Nuevos estudios moleculares contribuyen a aclarar la naturaleza y la estructura del programa genético responsable del desarrollo y funcionamiento del «órgano del lenguaje», tal y como sostiene un trabajo realizado por Antonio Benítez-Burraco, investigador de la Universidad de Oviedo.
Habitualmente, el autismo y los trastornos del lenguaje recibían un tratamiento clínico diferencial, al considerarse que presentaban perfiles lingüísticos que variaban considerablemente. Resultados moleculares recientes parecen indicar lo contrario, en particular, para algunos subtipos de autismo.
Esta revisión ha sido publicada en el último volumen de la «Revista de Neurología» y discute los factores genéticos implicados en los trastornos del lenguaje asociados al autismo, cuya alteración parece ser una de sus causas más importantes.
«A partir del análisis molecular de los diversos trastornos cognitivos en los que el lenguaje se ve afectado, como la dislexia, el trastorno específico del lenguaje (TEL) o el autismo, se han identificado diversos genes cuya mutación parece constituir un componente causal de este tipo de afecciones que alteran el proceso normal de adquisición del lenguaje», explica Benítez-Burraco.
La facultad del lenguaje, según el investigador, puede considerarse un «órgano» cuyo desarrollo viene determinado, en buena medida, por un programa de naturaleza genética, de modo que los genes que lo integran, cuando se ven afectados, pueden considerarse factores causales significativos o de riesgo para este tipo de trastornos.
Esta aproximación molecular plantea, en particular, la posibilidad de que existan determinantes genéticos comunes a los trastornos del lenguaje y al autismo. El autismo es un trastorno del desarrollo del cerebro que conlleva la aparición de diversas anomalías durante el crecimiento del individuo, un patrón estereotipado y restringido de actividades e intereses, y una incapacidad para la interacción social y la comunicación recíproca. Salvo excepciones, este desorden congénito se manifiesta en los niños a partir de los 18 meses a 3 años de edad, y estadísticamente afecta a 4 de cada 1.000 niños.