizaciones de los adultos.
Hay otras señales, como anomalías visibles en las orejas, haber tomado fármacos dañinos para el oído, ingreso hospitalario por alguna complicación como meningitis, falta de oxígeno en el parto, bajo peso al nacer o alguna infección congénita como toxoplasma, rubéola, citomegalovirus, herpes o sífilis.
Según datos de la Comisión para la Detección Precoz de la Hipoacusia, más del 95% de los niños sordos nacen en familias cuyos padres son oyentes. Por tanto, la educación paterna es esencial para el buen desarrollo de un niño con sordera, más allá del tratamiento médico al que puedan estar sometidos. En 2007 la Confederación Española de Familias de Personas Sordas (FIAPAS) publicó, en el “Dossier divulgativo para familias con hijos/as con discapacidad auditiva. Información Básica”, unas sencillas estrategias para facilitar la relación con los pequeños que padecen algún grado de sordera.
Entre ellas destacan llamarles la atención con el tacto y con el contacto visual, así como la necesidad de respetar los turnos para hablar; posicionarse de frente, a su altura y de modo que visualicen bien la boca de quien habla; comunicarse con naturalidad, de forma tranquila, sin gritar y sin vocalizar en exceso; repetir el mensaje tantas veces como sea necesario y simplificar las palabras, y utilizar, si conviene, palabras escritas o dibujos.
La Federación también recomienda aprovechar todos los momentos para la comunicación, desde las comidas a la hora de vestirse; estimularles de manera multisensorial, con abrazos, juguetes para que aprendan palabras y exclamaciones para sus aciertos; mostrar interés hacia sus intenciones comunicativas; no ser rígidos ante sus dificultades comunicativas; explicarles siempre lo que ocurre en su entorno y mostrarles las consecuencias de su comportamiento mediante juegos o con el uso de muñecos.