En condiciones normales, el cerebro humano consume el 20% del oxígeno que necesita nuestro cuerpo para funcionar. Y ese funcionamiento exige ni más ni menos que el 25% de la glucosa total que precisamos a diario. Pero no sólo de glucosa y oxígeno vive el cerebro. Cada vez está más claro el papel que desarrollan múltiples nutrientes y minerales en el mantenimiento de sus funciones cotidianas. También se percibe cada vez con mayor nitidez cómo una dieta adecuada, o incluso reforzada con determinados compuestos, contribuye a mantener las capacidades cognitivas o a frenar la aparición o el desarrollo de la enfermedad de Alzheimer. La dieta, una vez más, adquiere valor preventivo.
Siempre se ha sabido que, además de la glucosa de donde toma la energía para su correcto funcionamiento, el cerebro precisa de otros muchos compuestos. Bien sea farmacológicamente o bien a través de la dieta, estos compuestos contribuyen a una mejor y más efectiva transmisión de las señales neuronales. Poco se sabe aún, no obstante, acerca de cómo los nutrientes u otros compuestos bioquímicos ejercen un papel protector sobre las neuronas. O, menos todavía, de cómo los distintos factores nutricionales son capaces de activar un gen para que dé una respuesta adecuada. Una respuesta, por cierto, que va mermando con el paso de los años o cuando aparece una patología de carácter degenerativo como la enfermedad de Alzheimer o la esclerosis múltiple.
La pregunta que se formulan los expertos desde hace años es casi obligada: ¿puede la nutrición frenar o prevenir el deterioro de capacidades cognitivas asociada al paso de los años? En caso afirmativo: ¿cuáles son los compuestos ideales y de qué modo actúan?
La pregunta, no por obligada, tiene una respuesta simple. Como se ha visto en años recientes, el beneficio potencial de una nutrición correcta sobre el estado de salud de un individuo depende no sólo de sus componentes sino también de la respuesta individual condicionada por los genes, del metabolismo a nivel molecular y, por supuesto, del estilo de vida. A ello cabe sumar lo que ocurre en el cerebro. Por ejemplo, cómo adquiere la información, cómo la procesa, cómo obtiene el alimento que precisa o qué ocurre cuando se da una situación de deterioro neuronal. Dicho de otro modo: si bien puede darse como cierto de que la dieta también alimenta nuestro cerebro, los mecanismos que rigen este proceso, y por tanto, el conocimiento de cómo mejorarlo, se ignoran en buena medida.
Algo de cerebro y energía
«Cada vez hay más evidencias de que los desórdenes metabólicos aceleran el deterioro de las funciones neurológicas»El mecanismo de acción del cerebro se fundamenta en la capacidad de transmisión de señales eléctricas entre dos neuronas. O mejor, entre los millones de células nerviosas que se alojan en sus distintas capas. Esa capacidad, tal y como se ha visto en los últimos años, puede medirse en forma de pulsos eléctricos y también en forma de demanda de energía.
Hoy se sabe, además, que el paso de información de una neurona a otra exige un consumo de oxígeno y glucosa mayor, por regla general, que entre cualquier otra forma celular de modo que el rendimiento del cerebro como órgano depende directamente del aporte energético global. Dicho de otro modo, a menor aporte energético al cerebro, menor es la capacidad de transmisión neuronal y, por tanto, mayor es la merma de capacidades cognitivas o motoras.
La energía, en forma de glucosa, es captada de la sangre por las células gliales, que la transforman en lactato. La glía bombea el lactato a la neurona para su correcto funcionamiento. En un plano superior, el cerebro integra las necesidades de energía de cada tejido u órgano del cuerpo y da la orden para que se suministren los aportes necesarios en cada caso de forma proporcionada. Cuando todo funciona correctamente, el organismo responde de igual forma. Cuando alguno de estos procesos falla por un motivo u otro surgen disfunciones: obesidad, si no hay una regulación proporcionada de aporte energético, o deterioro físico y cognitivo si las neuronas o la glía carecen de la energía suficiente o se da una muerte celular prematura.
Intervenciones preventivas
Pero no es sólo energía lo que precisa el cerebro para su buen funcionamiento. Sandrine Andrieu, profesora de Epidemiología y Salud Pública en la Universidad de Tolouse y responsable del equipo de investigación sobre envejecimiento en el INSERM, defiende que «todos los nutrientes son necesarios» para su óptimo funcionamiento. «Incluso un pequeño déficit de uno de los nutrientes esenciales puede provocar la pérdida de propiedades en los tejidos cerebrales», aseguró en un reciente encuentro científico celebrado en Lausana (Suiza).
El encuentro, organizado conjuntamente por el Departamento de I+D de la multinacional Nestlé y la Escuela Politécnica Federal de Lausana, centro en el que se desarrolla el mayor experimento de simulación informática del cerebro del mundo, sirvió para poner de manifiesto, «una vez más», según Andrieu, que el deterioro de capacidades cognitivas asociadas a la pérdida de tejido cerebral se debe a «causas no conocidas». No obstante, siguió Andrieu, «cada vez hay más evidencias de que los desórdenes metabólicos aceleran el deterioro de las funciones neurológicas». De ahí que obesidad y diabetes se estén considerando ahora como un signo de mayor riesgo de padecer enfermedad de Alzheimer.
«Las posibilidades de que una mala dieta repercuta negativamente en las funciones del cerebro son mayores de lo que previamente habíamos creído», sigue la experta francesa. La razón hay que buscarla en el funcionamiento de este órgano y, de manera muy particular, en su plasticidad. A diferencia de lo que se pensaba hasta hace bien poco, el cerebro genera nuevas conexiones neuronales de forma continuada como respuesta a los distintos estímulos que recibe. Eso significa que su estructura y su morfología varían constantemente. De ahí la alta demanda de oxígeno y energía en forma de glucosa. Pero también de otros nutrientes.
La pregunta clave es si la dieta, o algunos de sus componentes, pueden prevenir o retrasar el deterioro cognitivo. Y por supuesto, determinar si es factible algún tipo de intervención en este sentido. Dado que la diabetes y la obesidad, así como los índices anormales de colesterol, hipertensión y homocisteína se han identificado como factores de riesgo en la enfermedad de Alzheimer, su control supondría ya un gran «paso adelante», asegura Andrieu. También lo serían medidas tendentes a frenar el estrés oxidativo o la presencia de determinados minerales en la dieta.
En 2005 se publicó la primera lista que sugiere que determinados metales pueden comprometer el estado neuronal y, con él, las funciones cognitivas. El exceso de aluminio, zinc, cobre y hierro es el responsable de los cambios de conformación de la proteína beta-amiloide. Estos cambios, junto con la acumulación de proteína tau llevan a la muerte neuronal característica de la enfermedad de Alzheimer.
Las grasas saturadas y el colesterol «malo» son otros de los factores asociados a la enfermedad. Por el contrario, diversos estudios sugieren que la ingesta de ácido de omega 6 en la dieta actúa como factor protector.
«La no actuación», señala Andrieu, «podría llevarnos a un escenario impredecible en unos años debido al incremento de factores de riesgo conocidos». Y lo que se puede hacer, en su opinión, es establecer programas de intervención en los que se sumen «múltiples acciones». Entre ellos, un programa nutricional adecuado, el desarrollo de actividad física regular, el mantenimiento de actividades cognitivas y sociales en el adulto mayor y en la vejez, y reducir el impacto de factores de riesgo.
En la era de los alimentos funcionales es comprensible que la industria alimentaria se interrogue acerca de los beneficios potenciales de determinados compuestos para prevenir la aparición de una patología concreta. Se viene haciendo desde hace años con resultados diversos en el control de colesterol o de glicemia y se apunta ahora como nueva tendencia en alteraciones cognitivas o patologías como la esclerosis múltiple o la enfermedad de Alzheimer. El problema es determinar qué compuesto es el ideal y abrir un debate sobre la conveniencia de aportarlo mediante la dieta o a través de alimentos enriquecidos.
La tendencia actual consiste en investigar reguladores de energía para incorporarlos en alimentos nutricionalmente aptos. Complejos vitamínicos, en especial suplementos de vitamina B y C, y vitaminas A, D y E en menor medida, y hierro, magnesio, calcio y fósforo son por ahora los candidatos mejor dispuestos. En la lista han aparecido también el zinc y el ácido fólido, además de ácidos omega 6. A estos micronutrientes podría añadírsele en breve otro paquete que mejore la eficacia en el proceso de liberación de energía obtenida de la comida.
El destinatario de estos productos no es necesariamente la tercera edad. Las empresas vienen considerando como cliente potencial a niños de corta edad. ¿La razón? El crecimiento y maduración del cerebro en sus primeras etapas exige una demanda de energía mucho mayor que en las personas adultas o de edad avanzada. Se estima que cerca del 60% de la demanda energética total del cuerpo procede de este órgano, demanda que decrece con los años. Es esperable, pues, la aparición de productos enriquecidos que, acompañados de indicaciones dietéticas, se orienten al público infantil y a la tercera edad. Es sólo cuestión de tiempo verlos en los estantes de supermercados o farmacias.