Todos nacemos con inteligencia emocional, como también con otros tipos de inteligencia (musical, espacial, lógico-matemática…) Y como todas ellas, la emocional también se puede desarrollar. Muchos centros educativos han puesto en marcha de forma voluntaria programas de entrenamiento de las emociones con sus alumnos. Pero ¿y en casa? Las familias no siempre tienen las herramientas para potenciarla. Carmen García de Leaniz, directora del posgrado de Experto en Inteligencia Emocional de la Universidad Internacional de La Rioja (UNIR), nos da las claves para educar a nuestros hijos en las emociones desde el nacimiento.
1. Poner nombre a nuestras emociones
El punto de partida para que nuestro hijo o hija aprenda a reconocer y poner nombre a sus propias emociones es que, como padres o madres, seamos conscientes y expresemos nuestros sentimientos en el día a día: al educarle, en la relación de pareja, en la familia, con amigos… Como referentes, el ejemplo que les demos será siempre el arma más poderosa para inculcarles cualquier valor, habilidad o hábito.
Sin embargo, no todos los padres han tenido progenitores que les hayan expresado sus emociones ni ayudado a reconocer y poner nombre a las suyas. Nunca es tarde. Las familias pueden aprender a reconocer y poner nombre a sus propias emociones en la edad adulta y, aunque nunca lo hayan hecho antes, tanto ellos como sus hijos podrán emprender nuevas conversaciones respecto a cómo se sienten en su relación, en su vida y en otros contextos. Para que un hijo se abra debe existir un vínculo de confianza, es decir, el progenitor debe confiar en su hijo y el menor en su progenitor. Es posible conseguir que un adolescente comience a abrirse a sus padres, si sus padres también comienzan a hacerlo.
2. Tomar la iniciativa y contar lo que sentimos nosotros
Un buen momento para hacerlo es cuando los recogemos del colegio o cuando nos encontramos con ellos al volver del trabajo. Cuando nos reencontramos, solemos preguntar: “¿Qué tal el cole?”. Este es uno de esos momentos importantes en los que necesitamos escuchar a nuestros hijos e hijas para aprovechar las oportunidades que nos brinda la ocasión.
Si logramos que nos cuenten cómo ha sido su día, podemos entrenar el reconocimiento de sus emociones y enriquecer su vocabulario emocional. Después de escucharlos, podemos preguntarles: “¿Y cómo te has sentido en esa situación?”. También podemos ayudarles a poner nombre a sus emociones suponiendo en voz alta cómo se habrán sentido en las situaciones que nos ha contado. Por ejemplo: “Te has debido sentir muy querido o valorado por tus compañeros cuando te han dicho eso” o “te has debido sentir triste cuando tu profesor te ha llamado la atención”.
Imagen: Anete Lusina
Nuestro ejemplo es nuestra arma más poderosa. En este sentido, es muy útil comenzar a contarles cómo ha sido nuestro día y cómo nos hemos sentido, ya que abrimos la puerta a que ellos también puedan expresarse. Por ejemplo: “He tenido una discusión en el trabajo con mi compañero y me siento decepcionado”. En la medida en la que nosotros hablemos con naturalidad de cómo nos sentimos ante las diferentes situaciones que vivimos en nuestro día a día y en nuestras relaciones, será más factible que nuestros hijos nos cuenten qué les ocurre y cómo se sienten.
3. Ayudarle a desarrollar la empatía
Sentimos emociones incluso desde antes de nacer, pero no todos lo hacemos igual. Con pocos meses de edad, los pequeños ya comienzan a notar a diario una montaña rusa de emociones: alegría al jugar con ellos o recogerlos de la guardería, tristeza en las despedidas o cuando pierden o se rompe algo importante para ellos, enfado cuando les quitan sus juguetes… Aprovechar esos momentos para verbalizar en voz alta cómo vemos que se están sintiendo es un punto de partida importante para desarrollar su empatía, ya que si no son conscientes de sus propias emociones, será más difícil que reconozcan las de los demás.
Por otro lado, desde bien pequeños, se puede dirigir la atención del niño hacia los gestos de las caras de las personas que tienen a su alrededor (hermanos, padre/madre, compañeros, primos, niños del parque…), comentar en voz alta cómo se pueden estar sintiendo esas personas y reflexionar conjuntamente por qué pueden estar sintiéndose así.
4. Enseñarle a expresar sus emociones de manera respetuosa hacia sí mismo y hacia los demás
La asertividad es la capacidad que tenemos de comunicarnos respetando al otro y a nosotros mismos. Esta capacidad se puede entrenar desde la etapa infantil. Se puede enseñar al menor a expresar sus emociones y necesidades de una manera respetuosa hacia sí mismo y hacia los demás. Por ejemplo, desde los dos y tres años, los pequeños pueden aprender alternativas para mostrar su enfado sin agredir al otro, diciendo “no me gusta que tires mis juguetes” en vez de etiquetar (por ejemplo, “eres un bruto”). Hay que mostrar al menor cuál es la conducta errónea, qué impacto emocional tiene en otros y cómo puede mejorarla. Por ejemplo, “cuando empujas, molestas a tus compañeros y por ello te pido que vayas más despacio”.
5. Lidiar con la frustración
La frustración es un sentimiento desagradable que experimentamos cuando no conseguimos satisfacer o cumplir un deseo, una ilusión o una necesidad. Es una mezcla de enfado, tristeza y miedo.
El primer paso para enseñar a un niño a superar su frustración es ayudarle a identificar en qué situaciones la siente, naturalizar el sentimiento, ayudarle a expresar lo que le hace sentirse así, tomando conciencia de qué reacción está teniendo y si le ayuda o no a alcanzar sus objetivos. Por ejemplo, si se frustra porque ha perdido en un partido de baloncesto y se observa que se empieza a comparar con otras personas, se le puede preguntar: “Pensar que otros son mejores que tú, ¿te ayuda o te perjudica para lograr tus objetivos? ¿Qué crees que necesitas mejorar? ¿Qué podrías hacer para lograrlo?”.
Si queremos que nuestros hijos superen la frustración, es clave enseñarles que el error forma parte del aprendizaje e inculcarles la creencia de que es una oportunidad para aprender. De esta manera, cuando saquen una mala nota en un examen o cometan algún fallo, en vez de regañarles, podemos ayudarles a reflexionar y animarles a comprometerse con ellos mismos, fomentando ese afán de superación personal.