El mecanismo que explica cómo fluye la información genética continúa siendo un misterio en muchos aspectos. No obstante, parte de la maquinaria que hace posible la formación de proteínas o que se expresen o no determinados genes ha ido saliendo a la luz en los últimos años. A estos descubrimientos fundamentales, en los que participan las moléculas de ARN, se ha concedido este año ni más ni menos que tres premios Nobel, dos compartidos en Medicina y Fisiología y el tercero en Química. Todos ellos cuentan parte del mundo oculto del genoma, el formado por las moléculas de ARN.
Pocas veces una molécula específica ha recibido un tratamiento tan llamativo en tan poco tiempo como el ácido ribonucleico (ARN). Tal vez, por su trascendencia, sólo su hermano mayor, el ácido desoxirribonucleico (ADN), ha merecido mayor protagonismo en los medios de comunicación y, por supuesto, en los laboratorios. El caso es que las dos moléculas, ambas clave para comprender las bases de la herencia, están desvelando poco a poco sus secretos. Y de ellas, la que mayores sorpresas está aportando últimamente es el hermano menor. De esas sorpresas, que se están revelando esenciales para entender de qué forma se activan algunos genes, cómo se genera el flujo de información genética o cual es la base de algunas enfermedades como el cáncer o algunas cardiopatías, surge ahora este reconocimiento.
El Nobel de Fisiología y Medicina se ha concedido este año a los científicos Craig C. Mello, investigador del Instituto Médico Howard Hughes en la Facultad de Medicina de la Universidad de Massachusetts, y a Andrew Z. Fire, de la Facultad de Medicina de la Universidad de Stanford. El llamado ARN de interferencia y el proceso de silenciamiento de genes son los descubrimientos básicos que han llevado a la concesión del premio. Por su parte, el Nobel de Química ha recaído en Roger Kornberg, también de la Universidad de Stanford, por su descripción del proceso de transcripción genética en las células eucariotas.
La cara oculta del genoma
Imagen: Andrew Z. Fire
El estudio del código genético ha girado prácticamente en exclusiva desde sus inicios sobre el eje del ADN y su doble hélice. De la larga cadena de la vida ha interesado, y continúa interesando, no sólo cómo se transmite la herencia sino también cómo se generan y se regulan los mecanismos biológicos, desde los más vitales hasta aquellos que simplemente nos definen a cada uno. Los genes y su expresión, las proteínas, son, por pura lógica, la extensión del estudio del ADN. Pero cuanto más se ha ido sabiendo de esta molécula, mayor ha sido también el conocimiento del hasta ahora casi inadvertido ARN. De simple intermediario, como era visto hace unos pocos años, ha cobrado protagonismo suficiente para que empiece a hablarse de este ácido nucleico como posible explicación para muchos genes y funciones sin origen conocido.
Aunque la existencia del ARN es largamente conocida, el interés por su estudio ha permanecido en un segundo plano absoluto hasta prácticamente el cambio de siglo. Hasta entonces, los libros de texto contaban de esta molécula de cadena simple y estructura variable, su papel intermediario entre el ADN, el gran protagonista de la genética, y las proteínas, el producto de los genes. De acuerdo con su estructura y su localización en la célula, se llegaban a distinguir tres tipos principales, los llamados ARN de transferencia, el ribosómico y el mensajero.
Pero las cosas han cambiado para el ARN en muy poco tiempo. Al amparo de las potentes herramientas que proporcionan la genómica y la proteómica ha podido verse que hay formas de esta molécula que no se corresponden con nada de lo descrito en los libros de texto y que, por el contrario, guardan relación directa con funciones propias de las proteínas. Minúsculos fragmentos de ARN ejercen, según se está comprobando, como auténticos catalizadores (aceleran reacciones bioquímicas al igual que las proteínas) o incluso como reguladores.
Engañar a la célula
Parte de este papel se explica porque las pequeñas moléculas de ARN son relativamente fáciles de producir en la célula, son maleables y además son complementarias al ADN. Según se ha visto en estudios recientes, puede suceder que el ADN necesite un promotor activo para generar una proteína. La llegada de una pequeña molécula de ARN puede bastar para impedirlo, con lo que actuaría como un factor de regulación o, lo que vendría a ser lo mismo, de interferencia.
Salvo para la levadura, para la que todavía no han podido verse, en los últimos tres años se han identificado cientos de micromoléculas de ARN que forman familias enteras en cualquier ser vivo, desde organismos inferiores hasta animales superiores. Y podrían ser muchos más, tal vez miles si la teoría, al principio considerada extravagante, sobre el «mundo oculto del ARN», acaba confirmándose. De acuerdo con esta teoría, el llamado ARN funcional o no codificante, podrían ser los restos de un código genético primitivo en el que las proteínas, entendidas como moléculas especializadas, todavía no existían. Su función la ejercerían minúsculos fragmentos de ARN que se habrían conservado en los organismos modernos sin funcionalidad aparente.
En 1998, Craig C. Mello y Andrew Z. Fire descubrieron el mecanismo que degrada el ARN mensajero de un gen específico. Esta molécula, llamada ARN de interferencia, engaña a la célula causando la destrucción del ARN mensajero antes de que consiga crear la proteína. Este mecanismo se activa cuando se encuentran moléculas de ARN de doble cadena en la célula, y está presente en humanos, animales y plantas. El descubrimiento no sólo se ha convertido en una herramienta indispensable para estudiar la expresión de los genes, sino que también se ha revelado como un componente de su regulación durante el proceso embrionario. Ambos investigadores creen que es un factor clave en determinadas enfermedades como el cáncer.
Imagen: Roger Kornberg
El nuevo papel que parecen desempeñar las moléculas de ARN puede ayudar, según Eric Westhof, de la universidad francesa de Estrasburgo, a comprender mejor algunas enfermedades de origen genético para las que hasta ahora no se encontraba nada relevante en el genoma. El método «hasta ahora clásico», señala este experto, consiste en recorrer el camino desde el ADN hasta la proteína a través de su ARN mensajero en busca de alteraciones. «Eso es algo que a partir de ahora habrá que hacer para los genes de ARN [secuencias de la molécula para las que se ha identificado una estructura similar a la de un gen]», señala.
«Estamos descubriendo nuevos mecanismos que afectan al funcionamiento de la célula y eso abre nuevos interrogantes», dice Westhof, investigador destacado en este campo. Su metáfora es simple: las moléculas del ARN son las figuras de un puzzle del que no se sabe qué figura formará.
El Nobel de Química concedido a Roger Kornberg podría ayudar a entender esta figura. El premio ha sido concedido por su descripción del proceso de transcripción genética de las células eucariotas, es decir, el mecanismo que explica cómo los genes salen del núcleo celular.
La investigación de Kornberg detalla el proceso por el cual una enzima llamada ARN-polimerasa II (ARN mensajero) lee toda la información del ADN y lo transcribe a una molécula de ARN. A partir de este momento, el ARN mensajero sufre un proceso de transformaciones que le permiten salir del núcleo celular y transportar la información que servirá para crear sus propias proteínas. Muchas enfermedades, como el cáncer, patologías cardiacas o procesos inflamatorios, tienen su origen en un error de este proceso, llamado de transcripción. Por este motivo, según los expertos, esta investigación supone un avance extraordinario para la medicina.