Una viróloga española explicaba hace unos días el prometedor tratamiento frente al coronavirus SARS-CoV-2 que se está probando en el centro público de investigación en el que trabaja, aunque se mostraba cauta sobre la fecha en que podría ser una realidad. Ante esta falta de certeza, una ciudadana expresaba en un foro público su decepción con la aparente falta de celeridad de la ciencia. Esta reacción, aunque humana, es fruto del desconocimiento de los pasos necesarios para crear un medicamento. Te los contamos.
Vivimos días luctuosos e inciertos por un virus que ha alterado nuestra cotidianidad, frente al que la ciencia mundial ha movilizado un enorme volumen de recursos a un ritmo sin precedentes tratando de hallar un remedio. Dejando aparte estas circunstancias excepcionales, el presente artículo describe el itinerario habitual para crear un fármaco, desde que se comienza a estudiar una sustancia hasta que puede dispensarse en una farmacia… si llega, pues la ciencia se desarrolla en el territorio de la incertidumbre.
Todo comienza con la imprescindible investigación básica, que rastrea sustancias o moléculas con potencial para tratar una enfermedad. De manera esquemática y metafórica, se pretende encontrar un compuesto (una llave viable) que pueda unirse a una diana terapéutica conocida (la cerradura deseada) y conseguir abrir o cerrar a antojo la puerta que da acceso a la aparición o desarrollo de dicha enfermedad. Su tasa de éxito es minúscula: de cada 10.000 moléculas estudiadas, 250 logran pasar a la siguiente fase.
Muchas gracias, ratones
Si una sustancia supera la exigente criba anterior, entra a un nuevo escenario: los estudios preclínicos. Aquí se analizan sus efectos y su seguridad en células de laboratorio (in vitro) y en animales con la enfermedad que se investiga (in vivo). Sobre el uso de animales para la experimentación científica, donde destacan los ratones, hemos de saber que es un ámbito estrictamente regulado y que es un paso del que la investigación no puede prescindir (por ejemplo, para identificar un posible efecto cancerígeno del compuesto estudiado), como bien nos han enseñado tragedias del pasado (un caso tristemente conocido en España es el de la Talidomida).
¿Y si todo va bien? Lo normal es que aquí tampoco la cosa vaya tan bien, ya que de aquellas 250 moléculas que entraron por la puerta de los estudios preclínicos salen hacia la siguiente y decisiva fase solo cinco. Además, de media, habrán pasado unos ¡seis años de investigación! desde que todo comenzó, durante los cuales muchos equipos de trabajo habrán hecho lo mejor que su pericia y los recursos disponibles les han permitido.
En realidad, la investigación básica y preclínica constituye una carrera de fondo, en la que los hombres y mujeres que a ella se dedican —en universidades o centros de investigación públicos y privados— casi siempre fracasan. Pero este fracaso es relativo y realmente no es tal, sino una excelente forma de reconducir líneas de investigación y plantear nuevas hipótesis en la gran tarea colectiva que es la ciencia.
Imagen: Tibor Janosi Mozes
Ensayo clínico: la hora de las personas
Superadas las etapas anteriores, nuestro posible medicamento entra en una nueva realidad, mucho más costosa y también larga, pues implica más recursos humanos (cientos o miles de personas, entre investigadores, voluntarios y pacientes) y económicos (decenas o cientos de millones de euros). Y, de media, ¡otros seis años de trabajo! Es la hora de realizar un ensayo clínico, la mejor herramienta de que se dispone para evaluar en personas reales si un tratamiento es seguro y efectivo.
Los ensayos clínicos, que requieren de autorización pública, se dividen en tres fases:
- Fase I (poco a poco): participan entre 20 y 100 personas sanas para probar de manera controlada el medicamento en un organismo humano, vigilando sobre todo su seguridad.
- Fase II (pocos pacientes): participan menos de 100 pacientes (con la enfermedad estudiada) y se profundiza en la eficacia, dosis y efectos secundarios.
- Fase III (muchos pacientes y comparando): participan centenares o miles de pacientes (distribuidos, por ejemplo, en uno o varios hospitales de uno o varios países). Esta fase decisiva necesita un elemento imprescindible: la comparación.
¿Cómo se compara y por qué? Los pacientes se dividen en dos grupos: uno, el grupo experimental, recibirá el fármaco investigado y el otro, el grupo control, recibirá una pastilla inocua (de mentira, un placebo) o un fármaco ya existente. Esto se hace para saber si lo que se está testando supera a no hacer nada (el placebo) o a algo ya disponible (el tratamiento que ya existía). Además, esta comparación no se puede hacer de cualquier manera, tiene que ser aleatorizada y, si es posible, enmascarada.
La aleatorización implica que los pacientes se asignan a un grupo o a otro por azar (como si lanzáramos un dado, pero a través de sistemas informáticos), para evitar que una distribución parcial o «a dedo» pueda sesgar los resultados (por ejemplo, al poner a todos los pacientes con menos probabilidad de superar la enfermedad en un mismo grupo).
A su vez, el enmascaramiento (o ciego) significa que ningún paciente sabrá en qué grupo está, para evitar que ello pueda influir en su comportamiento (por ejemplo, no tomándose el tratamiento que le ha tocado o afectando a cómo valora los efectos que percibe). Idealmente, tampoco los investigadores deben saber en qué grupo está cada paciente, para que sus propias expectativas no influyan en la lectura que hacen de los resultados (por ejemplo, que su confianza excesiva en la sustancia testada les haga minimizar consciente o inconscientemente sus efectos adversos). En cierta manera, se trata de ponérselo más fácil a la objetividad deseada.
La meta, 12 años después
Si todo va bien tras este periplo de más de una década, y el medicamento investigado ha demostrado seguridad y eficacia (los beneficios superan a los riesgos), sus promotores (universidades, hospitales u empresas farmacéuticas) solicitarán el pertinente permiso de comercialización a las agencias públicas reguladoras (en nuestro entorno, la Agencia Española de Medicamentos y Productos Sanitarios y la Agencia Europea de Medicamentos), las cuales, tras la correspondiente rendición de cuentas, darán o no su autorización.
De este modo, aquella molécula prometedora del principio podrá dispensarse finalmente en una farmacia, si así lo prescribe un profesional médico. Cabe añadir que, una vez en el mercado, los medicamentos siguen siendo monitorizados, evaluándose su efectividad o los posibles efectos adversos que puedan hacerse visibles con su uso generalizado entre una gran cantidad de personas.
Se estima que no se han publicado (y, por tanto, no se conocen) los resultados de la mitad de los ensayos clínicos que se han hecho; y, aún más, que los que presentan resultados negativos tienen el doble de probabilidades de no ser publicados que los que presentan resultados positivos. Esto supone un serio problema social, sanitario y económico, además de un conflicto ético, pues, por ejemplo, implica que no pueda asegurarse que las decisiones médicas estén basadas en todas las pruebas que hayan podido ser recabadas sobre un fármaco concreto o que se estén realizando nuevos ensayos con sustancias nocivas o ineficaces.
En aras de una mayor transparencia, en la Unión Europea es obligatorio desde 2014 hacer públicos los resultados de todos los ensayos clínicos en el plazo de un año desde su conclusión. Sin embargo, solo uno de cada tres lo ha hecho, con el añadido de que los promotores no comerciales (como universidades u hospitales) son más incumplidores que los comerciales (empresas farmacéuticas).